La Presidenta finalmente le habilitó unos centenares de millones al gobernador de la provincia de Buenos Aires. Fue un acto sensato, realizado no para salvar al gobernador sino para salvar la imagen del Ejecutivo nacional. Scioli no puede confiar en que se repetirá. Nadie sabe si ha quedado herido para siempre o si, en el futuro, se le permitirá aportar los votos que la Presidenta necesita en las elecciones del año próximo. Hay que resolver un cálculo: ¿se gana o se pierde pulverizando a Scioli?
Desafía las explicaciones más sofisticadas. Antes de las elecciones de 2009, cuando Kirchner lo obligó a integrar la lista de candidatos a diputado por la provincia, de la que Scioli era gobernador, durante diez minutos del programa Palabras más palabras menos tuvo lugar una escena ejemplar del temperamento sciolístico. Ernesto Tenembaum y Marcelo Zlotogwiazda, con humor tolerante y sin más intención que la de ofrecer otra prueba de la capacidad de levitación de Scioli, lo invitaron a firmar una especie de diploma donde se revelara lo que iba a hacer después de las elecciones: ¿renunciaría o no a ser gobernador para ir a sentarse en la Cámara de Diputados?
No hubo manera de que confesara sus planes. Dos periodistas, hábiles para conseguir respuestas, se toparon con una resistencia elástica. Con la mirada baja y la sonrisa tímida, Scioli repetía: «El pueblo de la provincia de Buenos Aires ya sabe lo que voy a hacer», como si acabara de salir de un cabildo abierto donde hubiera informado a esa ciudadanía bonaerense. Mostró una convicción que sólo tienen los simuladores o los grandes actores. Tiendo a creer que Scioli no es ni lo uno ni lo otro. Por eso, la escena era de una comicidad irresistible.
Entonces, ¿qué es Scioli? Se conoce donde arranca su carrera política, de la mano de ese profuso descubridor de talentos que fue Menem, a quien el justicialismo le debe al taciturno Reutemann, al inescrutable Palito Ortega (hoy jubilado) y al amable Scioli. También sabemos que, siendo vicepresidente, colocado allí por Duhalde, Néstor Kirchner y la entonces senadora Fernández le dieron una cruel cepillada para ponerlo en su lugar. Aunque años después Néstor volvió a retarlo en público, a Scioli no le hizo falta otra golpiza; allí mismo entendió perfectamente cuáles eran los movimientos permitidos. Aprendió a soportar con ánimo optimista la ruda forma patagónica de ejercicio del poder. Fue buen recluta y mejor alumno. Pero le faltó algo: no corrió a morder la mano de Duhalde. Se abstuvo. Este es uno de los motivos que lo vuelven poco confiable.
Un gobierno, donde Insfrán o Alperovich, la megaminería o la miseria son pasados graciosamente por alto, no tolera a Scioli. Ya se habló mucho del error cometido al anunciar que estaba dispuesto a ser presidente si las leyes no permitían que Cristina fuera eterna, derecho que reivindican para la Presidenta algunos de sus admiradores. Veamos otros defectos quizás incurables.
Primero: se lo ha repetido mucho, pero no hay que prescindir de la competencia como explicación. A Scioli le va mejor que a nadie en las encuestas. Eso lo coloca en un lugar peligroso. Se lo necesita y se lo aborrece por lo que tiene.
Segundo: no cultiva la oratoria del progresismo populista, ideario sobre el cual el kirchnerismo cree haber comprado una franquicia. No habla de la memoria ni del terrorismo de Estado. No le sale, sencillamente no es lo suyo. Es hipócrita descubrir ahora que Scioli nunca tuvo al terrorismo de Estado como tema. Dirigentes que son parecidos a Scioli compensan con obsecuencia lo que les falta como ideología. Probablemente sea más leal y sincero que otros, pero no alcanza.
Tercero: Scioli es culturalmente de derecha. Los gustos de la Presidenta son, más o menos, los de una burguesa media; se saca fotos con cuanta estrella se ha sumado al planetario kirchnerista, como si acabaran de llegar del Berliner Ensemble fundado por Bertolt Brecht. Y, a falta de Frank Sinatra, amigo de los Kennedy, Andrea del Boca toma el lugar de Barbra Streisand. Acercarse de manera culturalmente correcta a ese género de celebrities implica tener a mano una lista de gente out . Por ejemplo los Pimpinela, que son amigos de Scioli porque los tres son mersas.
Cuarto: Scioli es un dirigente sin asombrosas cualidades intelectuales (como la Presidenta, por ejemplo, cree que son las suyas). Llega con un discurso simple, pobre en ideas, impreciso, repetitivo. Felipe Solá, que también gobernó la provincia de Buenos Aires, en sus momentos de recogimiento debe admirar esa capacidad de Scioli para comunicarse y, al mismo tiempo, no decir nada. Sin ejercer sobre su estilo ninguna violencia, sin ningún aprendizaje de nuevos trucos y destrezas, Scioli es tan afín a los medios como si hubiera nacido en un estudio de televisión y hubiera crecido ingiriendo nutrientes virtuales.
Quinto: en relación estrecha con el punto anterior: Scioli superó una grave prueba en su vida. Y no sólo la superó sino que corre, juega al fútbol con el equipo de Moyano o el de Macri y atesora una pasada identidad ganada en el deporte. Hoy, los deportistas forman parte de la aristocracia más alta de la república mediática. Con Scioli el destino fue duro, pero él ejemplifica la voluntad de ser más duro que el destino. Milagro, perseverancia.
Sexto: Scioli supo esperar, haciendo fintas entre quienes le aconsejan que rompa ya y quienes le dicen que «hasta la hacienda baguala cae al jagüel con la seca», que en el futuro, cuando las elecciones estén cerca, lo van a llamar desde Olivos o El Calafate para que lleve unas botellitas de agua mineral. La paciencia no le alcanzó, sin embargo, para callar que alguna vez le gustaría ser presidente. Mal Scioli ahí. Confinado en la Casa de Gobierno de La Plata, fue objeto de la operación Mariotto, demasiado torpe. Se salvó, entre otras razones, porque la Presidenta consulta tantas encuestas como el gobernador.
Séptimo y último: mientras esperaba que una llamada de Olivos devolviera a Mariotto a sus funciones específicas, no sabemos con quién habló Scioli. En realidad, sabemos que habló con Lavagna. Pese a que el kirchnerismo no pueda soportarlo sin denuestos, para muchos sigue siendo la única figura consular de la economía argentina. El juicio puede ser injusto con otros, pero así es de caprichosa la opinión pública. Y si habló con Lavagna, tengo todo el derecho a preguntarme si Scioli no habló con Eduardo Duhalde.
Scioli habla, seguramente, con dirigentes del cuerpo político que el kirchnerismo quiere reformar. Habla con el peronismo. En un gobierno encabezado por una mujer cuya historia política se circunscribe al peronismo, que un gobernador peronista hable con peronistas de todos los colores no debería causar ni sorpresa ni, mucho menos, indignación. Sin embargo, la Presidenta ha resuelto una reorganización completa y una ampliación del espacio justicialista sostenida en varias normas: el congelamiento del partido en primer lugar, y una nueva línea de mandos de los cuadros políticos que deben reportar directamente a sus órdenes, sin deliberación ni discusión.
El perfil de Eva Perón en el edificio de Obras Públicas, cuya maqueta suele acompañar la imagen de Cristina Kirchner durante sus catequesis televisadas, es un contorno vacío. En el interior de la gigantesca silueta dibujada en negro no hay nada, porque la única imagen plena debe ser la imagen presidencial.
Scioli parece perfectamente dispuesto a aceptar esta iconografía y su mensaje. Pero en el kirchnerismo no le creen. No es suficientemente bélico, no tiene la gestualidad ni el discurso de un buen guerrero, no tiene fuego. Administre bien o mal los recursos de la provincia, lo hace con una oratoria plana, que no responde al estilo cristinista. No azuza a nadie, no señala enemigos, no galvaniza. En un momento donde el estilo es la política, las insuficiencias de Scioli son obvias. El estilo de Scioli y su temperatura son de derecha. Los cuadros de La Cámpora no sienten afinidad cultural con este hombre de mediana edad, mesurado, poco amigo de la innovación, tan parecido a una parte considerable de sus votantes. La larga travesía del Proyecto necesita personalidades más agresivas, temperamentos afines a la Presidenta.
En cambio, Scioli quiere tener un millón de amigos. Se equivoca y no hace falta ser kirchnerista para señalar su error. La política no es sólo amor y paz, sino reconocimiento de una conflictividad ineliminable, porque en la sociedad hay intereses y reclamos que no pueden atenderse al mismo tiempo y la política consiste en darles un orden. El cristinismo tiene un imaginario conflictivo. Scioli es un conservador populista. Nadie en el peronismo puede escandalizarse frente a un conservador ni considerar exótico su injerto con el populismo. Pero Scioli tiene un defecto que multiplica el disgusto kirchnerista: es un bien amado de mucha gente y, como consecuencia, un mal amado de quienes piensan que, hoy por hoy, la lealtad política es un nombre de la subordinación.
© La Nacion.
Desafía las explicaciones más sofisticadas. Antes de las elecciones de 2009, cuando Kirchner lo obligó a integrar la lista de candidatos a diputado por la provincia, de la que Scioli era gobernador, durante diez minutos del programa Palabras más palabras menos tuvo lugar una escena ejemplar del temperamento sciolístico. Ernesto Tenembaum y Marcelo Zlotogwiazda, con humor tolerante y sin más intención que la de ofrecer otra prueba de la capacidad de levitación de Scioli, lo invitaron a firmar una especie de diploma donde se revelara lo que iba a hacer después de las elecciones: ¿renunciaría o no a ser gobernador para ir a sentarse en la Cámara de Diputados?
No hubo manera de que confesara sus planes. Dos periodistas, hábiles para conseguir respuestas, se toparon con una resistencia elástica. Con la mirada baja y la sonrisa tímida, Scioli repetía: «El pueblo de la provincia de Buenos Aires ya sabe lo que voy a hacer», como si acabara de salir de un cabildo abierto donde hubiera informado a esa ciudadanía bonaerense. Mostró una convicción que sólo tienen los simuladores o los grandes actores. Tiendo a creer que Scioli no es ni lo uno ni lo otro. Por eso, la escena era de una comicidad irresistible.
Entonces, ¿qué es Scioli? Se conoce donde arranca su carrera política, de la mano de ese profuso descubridor de talentos que fue Menem, a quien el justicialismo le debe al taciturno Reutemann, al inescrutable Palito Ortega (hoy jubilado) y al amable Scioli. También sabemos que, siendo vicepresidente, colocado allí por Duhalde, Néstor Kirchner y la entonces senadora Fernández le dieron una cruel cepillada para ponerlo en su lugar. Aunque años después Néstor volvió a retarlo en público, a Scioli no le hizo falta otra golpiza; allí mismo entendió perfectamente cuáles eran los movimientos permitidos. Aprendió a soportar con ánimo optimista la ruda forma patagónica de ejercicio del poder. Fue buen recluta y mejor alumno. Pero le faltó algo: no corrió a morder la mano de Duhalde. Se abstuvo. Este es uno de los motivos que lo vuelven poco confiable.
Un gobierno, donde Insfrán o Alperovich, la megaminería o la miseria son pasados graciosamente por alto, no tolera a Scioli. Ya se habló mucho del error cometido al anunciar que estaba dispuesto a ser presidente si las leyes no permitían que Cristina fuera eterna, derecho que reivindican para la Presidenta algunos de sus admiradores. Veamos otros defectos quizás incurables.
Primero: se lo ha repetido mucho, pero no hay que prescindir de la competencia como explicación. A Scioli le va mejor que a nadie en las encuestas. Eso lo coloca en un lugar peligroso. Se lo necesita y se lo aborrece por lo que tiene.
Segundo: no cultiva la oratoria del progresismo populista, ideario sobre el cual el kirchnerismo cree haber comprado una franquicia. No habla de la memoria ni del terrorismo de Estado. No le sale, sencillamente no es lo suyo. Es hipócrita descubrir ahora que Scioli nunca tuvo al terrorismo de Estado como tema. Dirigentes que son parecidos a Scioli compensan con obsecuencia lo que les falta como ideología. Probablemente sea más leal y sincero que otros, pero no alcanza.
Tercero: Scioli es culturalmente de derecha. Los gustos de la Presidenta son, más o menos, los de una burguesa media; se saca fotos con cuanta estrella se ha sumado al planetario kirchnerista, como si acabaran de llegar del Berliner Ensemble fundado por Bertolt Brecht. Y, a falta de Frank Sinatra, amigo de los Kennedy, Andrea del Boca toma el lugar de Barbra Streisand. Acercarse de manera culturalmente correcta a ese género de celebrities implica tener a mano una lista de gente out . Por ejemplo los Pimpinela, que son amigos de Scioli porque los tres son mersas.
Cuarto: Scioli es un dirigente sin asombrosas cualidades intelectuales (como la Presidenta, por ejemplo, cree que son las suyas). Llega con un discurso simple, pobre en ideas, impreciso, repetitivo. Felipe Solá, que también gobernó la provincia de Buenos Aires, en sus momentos de recogimiento debe admirar esa capacidad de Scioli para comunicarse y, al mismo tiempo, no decir nada. Sin ejercer sobre su estilo ninguna violencia, sin ningún aprendizaje de nuevos trucos y destrezas, Scioli es tan afín a los medios como si hubiera nacido en un estudio de televisión y hubiera crecido ingiriendo nutrientes virtuales.
Quinto: en relación estrecha con el punto anterior: Scioli superó una grave prueba en su vida. Y no sólo la superó sino que corre, juega al fútbol con el equipo de Moyano o el de Macri y atesora una pasada identidad ganada en el deporte. Hoy, los deportistas forman parte de la aristocracia más alta de la república mediática. Con Scioli el destino fue duro, pero él ejemplifica la voluntad de ser más duro que el destino. Milagro, perseverancia.
Sexto: Scioli supo esperar, haciendo fintas entre quienes le aconsejan que rompa ya y quienes le dicen que «hasta la hacienda baguala cae al jagüel con la seca», que en el futuro, cuando las elecciones estén cerca, lo van a llamar desde Olivos o El Calafate para que lleve unas botellitas de agua mineral. La paciencia no le alcanzó, sin embargo, para callar que alguna vez le gustaría ser presidente. Mal Scioli ahí. Confinado en la Casa de Gobierno de La Plata, fue objeto de la operación Mariotto, demasiado torpe. Se salvó, entre otras razones, porque la Presidenta consulta tantas encuestas como el gobernador.
Séptimo y último: mientras esperaba que una llamada de Olivos devolviera a Mariotto a sus funciones específicas, no sabemos con quién habló Scioli. En realidad, sabemos que habló con Lavagna. Pese a que el kirchnerismo no pueda soportarlo sin denuestos, para muchos sigue siendo la única figura consular de la economía argentina. El juicio puede ser injusto con otros, pero así es de caprichosa la opinión pública. Y si habló con Lavagna, tengo todo el derecho a preguntarme si Scioli no habló con Eduardo Duhalde.
Scioli habla, seguramente, con dirigentes del cuerpo político que el kirchnerismo quiere reformar. Habla con el peronismo. En un gobierno encabezado por una mujer cuya historia política se circunscribe al peronismo, que un gobernador peronista hable con peronistas de todos los colores no debería causar ni sorpresa ni, mucho menos, indignación. Sin embargo, la Presidenta ha resuelto una reorganización completa y una ampliación del espacio justicialista sostenida en varias normas: el congelamiento del partido en primer lugar, y una nueva línea de mandos de los cuadros políticos que deben reportar directamente a sus órdenes, sin deliberación ni discusión.
El perfil de Eva Perón en el edificio de Obras Públicas, cuya maqueta suele acompañar la imagen de Cristina Kirchner durante sus catequesis televisadas, es un contorno vacío. En el interior de la gigantesca silueta dibujada en negro no hay nada, porque la única imagen plena debe ser la imagen presidencial.
Scioli parece perfectamente dispuesto a aceptar esta iconografía y su mensaje. Pero en el kirchnerismo no le creen. No es suficientemente bélico, no tiene la gestualidad ni el discurso de un buen guerrero, no tiene fuego. Administre bien o mal los recursos de la provincia, lo hace con una oratoria plana, que no responde al estilo cristinista. No azuza a nadie, no señala enemigos, no galvaniza. En un momento donde el estilo es la política, las insuficiencias de Scioli son obvias. El estilo de Scioli y su temperatura son de derecha. Los cuadros de La Cámpora no sienten afinidad cultural con este hombre de mediana edad, mesurado, poco amigo de la innovación, tan parecido a una parte considerable de sus votantes. La larga travesía del Proyecto necesita personalidades más agresivas, temperamentos afines a la Presidenta.
En cambio, Scioli quiere tener un millón de amigos. Se equivoca y no hace falta ser kirchnerista para señalar su error. La política no es sólo amor y paz, sino reconocimiento de una conflictividad ineliminable, porque en la sociedad hay intereses y reclamos que no pueden atenderse al mismo tiempo y la política consiste en darles un orden. El cristinismo tiene un imaginario conflictivo. Scioli es un conservador populista. Nadie en el peronismo puede escandalizarse frente a un conservador ni considerar exótico su injerto con el populismo. Pero Scioli tiene un defecto que multiplica el disgusto kirchnerista: es un bien amado de mucha gente y, como consecuencia, un mal amado de quienes piensan que, hoy por hoy, la lealtad política es un nombre de la subordinación.
© La Nacion.
Cláh… Fidelidad segual que mera obediencia…
Bueno, por lo menos ella reconoce o descubrió que el conflicto en política no es un invento de los comunistas, nazis y montoneros (resumiendo: de los K).
mas bien la conflictividad es mencionada por B.S.para separar a Scioli de los K.Lo que sigue olvidando la oposicion y la critica al gobierno es la falta de sustancia de los otros posibles candidatos a ser lideres presidenciales.
y mas alla de las inutiles ofensas a Cris y a Eva,la B.S. podria haber agregado que Scioli le falta lo de Sandro:dama,dame fuego…ya que, sin querer? invoca al brasileño que»quiere tener un millon de amigos»…
Escribe Sarlo:
«El perfil de Eva Perón en el edificio de Obras Públicas, cuya maqueta suele acompañar la imagen de Cristina Kirchner durante sus catequesis televisadas, es un contorno vacío. En el interior de la gigantesca silueta dibujada en negro no hay nada, porque la única imagen plena debe ser la imagen presidencial.»
Nada más real. El discurso del día 26, dedicado a recordar los 60 años de la muerte de Evita, en realidad se centró en el elogio y autoelogio de los gobiernos de Kirchner y el de Ella. Por ejemplo este párrafo:
«Yo me siento realmente con la inmensa responsabilidad de conducir los destinos de la Patria, en momentos que no son fáciles. Pero no solamente no son fáciles por lo que pasa en el mundo, no son fáciles tampoco para mí en lo personal estar sin él, toda una vida al lado de alguien que fue algo más que tu marido, que era tu mejor amigo, que era tu mejor maestro, tu mejor compañero te dificulta muchas veces las cosas. Pero yo trato de hacer honor a lo que le prometí, allá en Calafate, muy despacito, cuando le dije: “no te voy a hacer quedar mal, no te voy a hacer pasar vergüenza”. Ese fue mi compromiso con él, porque él había dado todo, él te cuidaba.»
Evita murió, para mejor gloria de Cristina.
¿A alguien le cabe dudas que Cristina ES Evita s. XXI? Sólo a vos, que creés que ese titulo debería ostentarlo la Foca de Gorlero.
Sí, por las veces que los cristinistas se refieren a Lililta, es evidente que es tan o más importante que Cristina.
Las Evitas del siglo XX venían de la pobreza y no tenían padre.
Las Evitas del siglo XXI van a la Universidad y se vuelven millonarias.
Eso se llama progreso.
Más meritorio aún. Lo hacen sin necesitarlo.
Es cierto. Volverse millonarios con una ingeniosa ley financiera de la dictadura es un progreso real e imitable, pero podría tener, tal vez, cierto cuestionamiento ético.
Igual a nuestra sociedad mucho no le importa. Todo bien.
Cerremos la carrera de abogacía entonces, ya que suelen dedicarse a gente con problemas ante la ley.