Aparece con su sonrisa blanquísima en la puerta de salida del kirchnerismo, lo votan desde 2003 pero todavía no puede gobernar, responde lo que quiere y nunca le importa la pregunta. Figura protestante entre la feligresía oficial, amenaza indisoluble para el cristinismo sin votos, leal como ningún otro. Todo eso es Scioli desde hace diez años y hasta el día que sea libre.
El 13. La dura negociación salarial docente y la inundación trágica de La Plata crearon las condiciones ideales para ver a Daniel Osvaldo Scioli a trasluz, como se mira contra una lamparita una radiografía, y registrar su capacidad ósea, sus relaciones de fuerza, sus debilidades. El gobierno de este capricorniano es un gobierno a cielo abierto, con sus limitaciones y presupuestos magros, y un liderazgo político construido en la abstracción, casi a pesar de esa administración. Scioli sobrevuela su propia máquina. Vapor y gestión. Scioli preserva las cualidades de un apolítico, en el sentido común de un extraño entre pares, que mira la política como una economía del tiempo: no hablo, no es necesario que diga nada, se esperan hechos. Vieja bravata de la derecha peronista: las palabras son hembras, los hechos son machos; reescrita del modo más amable por un conservador básico cuya ideología gaseosa no admite señalizaciones. Es ya un lugar común distinguir este aspecto, pero es concluyente: la ubicación de las posiciones de derecha, en los liderazgos populares, tiende a afirmarse por sobre la negativa de esa identidad. Nadie dice “soy de derecha”. Ubica, en tal caso, en la ideología derecha/izquierda, el ordenamiento de un viejo mundo.
El Príncipe. Scioli es dueño de muchas cosas pero no es aún dueño de sí mismo. Adicto a las cámaras, tal como lo describen casi todos los que lo junan pero no lo militan. Y un hombre que habla a través de la imagen, según la descripción delicada de los que sí lo militan. Gobierna una provincia ingobernable, y eso –en parte, en una parte– le viene como anillo al dedo a quien hace de la imagen un mito, y le permite moverse como pez en el agua de la victimización. A Scioli lo votan pero Scioli nunca puede gobernar: es una inversión, un ahorro en votos, hasta el día que sea libre, libre del yugo del liderazgo vertical o libre de la provincia a la que lo mandaron a aprender artes y oficios y de la que no se sale intacto. Scioli siempre alquiló sus votos y victorias a los jefes peronistas de turno como un buen alumno que espera el boletín de calificaciones que lo hace pasar de grado. Pero también es distinto a una clase de político pragmático al que la adhesión a las “modas” se le pega al cuerpo. Scioli es como He-Man: el superhéroe que sale seco del agua, nada lo moja, ni siquiera sus propios fracasos. Difícil que un Aníbal Fernández o Julián Domínguez puedan volver a reinventarse después de su paso fanático por el kirchnerismo, por más que ya se hayan reinventado alguna vez. Pero su fascinación y apuesta a estar en los medios se corresponde paradójicamente con su decisión para salirse de libreto, domina su palabra como a nada: responde lo que quiere, nunca le importa la pregunta. Sus conocidas referencias a lo positivo, a la fuerza, sus apelaciones al accidente, son poco hiteras, no hacen nunca un zócalo como la gente. Paradoja. Un productor de radio sabe que con Lilita, con Kunkel, con Moyano, con Kirchner, con Chacho Álvarez, con Cavallo, se tenían y se tienen títulos. Scioli tiene la sonrisa de un Ruckauf (sin 1975).
Gandhi. Scioli, aún en su estado permanente de “no violencia”, significa una amenaza indisoluble para el kirchnerismo. Fue promesa y cumplimiento de votos (2003, 2007, 2009, 2011) tanto como ahora amenaza su posteridad (2015). De ahí que el actualizado dilema kirchnerista se organice -en parte- en cómo seguir haciendo propio a Scioli, siempre a su pesar y contra él. La voz ronca de Diana Conti le dice: “vos tenés votos propios pero no te los merecés y nosotros tenemos ideología y nos merecemos los tuyos”. En definitiva, Scioli es un conservador popular al que le “usan” su popularidad por “culpa” de su conservadurismo. Y es también un político posmoderno. Mientras que Néstor y Cristina aparecen como cuadros modernos capaces de construir hegemonía, Scioli es una figura protestante que no confronta, que aplica todos sus esfuerzos simbólicos en la palabra gestión (una palabra que la izquierda social abomina). Scioli no es El Príncipe, ni Gandhi. Hace de distraído en una guerra fría que lidera por el poder. Algo tan lógico en sus fines como insoportable en sus modos para el kirchnerismo. “Llegará por bueno.”
Scioli es igual a la Provincia. Horacio Cao reseña el “problema federal” en Le Monde Diplomatique y describe el peso de la provincia de Buenos Aires, sus dimensiones económicas, el tamaño de su administración pública. Dice que a una provincia que “tiene algo así como el 40% de la población y el producto nacional, es injusto que le corresponda solo el 20% de los recursos”, y a la vez confronta los magros resultados de recaudación tributaria de la ARBA en relación a Nación. “Entre el año 2003 y 2010, mientras los impuestos sobre la renta, las utilidades y las ganancias de capital que cobra la Nación se multiplicaron por cinco, el impuesto inmobiliario que cobra Buenos Aires apenas si se duplicó, a pesar del boom de la soja en el área rural y de la evolución del valor de las propiedades en el ámbito urbano.” Para un esquema federativo que asume la existencia de cada provincia por igual, no es fácil lidiar con este poder que aparece como “un Estado subnacional” cuyo desequilibrio hace que “para el gobierno nacional –ni qué decir para el resto de los gobernadores– contrarrestar el poder del gobernador de Buenos Aires sea un tema crucial”. Síntesis de Cao: “crecientemente cobra protagonismo un Estado provincial –Buenos Aires– que tiende a descompensar la vida político institucional de la federación, hasta el punto de constreñir su gobernabilidad. ¿Y cómo se frena su poder relativo? A partir de los desequilibrios estructurales del fisco bonaerense.” Gobernar Buenos Aires es como curar un cuerpo enfermo con aspirinas. Una gobernación de reducción de daños, cuya dependencia con la Nación es terminal. Una provincia que la Nación y el resto de las provincias necesitan tener bajo la raya. Y un político que la presidenta y el resto de los gobernadores (aspirantes menores) necesitan tener bajo la raya. Scioli es igual a su provincia.
La estructura. Desde que existe el kirchnerismo, existe la melancolía por un cierto orden. La absorción de la crisis, su regulación, la construcción de una nueva autoridad político-estatal a partir de 2003, sintonizó por derecha con la idea de un orden perdido, un orden que alguna vez tuvo la Argentina, aunque su remembranza tenga formas imprecisas. Hay sectores empresarios, de medios, del clero y del sindicalismo que extrañan las formas de un gobierno y una política que ayudaron a sepultar. Algo de eso se pudo ver en el entierro de Alfonsín, saludado como un león herbívoro que –según dicen– pasó su ex presidencia como un viejo adversario abrazando nuevos amigos, si uno se toma el trabajo de ver quiénes lo lloraron públicamente y qué habían hecho entre 1983 y 1989 (Magnetto o la Sociedad Rural Argentina, por ejemplo). Pero sobre esa fisura “melancólica”, por la cual se filtran los aromas armónicos de otra República Perdida, Scioli encarna pasado y futuro del kirchnerismo, y tiene un problema con el presente: es el gobernador del gran problema argentino. Esa provincia. Me dice un cuadro inteligente de la comunicación sciolista: “Daniel habla poco, lo hace sobre todo a través de las fotos y las imágenes, hay que ver la película”. Y me desafía: “¿dónde estuvo en 2008 y 2009 cuando Sabatella o Raimundi dudaban del proyecto y hacían listas paralelas?”. Scioli aceptó poner la caripela en la locura de las testimoniales. Aceptó perder, aceptó presidir el partido, aceptó a Mariotto. ¿Es leal o es obediente? ¿Cuál es la diferencia en la política contemporánea? Hay que ver la película completa, sí. Y repaso la última secuencia de fotos: De Narváez, Hugo Moyano, Facundo Moyano, Sergio Massa, y así, una lista de diversas figuras (algunas interesantes, otras horribles) que parecen conformar una constelación de rezagados del universo K, pero no todavía un sistema que haga visible qué dosis de continuidad y de ruptura podrían resultar en la eventual gestión de la herencia.
¿Scioli asegura una transición razonable también (o en parte) para la izquierda? ¿Asume todo lo “por izquierda” que esta década incorporó en su fórmula de gobernabilidad? Esa es la pregunta: ¿está atento al tono izquierdista de la gobernanza de estos años? Como lo llama el escritor Lucas Carrasco: Daniel Pimpinella, un adicto a la tele. Y vaya si no: basta hacer la prueba de mirar fotos e imágenes para ver que siempre aparece mirando de reojo a la cámara. Nunca aparece hablando. Su presencia -siempre condicionada por sus jefes peronistas- es una ausencia: está, pero no puede ser libre, ni autónomo, ni sí mismo; pero mira la cámara como si mirara a su verdadero jefe, a su verdadero YO. Hijo dilecto de Menem, protegido de Duhalde y ahijado conveniente del kirchnerismo: nació del amor y devino un “primo del interior” que se quedó a vivir en la Casa Justicialista para siempre por méritos propios. Scioli es necesario, es popular, y porta una estrella electoral casi imbatible. Lo cierto es que el kirchnerismo refunda un partido del orden y Scioli resulta una pieza decisiva ahí adentro. Escribió Diego Genoud en la revista Mdz: “Es difícil pensar que en 2015 el país gire 180 grados, entre otras cosas porque es el mundo de los commodities el que organiza nuestra ecuación. Y los sectores que pretenden un cambio radical, algo que no tenga nada de aroma a kirchnerismo, no son la mayoría. Por eso, Scioli puede ser. Porque es una figura central de la maquinaria kirchnerista pero no es un gobernador K: es Scioli, a secas. Porque en el kirchnerismo muchos lo desprecian, pero lo necesitan.” Mi amigo de la gestión, mi “Garganta” como dice Asís, es un rara avis, un comprensivo kirchnerista para los sciolistas y un paladar negro para los K. Se pregunta por el peronismo en todo esto. “¿Dónde está el peronismo?”. Es un reclamo razonable. Y desconcertante. ¿Qué tiene Cristina que hace desconocer su propio peronismo? ¿Por qué huele tan a Frepaso su gobierno? ¿Qué es esa batalla cultural que invirtió tanto los roles y las importancias? ¿Por qué Mocca o Palma son más que Randazzo? Y así.
Generación intermedia. Scioli pertenece a la generación intermedia junto a Massa, Macri, Urtubey. Son los hijos de la generación Cafiero: hijos deportistas, estudiantes de universidades privadas, delfines de negocios públicos, que portan el ADN de leones herbívoros, siempre cultores de vaticanos partidarios. Scioli y la generación intermedia son todos peronistas aunque hayan venido –o justamente por ello– del liberalismo silvestre y de la empresa privada. Lo público y lo político es para ellos, sin más, el poder. No hay relieves. No existe un territorio desde el que opera el poder clásico, el –ay– “poder burgués”. Tampoco hay intermedios socialistas o radicales. Son –como ninguna otra generación– “naturalmente peronistas”. Para el resto de las generaciones (incluidos los camporistas actuales) el peronismo siempre fue una opción existencial y traumática, un contacto telúrico con fantasmas de la historia, o como dijo en su último diálogo comprensivo al kirchnerismo el ex presidente Eduardo Duhalde: “nos une un río de sangre”. Los compañeros intermedios no se bañan en ese río. Son una forma cheta del silogismo de Favio: nunca hicimos política, siempre fuimos peronistas. Orden y progresismo. El peronismo es un partido de Estado y un partido de poder. Todos los demás son partidos de ideas. Esa podría ser su verdad 21. Peronismo como naturaleza, orden y Estado. Alfonso Prat Gay, Martín Sabatella o Fernando Iglesias son cólicos que no diluyen con nada su ideología y sus principios. Por eso Scioli es más peronista que el estudioso Mariotto: por su instinto voraz de poder, su piel liviana de mutaciones. El peronismo, así, como desentendimiento histórico resulta una identidad paradójica: no exige la responsabilidad de ser “explicada”. Es, a su modo, el recipiente donde la política está. Donde la “gestión” está. Ahora bien, la interna desatada con epicentro en la provincia de Buenos Aires iluminó a las fieras del lado kirchnerista, que se combinan en dos grupos: intendentes ultra kirchneristas incapaces de ampliar votos fuera de sus fronteras (Julio Pereyra, de Florencio Varela, como ejemplo) y políticos ultra K también sin votos (Aníbal Fernández, Boudou, Kunkel, Mariotto). ¿Cómo es posible decir “kirchnerismo sin votos” cuando la presidenta obtuvo hace menos de dos años el 54%? Claro, Cristina tiene votos e “intención de voto” pero construyó en el movimiento una singularidad: no hay kirchneristas “populares”. Al culto por los soldados y los cuadros, le falta la tarea de formar políticos. Es decir: intérpretes capaces de ser 100% lucha y, a la vez, relativamente autónomos para darle impronta propia y territorialidad al Relato. Los ejemplos fracasados son dos: Filmus y Rossi. Ni el porteño de Flacso ni el rosarino ex Frepaso pudieron significar algo más que una representación de maestranza del proyecto nacional. Se presentaron como eso: emisarios refinados de un liderazgo que eligió iluminarlos como un sol, pero jamás mostraron luz propia.
La Ideología. Economía de mayorías y política de minorías. El genio político del kirchnerismo combina dos cosas casi irreconciliables: su microclima ideológico (minoría intensa de la “batalla cultural”) y una política económica estable que permitió beneficios sociales para la población. Reforma y restauración. Una articulación fría entre la agenda de esa minoría ideológica y las razones burguesas y populares del voto. Por eso tiene en la cabecera políticos aguerridos sin votos, como Mariotto, Moreno o Sabatella, todos progresistas a su modo, incluso a su pesar. El kirchnerismo no construye “políticos”. Tiene figuras de palacio, consumidores de poder antes que productores de poder. Algunos baten su silogismo chocante sobre Scioli: “ir contra él es pedirle que sea nuestro candidato”. Duhalde dijo la verdad veintipico: el peronismo tiene un día de la lealtad y 364 días de la traición. La traición es un derecho humano. Pero todo indica que el vínculo Scioli–Kirchner no debería pensarse en torno a la idea de lealtad, como el peronismo del siglo XX, sino en los términos de una relación entre crédito y deuda, entre acreedor y deudor, un vínculo más de mercado que estatal. El gobernante peronista habría aprendido entonces, luego de su derrota frente al kirchnerismo financiero, que la soberanía hoy es una potestad del acreedor, no del príncipe. Y la corona de esta posición dominante es el encierro al que confinaron su porvenir cuando le “ofrecieron” ser gobernador de La Provincia. Una cárcel de cristal que de lejos se ve como suma de poder, pero de cerca resulta una prisión de máxima seguridad donde su futuro político permanece encapsulado. ¿Qué dice el mito? Que ningún gobernador de la provincia de Buenos Aires llega a presidente. Y por ahora se cumple. A no ser el atajo de Duhalde, presidente por vía institucional, que también vivió la condena al ostracismo de su jefe Menem y el precio de haber sido el representante del peronismo más feo, sucio y malo.
Scioli es una esperanza blanca, ergo, un hecho maldito. El kirchnerismo está lleno de ideólogos del Nacional Buenos Aires que odian a la clase media. Un juicio hecho sobre la base de lecturas de verano: la recuperación de Jauretche y todo su glosario del medio pelo. La clase media es el hecho maldito del país peronista. El kirchnerismo es un peronismo de clase media como ningún otro, de ahí que vivamos esta lucha de clases (medias). (Cristina es una biografía social de la movilidad ascendente, en el sentido más espectacular de la historia de la clase media).
Según Aníbal Fernández, el prototipo Scioli es el de un duhaldismo portador sano. Eso le debería bastar para ser columna vertebral o jinete sin cabeza, según los kirchneristas duros que se mantienen apegados a la economía de estos años pero a años luz de la “intensidad ideológica” del poder K. ¿Cuál es el “hecho maldito” de Scioli? Que cultiva intenciones de voto tanto dentro del electorado del FPV como fuera de él, y una imagen impermeable no solo a las operaciones recibidas sino a sus propios agujeros de gestión. Es decir: el voto social del kirchnerismo + el voto antikirchnerista de clase media y media alta. Tiene un pie de cada lado de la raya. Popular en las clases bajas, popular en las clases medias no progresistas, popular en los countries. Paradoja de la ideología intensa entonces, pero también, un hombre que cultiva una fantasía: Scioli aparece en la puerta de salida del kirchnerismo con su sonrisa blanquísima atrapa-todo, que incluye el punto utópico donde el peronismo se vuelve definitivamente ordenado (“es posible representar a todos”). Nunca el peronismo fue así: ni el primer Perón, ni Menem, ni Kirchner, ni Cristina, lograron cumplir esa fantasía de representación totalizadora y sin conflicto social. Apenas el fugaz “tercer Perón” (que ama Mariano Grondona) y Duhalde (un liderazgo por default) tuvieron esa impronta de gobierno para todos, sin romper la loza de la estructura. Si el peronismo es la representación política en todo tiempo y espacio, si el peronismo es la industria nacional de la energía eólica de los vientos mundiales, si el peronismo canta (como Prince) el signo de los tiempos, ay, si el peronismo muda de piel al menor costo social posible, si el peronismo, si el peronismo, si el peronismo… ¿Es posible heredar la estructura kirchnerista y no su superestructura? ¿Procrear sin 678? Scioli, un positivo enfermo, alienta que sí. Y no percibe, ni hace percibir, todos los “no” que esos eternos “sí” pueden tolerar.
El 13. La dura negociación salarial docente y la inundación trágica de La Plata crearon las condiciones ideales para ver a Daniel Osvaldo Scioli a trasluz, como se mira contra una lamparita una radiografía, y registrar su capacidad ósea, sus relaciones de fuerza, sus debilidades. El gobierno de este capricorniano es un gobierno a cielo abierto, con sus limitaciones y presupuestos magros, y un liderazgo político construido en la abstracción, casi a pesar de esa administración. Scioli sobrevuela su propia máquina. Vapor y gestión. Scioli preserva las cualidades de un apolítico, en el sentido común de un extraño entre pares, que mira la política como una economía del tiempo: no hablo, no es necesario que diga nada, se esperan hechos. Vieja bravata de la derecha peronista: las palabras son hembras, los hechos son machos; reescrita del modo más amable por un conservador básico cuya ideología gaseosa no admite señalizaciones. Es ya un lugar común distinguir este aspecto, pero es concluyente: la ubicación de las posiciones de derecha, en los liderazgos populares, tiende a afirmarse por sobre la negativa de esa identidad. Nadie dice “soy de derecha”. Ubica, en tal caso, en la ideología derecha/izquierda, el ordenamiento de un viejo mundo.
El Príncipe. Scioli es dueño de muchas cosas pero no es aún dueño de sí mismo. Adicto a las cámaras, tal como lo describen casi todos los que lo junan pero no lo militan. Y un hombre que habla a través de la imagen, según la descripción delicada de los que sí lo militan. Gobierna una provincia ingobernable, y eso –en parte, en una parte– le viene como anillo al dedo a quien hace de la imagen un mito, y le permite moverse como pez en el agua de la victimización. A Scioli lo votan pero Scioli nunca puede gobernar: es una inversión, un ahorro en votos, hasta el día que sea libre, libre del yugo del liderazgo vertical o libre de la provincia a la que lo mandaron a aprender artes y oficios y de la que no se sale intacto. Scioli siempre alquiló sus votos y victorias a los jefes peronistas de turno como un buen alumno que espera el boletín de calificaciones que lo hace pasar de grado. Pero también es distinto a una clase de político pragmático al que la adhesión a las “modas” se le pega al cuerpo. Scioli es como He-Man: el superhéroe que sale seco del agua, nada lo moja, ni siquiera sus propios fracasos. Difícil que un Aníbal Fernández o Julián Domínguez puedan volver a reinventarse después de su paso fanático por el kirchnerismo, por más que ya se hayan reinventado alguna vez. Pero su fascinación y apuesta a estar en los medios se corresponde paradójicamente con su decisión para salirse de libreto, domina su palabra como a nada: responde lo que quiere, nunca le importa la pregunta. Sus conocidas referencias a lo positivo, a la fuerza, sus apelaciones al accidente, son poco hiteras, no hacen nunca un zócalo como la gente. Paradoja. Un productor de radio sabe que con Lilita, con Kunkel, con Moyano, con Kirchner, con Chacho Álvarez, con Cavallo, se tenían y se tienen títulos. Scioli tiene la sonrisa de un Ruckauf (sin 1975).
Gandhi. Scioli, aún en su estado permanente de “no violencia”, significa una amenaza indisoluble para el kirchnerismo. Fue promesa y cumplimiento de votos (2003, 2007, 2009, 2011) tanto como ahora amenaza su posteridad (2015). De ahí que el actualizado dilema kirchnerista se organice -en parte- en cómo seguir haciendo propio a Scioli, siempre a su pesar y contra él. La voz ronca de Diana Conti le dice: “vos tenés votos propios pero no te los merecés y nosotros tenemos ideología y nos merecemos los tuyos”. En definitiva, Scioli es un conservador popular al que le “usan” su popularidad por “culpa” de su conservadurismo. Y es también un político posmoderno. Mientras que Néstor y Cristina aparecen como cuadros modernos capaces de construir hegemonía, Scioli es una figura protestante que no confronta, que aplica todos sus esfuerzos simbólicos en la palabra gestión (una palabra que la izquierda social abomina). Scioli no es El Príncipe, ni Gandhi. Hace de distraído en una guerra fría que lidera por el poder. Algo tan lógico en sus fines como insoportable en sus modos para el kirchnerismo. “Llegará por bueno.”
Scioli es igual a la Provincia. Horacio Cao reseña el “problema federal” en Le Monde Diplomatique y describe el peso de la provincia de Buenos Aires, sus dimensiones económicas, el tamaño de su administración pública. Dice que a una provincia que “tiene algo así como el 40% de la población y el producto nacional, es injusto que le corresponda solo el 20% de los recursos”, y a la vez confronta los magros resultados de recaudación tributaria de la ARBA en relación a Nación. “Entre el año 2003 y 2010, mientras los impuestos sobre la renta, las utilidades y las ganancias de capital que cobra la Nación se multiplicaron por cinco, el impuesto inmobiliario que cobra Buenos Aires apenas si se duplicó, a pesar del boom de la soja en el área rural y de la evolución del valor de las propiedades en el ámbito urbano.” Para un esquema federativo que asume la existencia de cada provincia por igual, no es fácil lidiar con este poder que aparece como “un Estado subnacional” cuyo desequilibrio hace que “para el gobierno nacional –ni qué decir para el resto de los gobernadores– contrarrestar el poder del gobernador de Buenos Aires sea un tema crucial”. Síntesis de Cao: “crecientemente cobra protagonismo un Estado provincial –Buenos Aires– que tiende a descompensar la vida político institucional de la federación, hasta el punto de constreñir su gobernabilidad. ¿Y cómo se frena su poder relativo? A partir de los desequilibrios estructurales del fisco bonaerense.” Gobernar Buenos Aires es como curar un cuerpo enfermo con aspirinas. Una gobernación de reducción de daños, cuya dependencia con la Nación es terminal. Una provincia que la Nación y el resto de las provincias necesitan tener bajo la raya. Y un político que la presidenta y el resto de los gobernadores (aspirantes menores) necesitan tener bajo la raya. Scioli es igual a su provincia.
La estructura. Desde que existe el kirchnerismo, existe la melancolía por un cierto orden. La absorción de la crisis, su regulación, la construcción de una nueva autoridad político-estatal a partir de 2003, sintonizó por derecha con la idea de un orden perdido, un orden que alguna vez tuvo la Argentina, aunque su remembranza tenga formas imprecisas. Hay sectores empresarios, de medios, del clero y del sindicalismo que extrañan las formas de un gobierno y una política que ayudaron a sepultar. Algo de eso se pudo ver en el entierro de Alfonsín, saludado como un león herbívoro que –según dicen– pasó su ex presidencia como un viejo adversario abrazando nuevos amigos, si uno se toma el trabajo de ver quiénes lo lloraron públicamente y qué habían hecho entre 1983 y 1989 (Magnetto o la Sociedad Rural Argentina, por ejemplo). Pero sobre esa fisura “melancólica”, por la cual se filtran los aromas armónicos de otra República Perdida, Scioli encarna pasado y futuro del kirchnerismo, y tiene un problema con el presente: es el gobernador del gran problema argentino. Esa provincia. Me dice un cuadro inteligente de la comunicación sciolista: “Daniel habla poco, lo hace sobre todo a través de las fotos y las imágenes, hay que ver la película”. Y me desafía: “¿dónde estuvo en 2008 y 2009 cuando Sabatella o Raimundi dudaban del proyecto y hacían listas paralelas?”. Scioli aceptó poner la caripela en la locura de las testimoniales. Aceptó perder, aceptó presidir el partido, aceptó a Mariotto. ¿Es leal o es obediente? ¿Cuál es la diferencia en la política contemporánea? Hay que ver la película completa, sí. Y repaso la última secuencia de fotos: De Narváez, Hugo Moyano, Facundo Moyano, Sergio Massa, y así, una lista de diversas figuras (algunas interesantes, otras horribles) que parecen conformar una constelación de rezagados del universo K, pero no todavía un sistema que haga visible qué dosis de continuidad y de ruptura podrían resultar en la eventual gestión de la herencia.
¿Scioli asegura una transición razonable también (o en parte) para la izquierda? ¿Asume todo lo “por izquierda” que esta década incorporó en su fórmula de gobernabilidad? Esa es la pregunta: ¿está atento al tono izquierdista de la gobernanza de estos años? Como lo llama el escritor Lucas Carrasco: Daniel Pimpinella, un adicto a la tele. Y vaya si no: basta hacer la prueba de mirar fotos e imágenes para ver que siempre aparece mirando de reojo a la cámara. Nunca aparece hablando. Su presencia -siempre condicionada por sus jefes peronistas- es una ausencia: está, pero no puede ser libre, ni autónomo, ni sí mismo; pero mira la cámara como si mirara a su verdadero jefe, a su verdadero YO. Hijo dilecto de Menem, protegido de Duhalde y ahijado conveniente del kirchnerismo: nació del amor y devino un “primo del interior” que se quedó a vivir en la Casa Justicialista para siempre por méritos propios. Scioli es necesario, es popular, y porta una estrella electoral casi imbatible. Lo cierto es que el kirchnerismo refunda un partido del orden y Scioli resulta una pieza decisiva ahí adentro. Escribió Diego Genoud en la revista Mdz: “Es difícil pensar que en 2015 el país gire 180 grados, entre otras cosas porque es el mundo de los commodities el que organiza nuestra ecuación. Y los sectores que pretenden un cambio radical, algo que no tenga nada de aroma a kirchnerismo, no son la mayoría. Por eso, Scioli puede ser. Porque es una figura central de la maquinaria kirchnerista pero no es un gobernador K: es Scioli, a secas. Porque en el kirchnerismo muchos lo desprecian, pero lo necesitan.” Mi amigo de la gestión, mi “Garganta” como dice Asís, es un rara avis, un comprensivo kirchnerista para los sciolistas y un paladar negro para los K. Se pregunta por el peronismo en todo esto. “¿Dónde está el peronismo?”. Es un reclamo razonable. Y desconcertante. ¿Qué tiene Cristina que hace desconocer su propio peronismo? ¿Por qué huele tan a Frepaso su gobierno? ¿Qué es esa batalla cultural que invirtió tanto los roles y las importancias? ¿Por qué Mocca o Palma son más que Randazzo? Y así.
Generación intermedia. Scioli pertenece a la generación intermedia junto a Massa, Macri, Urtubey. Son los hijos de la generación Cafiero: hijos deportistas, estudiantes de universidades privadas, delfines de negocios públicos, que portan el ADN de leones herbívoros, siempre cultores de vaticanos partidarios. Scioli y la generación intermedia son todos peronistas aunque hayan venido –o justamente por ello– del liberalismo silvestre y de la empresa privada. Lo público y lo político es para ellos, sin más, el poder. No hay relieves. No existe un territorio desde el que opera el poder clásico, el –ay– “poder burgués”. Tampoco hay intermedios socialistas o radicales. Son –como ninguna otra generación– “naturalmente peronistas”. Para el resto de las generaciones (incluidos los camporistas actuales) el peronismo siempre fue una opción existencial y traumática, un contacto telúrico con fantasmas de la historia, o como dijo en su último diálogo comprensivo al kirchnerismo el ex presidente Eduardo Duhalde: “nos une un río de sangre”. Los compañeros intermedios no se bañan en ese río. Son una forma cheta del silogismo de Favio: nunca hicimos política, siempre fuimos peronistas. Orden y progresismo. El peronismo es un partido de Estado y un partido de poder. Todos los demás son partidos de ideas. Esa podría ser su verdad 21. Peronismo como naturaleza, orden y Estado. Alfonso Prat Gay, Martín Sabatella o Fernando Iglesias son cólicos que no diluyen con nada su ideología y sus principios. Por eso Scioli es más peronista que el estudioso Mariotto: por su instinto voraz de poder, su piel liviana de mutaciones. El peronismo, así, como desentendimiento histórico resulta una identidad paradójica: no exige la responsabilidad de ser “explicada”. Es, a su modo, el recipiente donde la política está. Donde la “gestión” está. Ahora bien, la interna desatada con epicentro en la provincia de Buenos Aires iluminó a las fieras del lado kirchnerista, que se combinan en dos grupos: intendentes ultra kirchneristas incapaces de ampliar votos fuera de sus fronteras (Julio Pereyra, de Florencio Varela, como ejemplo) y políticos ultra K también sin votos (Aníbal Fernández, Boudou, Kunkel, Mariotto). ¿Cómo es posible decir “kirchnerismo sin votos” cuando la presidenta obtuvo hace menos de dos años el 54%? Claro, Cristina tiene votos e “intención de voto” pero construyó en el movimiento una singularidad: no hay kirchneristas “populares”. Al culto por los soldados y los cuadros, le falta la tarea de formar políticos. Es decir: intérpretes capaces de ser 100% lucha y, a la vez, relativamente autónomos para darle impronta propia y territorialidad al Relato. Los ejemplos fracasados son dos: Filmus y Rossi. Ni el porteño de Flacso ni el rosarino ex Frepaso pudieron significar algo más que una representación de maestranza del proyecto nacional. Se presentaron como eso: emisarios refinados de un liderazgo que eligió iluminarlos como un sol, pero jamás mostraron luz propia.
La Ideología. Economía de mayorías y política de minorías. El genio político del kirchnerismo combina dos cosas casi irreconciliables: su microclima ideológico (minoría intensa de la “batalla cultural”) y una política económica estable que permitió beneficios sociales para la población. Reforma y restauración. Una articulación fría entre la agenda de esa minoría ideológica y las razones burguesas y populares del voto. Por eso tiene en la cabecera políticos aguerridos sin votos, como Mariotto, Moreno o Sabatella, todos progresistas a su modo, incluso a su pesar. El kirchnerismo no construye “políticos”. Tiene figuras de palacio, consumidores de poder antes que productores de poder. Algunos baten su silogismo chocante sobre Scioli: “ir contra él es pedirle que sea nuestro candidato”. Duhalde dijo la verdad veintipico: el peronismo tiene un día de la lealtad y 364 días de la traición. La traición es un derecho humano. Pero todo indica que el vínculo Scioli–Kirchner no debería pensarse en torno a la idea de lealtad, como el peronismo del siglo XX, sino en los términos de una relación entre crédito y deuda, entre acreedor y deudor, un vínculo más de mercado que estatal. El gobernante peronista habría aprendido entonces, luego de su derrota frente al kirchnerismo financiero, que la soberanía hoy es una potestad del acreedor, no del príncipe. Y la corona de esta posición dominante es el encierro al que confinaron su porvenir cuando le “ofrecieron” ser gobernador de La Provincia. Una cárcel de cristal que de lejos se ve como suma de poder, pero de cerca resulta una prisión de máxima seguridad donde su futuro político permanece encapsulado. ¿Qué dice el mito? Que ningún gobernador de la provincia de Buenos Aires llega a presidente. Y por ahora se cumple. A no ser el atajo de Duhalde, presidente por vía institucional, que también vivió la condena al ostracismo de su jefe Menem y el precio de haber sido el representante del peronismo más feo, sucio y malo.
Scioli es una esperanza blanca, ergo, un hecho maldito. El kirchnerismo está lleno de ideólogos del Nacional Buenos Aires que odian a la clase media. Un juicio hecho sobre la base de lecturas de verano: la recuperación de Jauretche y todo su glosario del medio pelo. La clase media es el hecho maldito del país peronista. El kirchnerismo es un peronismo de clase media como ningún otro, de ahí que vivamos esta lucha de clases (medias). (Cristina es una biografía social de la movilidad ascendente, en el sentido más espectacular de la historia de la clase media).
Según Aníbal Fernández, el prototipo Scioli es el de un duhaldismo portador sano. Eso le debería bastar para ser columna vertebral o jinete sin cabeza, según los kirchneristas duros que se mantienen apegados a la economía de estos años pero a años luz de la “intensidad ideológica” del poder K. ¿Cuál es el “hecho maldito” de Scioli? Que cultiva intenciones de voto tanto dentro del electorado del FPV como fuera de él, y una imagen impermeable no solo a las operaciones recibidas sino a sus propios agujeros de gestión. Es decir: el voto social del kirchnerismo + el voto antikirchnerista de clase media y media alta. Tiene un pie de cada lado de la raya. Popular en las clases bajas, popular en las clases medias no progresistas, popular en los countries. Paradoja de la ideología intensa entonces, pero también, un hombre que cultiva una fantasía: Scioli aparece en la puerta de salida del kirchnerismo con su sonrisa blanquísima atrapa-todo, que incluye el punto utópico donde el peronismo se vuelve definitivamente ordenado (“es posible representar a todos”). Nunca el peronismo fue así: ni el primer Perón, ni Menem, ni Kirchner, ni Cristina, lograron cumplir esa fantasía de representación totalizadora y sin conflicto social. Apenas el fugaz “tercer Perón” (que ama Mariano Grondona) y Duhalde (un liderazgo por default) tuvieron esa impronta de gobierno para todos, sin romper la loza de la estructura. Si el peronismo es la representación política en todo tiempo y espacio, si el peronismo es la industria nacional de la energía eólica de los vientos mundiales, si el peronismo canta (como Prince) el signo de los tiempos, ay, si el peronismo muda de piel al menor costo social posible, si el peronismo, si el peronismo, si el peronismo… ¿Es posible heredar la estructura kirchnerista y no su superestructura? ¿Procrear sin 678? Scioli, un positivo enfermo, alienta que sí. Y no percibe, ni hace percibir, todos los “no” que esos eternos “sí” pueden tolerar.