Se necesita un índice de precios creíble y que el BCRA se comprometa con el combate a la inflación | Economía y política

En la Argentina, la inflación es un fenómeno reciente. Tras el previsible aumento de los precios por la devaluación del 300% en 2002 (y un pico de inflación del 10% en abril de ese año), en diciembre de 2002 la inflación ya era de apenas de 0,2%. En los 12 meses de febrero de 2003 a febrero de 2004 los precios subieron sólo 2,3%. Sin embargo, la inflación no paró de subir desde entonces: 6,1% a fin de 2004, 12,3% en 2005, así hasta el 25% actual –un número que, vale aclarar, sería aún mayor de no mediar los subsidios de tarifas que abaratan casi un tercio de la canasta de consumo–.
Las razones de este avance de la inflación (es decir, de este retroceso) fueron muchas y cambiantes. En orden de aparición: la esperable y bienvenida recuperación del salario real, la suba mundial de los precios de alimentos y energía, el crecimiento de la demanda por encima de la oferta. Y, por último, la capitulación: la expectativa de que la inflación continuará en los niveles actuales o mayores, que lleva a incorporar la inflación pasada en la fijación de precios, reproduciéndola –y validando– así las expectativas de más inflación.
Todo esto sazonado por una política monetaria expansiva (la tasa de interés del Banco Central estuvo por debajo de la inflación desde principios de 2003) y, en última instancia, autista (la palabra inflación fue censurada de los informes y presentaciones del Banco Central).
Precisamente es la inercia inflacionaria, que hoy explica la mayor parte del 25% esperado para el año, la que ofrece la más clara oportunidad de llevar la inflación nuevamente a niveles de un dígito con un mínimo costo para la economía real. Lo primero a tener en cuenta es que erosionar este núcleo duro de inflación inercial requiere un cuidadoso manejo de las expectativas que desarme el círculo vicioso mediante el cual, ante la falta de señales del Banco Central, los precios y salarios terminan fijándose en base a la inflación pasada.
Lo segundo a tener en cuenta es que el tipo de cambio ya no puede cumplir ese rol. El abuso del dólar barato como forma de contención de la inflación terminó poniendo el carro delante del caballo: generó rechazo por el peso, y gatilló un cepo comercial y cambiario que puso a la actividad económica como variable de ajuste de una inflación que de todos modos no baja.
Lo tercero a tener en cuenta es que hay un orden natural en los ingredientes de un plan antiinflacionario que nos devuelva la estabilidad de precios: no se pueden contener expectativas sin una pauta realista de inflación futura; ninguna pauta es realista sin políticas monetaria y fiscal consistentes con ella; ninguna política (o pauta) es relevante sin un índice de precios creíble que permita su seguimiento.
Para contar con un índice creíble es crucial recuperar el Indec, desandando el camino recorrido desde su intervención en 2007, y revisar el IPC, lo que involucra no sólo consideraciones metodológicas sino, fundamentalmente, legales y políticas. Por eso es más factible el lanzamiento de un nuevo IPC nacional, varias veces anunciado y cajoneado por el gobierno, soslayando el dilema de revisar para atrás el IPC actual (medido en el área metropolitana de Buenos Aires) que hoy subestima largamente el nivel de precios.
Para reconstruir la confianza en la política monetaria es preciso que el Banco Central deje de desentenderse del problema, y prepare un programa monetario que contenga pautas de inflación. No en el sentido de metas estrictas, hoy inaplicables, sino como compromiso a un rango realista que oriente los acuerdos salariales y la fijación de precios. Esto por sí sólo cambiaría radicalmente la manera en que los agentes económicos piensan y se protegen de la inflación.
En relación a la política fiscal, basta recordar que el Banco Central es hoy la fuente de financiamiento residual del sector público, tanto en dólares (con reservas) como en pesos (con emisión). El programa monetario debe ser consistente tanto con la pauta de inflación como con las necesidades presupuestarias del gobierno.
Una vez lanzado el nuevo IPC, y comunicadas la pauta de inflación y el programa monetario, no debería ser difícil coordinar precios y salarios alrededor de la pauta, evitando el costo en términos de nivel de actividad de una política de shock basada exclusivamente en agregados monetarios y suba de tasas. Particularmente, ahora que la desaceleración eliminó el exceso de demanda que aceleró la inflación a mediados de los 2000. Un esquema de pautas del tipo propuesto podría apuntar a una inflación de un dígito en dos o tres años.
Dejo para el final un aspecto que, por trivial, no deja de ser importante: ningún plan antiinflacionario tendrá éxito sin un compromiso político. Hasta aquí, la inflación ha sido funcional a un modelo de crédito subsidiado de la demanda, fundamentalmente de consumo, a expensas del ahorrista –de ahí, la agonía del peso como reserva de valor–. La inflación fue también plata dulce para el fisco, que diluyó deuda vieja y colocó deuda nueva (a través del Banco Central o en entidades públicas) a tasas reales negativas. Sólo nos quitaremos de encima la inflación si el Gobierno reconoce sus crecientes costos económicos y prescinde de estos beneficios fiscales. Diez años de inflación creciente deberían ser suficiente motivo.

Acerca de Nicolás Tereschuk (Escriba)

"Escriba" es Nicolás Tereschuk. Politólogo (UBA), Maestría en Sociologìa Económica (IDAES-UNSAM). Me interesa la política y la forma en que la política moldea lo económico (¿o era al revés?).

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