Hay quienes dicen que el principal perjudicado del armado de las listas bonaerenses, en las que en gran medida se juega el futuro político del país, fue Daniel Scioli: quiso poner candidatos suyos en la de De Narváez, en la oficialista y hasta en la de Massa, y al final se quedó sin nada. Algo de esto hubo. Aunque tal vez no todo esté perdido para el gobernador. Su apuesta por un peronismo equilibradamente dividido, sin vencedores ni vencidos, que venía tejiendo desde hace meses con la poco sutil promoción del pase de sus adictos a la lista denarvaísta, tiene aún una oportunidad: que el colorado y la Presidenta logren imponer la idea de que Massa es un tibio, que no sabe bien para dónde agarrar, o peor, no es sincero al respecto, y hay que elegir entre los que sí lo son, modelo o antimodelo, en la provincia y en el país. Si eso sucede, tal vez no haya un ganador, o todos pierdan, y no haber competido resulte lo mejor.
Lidiar con esa entente polarizadora es, por tanto, el principal desafío de la campaña de Massa, para evitar un triple empate. O cuádruple: también tiene que contrarrestar la acusación del tándem FAP-UCR, de que la pelea entre peronistas es puro humo y confusión. O incluso algo peor.
Contará a su favor con la disposición también contraria a la polarización del grueso de la opinión pública, que nunca supo bien qué era el modelo, ni le interesa, y ya no acompaña al Gobierno, pero tampoco es que está esperando que se hunda y lo reemplace alguien por completo opuesto. Así como con la inclinación de la mayoría de los votantes a participar de la interna peronista, eligiendo entre las opciones que ella ofrece la que considera más afín, o menos mala. Y, por último, con la ya tradicional labilidad del activo y la dirigencia de su partido, si es que al peronismo todavía se lo puede llamar así.
Respecto a esto último sucede algo curioso, que explica por qué Scioli y Massa, siendo cultores de las mismas ambigüedades, terminaron tan enfrentados.
Hasta aquí la perspectiva de que los comicios de este año terminarán en una suerte de empate, acorde a lo que tejían Scioli y De Narváez, conformaba a muchos otros jefes territoriales y sindicales, que esperaban hallar en esa circunstancia ocasión para extraer jugosas concesiones tanto del kirchnerismo como de sus posibles sucesores.
El mayor perjudicado de ese escenario sería justamente Massa, que podía encontrar cerrado tanto el camino a la gobernación como a la presidencia. De allí que se viera compelido a correr riesgos, e intervenir directamente en la competencia.
Al hacerlo cambió el escenario.
Y no sólo resolvió su problema, sino que hizo posible una solución alterna a los problemas de los demás: porque lo que está en juego ahora es si habrá un nuevo campeón electoral del justicialismo o una dispersión aguda del poder. Dicho más claramente, lo que Massa pretende ofrecer, al peronismo y al país, es no sólo un nuevo liderazgo, sino una vía más segura para procesar la transición.
Algo que ni Scioli ni Cristina están en condiciones de brindar, ya se ha visto, y que faltó claramente en 2009, cuando los vencedores de la elección bonaerense ni siquiera llegaron a plantearse el problema.
¿Será capaz Massa de formular un discurso convincente sobre cómo “salir bien” del kirchnerismo, sea lo que sea que eso pueda significar para los votantes? ¿Sería la suya la mejor transición posible?
Al menos debe convencer de que es mejor que de los comicios de octubre resulte un interlocutor fuerte y moderado ante el gobierno, y no varios, inciertos y compelidos a competir entre sí a ver quién es más inflexible. Algo que de todos modos difícilmente conmueva al núcleo duro del kirchnerismo, pero tal vez sí a algunos de sus representantes en el territorio y a figuras hoy relegadas en el gabinete y el Congreso, que tienen mucho en juego como para sentarse a esperar mansamente que suceda lo peor, y pueden fortalecerse tras un baño de realidad electoral que despierte a la Presidenta de sus ensoñaciones.
En cualquier caso, lo que es seguro es que la solución massista, de fructificar, volverá a sacrificar el largo plazo por la coyuntura. Por lo menos en el sistema de partidos: el peronismo otra vez se ofrece como solución para los problemas que él mismo crea, apoyándose en los recursos políticos que obtiene de espacios donde ya la competencia electoral es marginal o nula, para competir con ventaja en las pocas áreas en que ella aún sobrevive.
Resolver cuanto antes la disputa de poder en donde el poder habita y se reproduce, y evitar una transición caótica, puede ser suficiente estímulo para que muchos votantes ignoren estos problemas de los partidos y la sana competencia. Pero llegará el momento en que se cansen o ya no puedan ignorar los costos que ellos suponen.
Pero tal vez eso tampoco sea lo peor que se puede decir de la salida que Massa ofrece.
Lo cierto es que su vía moderada hacia un nuevo gobierno tiene pocos antecedentes en nuestra historia, y el más cercano y familiar no da para ser muy optimistas: es el que inició la Alianza en 1997, y terminó en catástrofe por la bomba de tiempo que resultó del legado envenenado recibido de un gobierno saliente sólo en apariencia conciliador, y del inútil esfuerzo de las autoridades entrantes por conciliar demandas a todas luces inconciliables.
A la luz de este incómodo precedente, cabe imaginar que el verdadero desafío de Massa, en caso de ganar, será evitar que el final del ciclo económico y el del ciclo político del kirchnerismo se combinen en términos parecidos, para que la oferta política que parecía más seria y responsable no termine en otro histórica frustración con los moderados.
Lidiar con esa entente polarizadora es, por tanto, el principal desafío de la campaña de Massa, para evitar un triple empate. O cuádruple: también tiene que contrarrestar la acusación del tándem FAP-UCR, de que la pelea entre peronistas es puro humo y confusión. O incluso algo peor.
Contará a su favor con la disposición también contraria a la polarización del grueso de la opinión pública, que nunca supo bien qué era el modelo, ni le interesa, y ya no acompaña al Gobierno, pero tampoco es que está esperando que se hunda y lo reemplace alguien por completo opuesto. Así como con la inclinación de la mayoría de los votantes a participar de la interna peronista, eligiendo entre las opciones que ella ofrece la que considera más afín, o menos mala. Y, por último, con la ya tradicional labilidad del activo y la dirigencia de su partido, si es que al peronismo todavía se lo puede llamar así.
Respecto a esto último sucede algo curioso, que explica por qué Scioli y Massa, siendo cultores de las mismas ambigüedades, terminaron tan enfrentados.
Hasta aquí la perspectiva de que los comicios de este año terminarán en una suerte de empate, acorde a lo que tejían Scioli y De Narváez, conformaba a muchos otros jefes territoriales y sindicales, que esperaban hallar en esa circunstancia ocasión para extraer jugosas concesiones tanto del kirchnerismo como de sus posibles sucesores.
El mayor perjudicado de ese escenario sería justamente Massa, que podía encontrar cerrado tanto el camino a la gobernación como a la presidencia. De allí que se viera compelido a correr riesgos, e intervenir directamente en la competencia.
Al hacerlo cambió el escenario.
Y no sólo resolvió su problema, sino que hizo posible una solución alterna a los problemas de los demás: porque lo que está en juego ahora es si habrá un nuevo campeón electoral del justicialismo o una dispersión aguda del poder. Dicho más claramente, lo que Massa pretende ofrecer, al peronismo y al país, es no sólo un nuevo liderazgo, sino una vía más segura para procesar la transición.
Algo que ni Scioli ni Cristina están en condiciones de brindar, ya se ha visto, y que faltó claramente en 2009, cuando los vencedores de la elección bonaerense ni siquiera llegaron a plantearse el problema.
¿Será capaz Massa de formular un discurso convincente sobre cómo “salir bien” del kirchnerismo, sea lo que sea que eso pueda significar para los votantes? ¿Sería la suya la mejor transición posible?
Al menos debe convencer de que es mejor que de los comicios de octubre resulte un interlocutor fuerte y moderado ante el gobierno, y no varios, inciertos y compelidos a competir entre sí a ver quién es más inflexible. Algo que de todos modos difícilmente conmueva al núcleo duro del kirchnerismo, pero tal vez sí a algunos de sus representantes en el territorio y a figuras hoy relegadas en el gabinete y el Congreso, que tienen mucho en juego como para sentarse a esperar mansamente que suceda lo peor, y pueden fortalecerse tras un baño de realidad electoral que despierte a la Presidenta de sus ensoñaciones.
En cualquier caso, lo que es seguro es que la solución massista, de fructificar, volverá a sacrificar el largo plazo por la coyuntura. Por lo menos en el sistema de partidos: el peronismo otra vez se ofrece como solución para los problemas que él mismo crea, apoyándose en los recursos políticos que obtiene de espacios donde ya la competencia electoral es marginal o nula, para competir con ventaja en las pocas áreas en que ella aún sobrevive.
Resolver cuanto antes la disputa de poder en donde el poder habita y se reproduce, y evitar una transición caótica, puede ser suficiente estímulo para que muchos votantes ignoren estos problemas de los partidos y la sana competencia. Pero llegará el momento en que se cansen o ya no puedan ignorar los costos que ellos suponen.
Pero tal vez eso tampoco sea lo peor que se puede decir de la salida que Massa ofrece.
Lo cierto es que su vía moderada hacia un nuevo gobierno tiene pocos antecedentes en nuestra historia, y el más cercano y familiar no da para ser muy optimistas: es el que inició la Alianza en 1997, y terminó en catástrofe por la bomba de tiempo que resultó del legado envenenado recibido de un gobierno saliente sólo en apariencia conciliador, y del inútil esfuerzo de las autoridades entrantes por conciliar demandas a todas luces inconciliables.
A la luz de este incómodo precedente, cabe imaginar que el verdadero desafío de Massa, en caso de ganar, será evitar que el final del ciclo económico y el del ciclo político del kirchnerismo se combinen en términos parecidos, para que la oferta política que parecía más seria y responsable no termine en otro histórica frustración con los moderados.
Novaro nos da el alerta:
» (…) Pero tal vez eso tampoco sea lo peor que se puede decir de la salida que Massa ofrece.
Lo cierto es que su vía moderada hacia un nuevo gobierno tiene pocos antecedentes en nuestra historia, y el más cercano y familiar no da para ser muy optimistas: es el que inició la Alianza en 1997, y terminó en catástrofe por la bomba de tiempo que resultó del legado envenenado recibido de un gobierno saliente sólo en apariencia conciliador, y del inútil esfuerzo de las autoridades entrantes por conciliar demandas a todas luces inconciliables.
A la luz de este incómodo precedente, cabe imaginar que el verdadero desafío de Massa, en caso de ganar, será evitar que el final del ciclo económico y el del ciclo político del kirchnerismo se combinen en términos parecidos, para que la oferta política que parecía más seria y responsable no termine en otro histórica frustración con los moderados.»
Para Novaro, el único camino aceptable es aplicar a partir de 2015 la doctrina Fattoruso:
http://www.youtube.com/watch?v=D6VqPh9vP74
Ja ja ja…
¡Un hallazgo total!… con C. Bala y to’o…
Ja ja.. y el piedrazo final me mató… ¡excelente!