Fumaba mucho, bebía con gusto, usaba un sombrerito raro, mezcla de Humphrey Bogart e Indiana Jones. Había nacido en Texas, en 1928. Era antropólogo forense. Había participado de la identificación de los restos de Josef Mengele, y hecho lo propio con los de personas acribilladas en masacres generosas: Croacia, el Congo, mi país. Vino a Argentina por primera vez en 1984 y conoció a un estudiante de medicina —Morris Tidball-Binz—, a quien pidió ayuda para exhumar siete cuerpos de posibles desaparecidos. Tidball-Binz, para ayudarlo, le presentó a un puñado de estudiantes de antropología —Douglas Cairns, Mercedes Doretti, Patricia Bernardi, Luis Fondebrider—, a quienes el hombre explicó las condiciones del trabajo: deprimente, peligroso, sin paga. Los estudiantes dijeron que sí, lo acompañaron a hacer esas exhumaciones, aprendieron de él una profesión que, en un país que salía de una dictadura, muchos miraban con sospecha y, en 1987, formaron el Equipo Argentino de Antropología Forense. Desde entonces, el EAAF trabaja identificando restos de víctimas del terrorismo de Estado en Argentina y en más de treinta países. «La idea de usar la ciencia en el área de derechos humanos comenzó en Argentina. Los países europeos tienen ahora sus equipos. Pero los argentinos fueron pioneros», dijo de ellos, con orgullo, aquel hombre que fuera su maestro. Hace unos días, Patricia Bernardi me escribió desde Georgia diciendo que el 16 de mayo había muerto aquel hombre, el maestro de todos: Clyde Snow. En la página del Equipo puede leerse, desde entonces: «Familias de personas desaparecidas y asesinadas en conflictos alrededor del mundo encontraron en Snow la posibilidad de una investigación forense independiente, la identificación de los restos de sus seres queridos y el aporte de pruebas a la justicia”. Muere mucha gente. Y a veces muere un hombre indispensable.