Por Manuel Mora Y Araujo
13/05/12 – 12:22
Si algo faltaba para hacer evidente que en el mundo soplan otros vientos, tenemos los resultados electorales en los países donde Europa votó la semana pasada –Francia, Grecia, Alemania–. Las ideas económicas que parecían indiscutibles en todo el planeta durante más de tres décadas, desde los tiempos de los gobiernos de Reagan y de Thatcher, pasan a la defensiva. Fueron ideas que el mundo entero había adoptado; las sostuvieron los sucesores no conservadores de aquellos gobernantes conservadores, Clinton y Blair, tanto como el socialismo español desde el liderazgo de Felipe González, casi todos los gobernantes en América latina, ganase el partido que ganase, muchos gobernantes en Africa y hasta en China y en Rusia. Algunos dirán que esas ideas condujeron a la crisis, otros no estarán de acuerdo; pero lo cierto es que esas ideas no previnieron la crisis y no alcanzaron para superarla.
La tendencia hoy dominante no confía en que la respuesta a los problemas actuales de este mundo siga siendo un Estado replegado, privatizaciones por doquier y una política de contención del gasto. Hoy se están ganando elecciones con propuestas de más Estado, más gasto y políticas económicas activas. El mundo del Consenso de Washington quedó atrás y entramos a tiempos de ningún consenso; por eso, un respetado comentarista inglés puede decir que el momento es crítico no porque los gobernantes no sepan qué hacer –porque eso sucede muchas veces– sino porque sus asesores no saben qué hacer. El mundo bipolar quedó atrás; por eso, un brillante comentarista norteamericano puede plantear que este no es ya ni siquiera el mundo del G8 o del G20 sino el mundo del G cero.
Las corrientes de ideas que sustentaron los enfoques dominantes en las décadas pasadas están llamadas a un reconsideración no sólo “táctica”, también “estratégica”. Esto es, requerirán un ajuste en el plano de la conexión entre las tradiciones de las ideas y los enfoques de política económica y –lo que es aun más crítico– las respuestas a las demandas sociales, que son las que se traducen en votos.
América latina, como no puede ser de otra manera, es parte de la ola. La Argentina no tiene nada de excepcional en ese aspecto. Según las encuestas de Latinobarómetro, en 2011 –al igual que en 2010–, en el promedio de las sociedades latinoamericanas un 36 por ciento de la población valora positivamente las privatizaciones; la Argentina se encuentra apenas un poco por debajo de ese promedio. La satisfacción con los servicios públicos privatizados en el promedio de la región alcanza el 31 por ciento. Hay más bien un consenso antiprivatista. La encuesta mundial de Global Adviser, de Ipsos, es contundente: en un índice de aceptación de la intervención del Estado en las decisiones de las empresas privadas (muestra de 24 países del mundo), donde el valor medio de la aceptación de la intervención gubernamental está ligeramente por debajo del valor 4 del índice, la Argentina alcanza 4,87, casi igual que Turquía y ¡por debajo de Brasil y México! España, Italia y Francia se encuentran algo más abajo, pero bastante por encima de los países donde todavía prevalece la confianza en el “mercado” –que son Japón, Corea del Sur, Suecia, Alemania y Estados Unidos–.
Está claro que la determinación con la que muchos votantes rechazan las políticas de ajuste no alcanza para tranquilizar a los inversores. Predomina la incertidumbre, no se sabe qué vendrá de aquí en adelante. Y en la política de muchos países predomina el desconcierto de quienes no aciertan a sintonizar con los votantes.
Si las ideas prevalecientes se orientan al estatismo y los gobernantes no las acompañan, es probable que sufran derrotas electorales. Y cuando los gobernantes se mueven en esa dirección, los opositores se sienten desarmados. Es el caso de la Argentina. Para hacer oposición no alcanza criticar las formas, el “estilo”, aceptando a la vez los contenidos básicos de las políticas públicas, porque para la mayoría de la gente los contenidos son más relevantes que las formas.
Tampoco alcanza reclamar prolijidad institucional: para la mayoría de los ciudadanos ese es un aspecto de las formas. Obviamente, menos aun alcanza ampararse en las viejas ideas; para la mayoría de los votantes eso huele a apoyar el viejo orden, el mundo que ya fue. El desafío de los opositores, en un país como la Argentina, es tratar de romper el equilibrio apuntando al plano de los contenidos de las políticas de gobierno. Y si los contenidos de las políticas del gobierno van en sintonía con la ola dominante en estos tiempos, no tiene sentido atacarlos; sólo queda descubrir nuevos contenidos atractivos, eso que en otros tiempos se llamaba “pensar el país”, y proponerlos. Este es uno de los déficits de la política argentina.
* Sociólogo. Profesor de la Universidad Torcuato Di Tella.
13/05/12 – 12:22
Si algo faltaba para hacer evidente que en el mundo soplan otros vientos, tenemos los resultados electorales en los países donde Europa votó la semana pasada –Francia, Grecia, Alemania–. Las ideas económicas que parecían indiscutibles en todo el planeta durante más de tres décadas, desde los tiempos de los gobiernos de Reagan y de Thatcher, pasan a la defensiva. Fueron ideas que el mundo entero había adoptado; las sostuvieron los sucesores no conservadores de aquellos gobernantes conservadores, Clinton y Blair, tanto como el socialismo español desde el liderazgo de Felipe González, casi todos los gobernantes en América latina, ganase el partido que ganase, muchos gobernantes en Africa y hasta en China y en Rusia. Algunos dirán que esas ideas condujeron a la crisis, otros no estarán de acuerdo; pero lo cierto es que esas ideas no previnieron la crisis y no alcanzaron para superarla.
La tendencia hoy dominante no confía en que la respuesta a los problemas actuales de este mundo siga siendo un Estado replegado, privatizaciones por doquier y una política de contención del gasto. Hoy se están ganando elecciones con propuestas de más Estado, más gasto y políticas económicas activas. El mundo del Consenso de Washington quedó atrás y entramos a tiempos de ningún consenso; por eso, un respetado comentarista inglés puede decir que el momento es crítico no porque los gobernantes no sepan qué hacer –porque eso sucede muchas veces– sino porque sus asesores no saben qué hacer. El mundo bipolar quedó atrás; por eso, un brillante comentarista norteamericano puede plantear que este no es ya ni siquiera el mundo del G8 o del G20 sino el mundo del G cero.
Las corrientes de ideas que sustentaron los enfoques dominantes en las décadas pasadas están llamadas a un reconsideración no sólo “táctica”, también “estratégica”. Esto es, requerirán un ajuste en el plano de la conexión entre las tradiciones de las ideas y los enfoques de política económica y –lo que es aun más crítico– las respuestas a las demandas sociales, que son las que se traducen en votos.
América latina, como no puede ser de otra manera, es parte de la ola. La Argentina no tiene nada de excepcional en ese aspecto. Según las encuestas de Latinobarómetro, en 2011 –al igual que en 2010–, en el promedio de las sociedades latinoamericanas un 36 por ciento de la población valora positivamente las privatizaciones; la Argentina se encuentra apenas un poco por debajo de ese promedio. La satisfacción con los servicios públicos privatizados en el promedio de la región alcanza el 31 por ciento. Hay más bien un consenso antiprivatista. La encuesta mundial de Global Adviser, de Ipsos, es contundente: en un índice de aceptación de la intervención del Estado en las decisiones de las empresas privadas (muestra de 24 países del mundo), donde el valor medio de la aceptación de la intervención gubernamental está ligeramente por debajo del valor 4 del índice, la Argentina alcanza 4,87, casi igual que Turquía y ¡por debajo de Brasil y México! España, Italia y Francia se encuentran algo más abajo, pero bastante por encima de los países donde todavía prevalece la confianza en el “mercado” –que son Japón, Corea del Sur, Suecia, Alemania y Estados Unidos–.
Está claro que la determinación con la que muchos votantes rechazan las políticas de ajuste no alcanza para tranquilizar a los inversores. Predomina la incertidumbre, no se sabe qué vendrá de aquí en adelante. Y en la política de muchos países predomina el desconcierto de quienes no aciertan a sintonizar con los votantes.
Si las ideas prevalecientes se orientan al estatismo y los gobernantes no las acompañan, es probable que sufran derrotas electorales. Y cuando los gobernantes se mueven en esa dirección, los opositores se sienten desarmados. Es el caso de la Argentina. Para hacer oposición no alcanza criticar las formas, el “estilo”, aceptando a la vez los contenidos básicos de las políticas públicas, porque para la mayoría de la gente los contenidos son más relevantes que las formas.
Tampoco alcanza reclamar prolijidad institucional: para la mayoría de los ciudadanos ese es un aspecto de las formas. Obviamente, menos aun alcanza ampararse en las viejas ideas; para la mayoría de los votantes eso huele a apoyar el viejo orden, el mundo que ya fue. El desafío de los opositores, en un país como la Argentina, es tratar de romper el equilibrio apuntando al plano de los contenidos de las políticas de gobierno. Y si los contenidos de las políticas del gobierno van en sintonía con la ola dominante en estos tiempos, no tiene sentido atacarlos; sólo queda descubrir nuevos contenidos atractivos, eso que en otros tiempos se llamaba “pensar el país”, y proponerlos. Este es uno de los déficits de la política argentina.
* Sociólogo. Profesor de la Universidad Torcuato Di Tella.