En una nota publicada hace dos semanas en LA NACION , Jorge Fernández Díaz trazó, a modo de homenaje, un cautivante retrato del historiador marxista Eric Hobsbawm, recientemente fallecido. Relata el artículo su paso por la Argentina, adonde había llegado para participar de una investigación sobre marginalidad social. El trabajo culminó en un paraje perdido del Chaco entrevistando a un oscuro policía que había perseguido a Mate Cosido, un bandolero social de la década del 30. Esta historia le permitió a Hobsbawm confirmar en el terreno su tesis sobre los rebeldes primitivos, publicada a fines de los años 50 como una investigación preliminar.
Los rebeldes primitivos de Hobsbawm, dicho a grandes trazos, son individuos que no nacieron en la sociedad capitalista, no entienden las leyes que la rigen y no pueden controlarlas. Llegan como inmigrantes y su tragedia es la frustrada adaptación a la modernidad, con los traumas y comportamientos disruptivos que esa desintegración provoca. Hobsbawm hace una descripción de este tipo social y la despliega en casos particulares: bandoleros, mafiosos, movimientos milenaristas, turbas urbanas, sectas obreras.
Algunos rasgos clave atraviesan a todos los rebeldes primitivos: la importancia de los vínculos de sangre, el liderazgo personal, la violencia, el conflicto con la ley, la protesta contra la explotación, la inexistencia de programas e ideologías. Más allá de la magistral descripción, el hallazgo de Hobsbawm es haber descrito un fenómeno vigente, contemporáneo: las sociedades paralelas y conflictivas que genera el fracaso de la modernidad.
Cabe a cada país meditar sobre las versiones actuales de los rebeldes primitivos y plantearse qué hacer con ellas. El narcotráfico, la corrupción policial, las barras bravas, la trata de personas, el aventurerismo empresario, los movimientos armados irregulares, las mafias de todo tipo, son, en cierta forma, las nuevas modalidades que adquiere este fenómeno. Representan un desafío para el Estado y una muestra de las fisuras del cemento social. Los gobiernos consistentes implementan políticas para combatir esas patologías. Es una tarea de Sísifo, donde el esfuerzo no siempre guarda relación con los resultados, pero indispensable si se pretende retener la primacía del Estado sobre la sociedad.
En la Argentina los rebeldes primitivos, en formato moderno, se mueven con relativa libertad. Saben que es un país seguro y ligero de controles. A veces cae uno de ellos, como ocurrió esta semana con «Mi Sangre», sugestivo sobrenombre de un presunto líder del narcotráfico colombiano. Pero es la excepción que confirma la regla, y la detención sucede una vez que el sospechoso se benefició largamente de la ausencia de dispositivos de registro por parte de las fuerzas de seguridad.
Pero «Mi Sangre» no fluye con tanta facilidad si no existe el canal propicio. Las prácticas culturales anómalas determinan a la política y despejan el terreno. Por debajo de la ineficiencia del Estado argentino para combatir la descomposición social hay una larga historia de tolerancia e insensibilidad.
Agregaría a eso un factor más, acaso inadvertido y nuevo: se observa impostura y banalidad ante la corrupción, en ciertos medios y en mucha gente. Una complicidad, más o menos explícita, parece unirlos. ¿Será que necesitamos a los corruptos? ¿Será que roban pero hacen, que nos proveen de sustancias y emociones insustituibles, de oportunidades de trabajo y de protección? ¿O será que simplemente nos divierten y entretienen?
Lo que escribo no es una alucinación sino una reseña de la actualidad. Mauro Martín, jefe de la barra brava de Boca; Lázaro Báez, notorio prebendado del régimen, y «Mi Sangre», el sospechado de narcotráfico, se burlaron de los argentinos esta semana, con alta audiencia y aceptación. Posaron disfrazados, a modo de Tartufos: Mauro, para entrar como buen ciudadano a la cancha de River cuando lo tenía prohibido; Lázaro, para confesarnos que no es millonario a pesar de sus seis estancias, y el colombiano para hacernos creer que es una víctima de la persecución política, ocultando prontuario y pedidos de extradición. Identidades cambiadas, imposturas, falsedades ante las que nadie parece inmutarse.
Rebeldes primitivos eran los de antes. Algún oscuro ideal los movía, como mostró Hobsbawm. Los que motivan esta crónica, en cambio, son síntomas de una degradación naturalizada y complaciente. De un viejo cambalache que nos negamos a enfrentar.
© LA NACION.
Los rebeldes primitivos de Hobsbawm, dicho a grandes trazos, son individuos que no nacieron en la sociedad capitalista, no entienden las leyes que la rigen y no pueden controlarlas. Llegan como inmigrantes y su tragedia es la frustrada adaptación a la modernidad, con los traumas y comportamientos disruptivos que esa desintegración provoca. Hobsbawm hace una descripción de este tipo social y la despliega en casos particulares: bandoleros, mafiosos, movimientos milenaristas, turbas urbanas, sectas obreras.
Algunos rasgos clave atraviesan a todos los rebeldes primitivos: la importancia de los vínculos de sangre, el liderazgo personal, la violencia, el conflicto con la ley, la protesta contra la explotación, la inexistencia de programas e ideologías. Más allá de la magistral descripción, el hallazgo de Hobsbawm es haber descrito un fenómeno vigente, contemporáneo: las sociedades paralelas y conflictivas que genera el fracaso de la modernidad.
Cabe a cada país meditar sobre las versiones actuales de los rebeldes primitivos y plantearse qué hacer con ellas. El narcotráfico, la corrupción policial, las barras bravas, la trata de personas, el aventurerismo empresario, los movimientos armados irregulares, las mafias de todo tipo, son, en cierta forma, las nuevas modalidades que adquiere este fenómeno. Representan un desafío para el Estado y una muestra de las fisuras del cemento social. Los gobiernos consistentes implementan políticas para combatir esas patologías. Es una tarea de Sísifo, donde el esfuerzo no siempre guarda relación con los resultados, pero indispensable si se pretende retener la primacía del Estado sobre la sociedad.
En la Argentina los rebeldes primitivos, en formato moderno, se mueven con relativa libertad. Saben que es un país seguro y ligero de controles. A veces cae uno de ellos, como ocurrió esta semana con «Mi Sangre», sugestivo sobrenombre de un presunto líder del narcotráfico colombiano. Pero es la excepción que confirma la regla, y la detención sucede una vez que el sospechoso se benefició largamente de la ausencia de dispositivos de registro por parte de las fuerzas de seguridad.
Pero «Mi Sangre» no fluye con tanta facilidad si no existe el canal propicio. Las prácticas culturales anómalas determinan a la política y despejan el terreno. Por debajo de la ineficiencia del Estado argentino para combatir la descomposición social hay una larga historia de tolerancia e insensibilidad.
Agregaría a eso un factor más, acaso inadvertido y nuevo: se observa impostura y banalidad ante la corrupción, en ciertos medios y en mucha gente. Una complicidad, más o menos explícita, parece unirlos. ¿Será que necesitamos a los corruptos? ¿Será que roban pero hacen, que nos proveen de sustancias y emociones insustituibles, de oportunidades de trabajo y de protección? ¿O será que simplemente nos divierten y entretienen?
Lo que escribo no es una alucinación sino una reseña de la actualidad. Mauro Martín, jefe de la barra brava de Boca; Lázaro Báez, notorio prebendado del régimen, y «Mi Sangre», el sospechado de narcotráfico, se burlaron de los argentinos esta semana, con alta audiencia y aceptación. Posaron disfrazados, a modo de Tartufos: Mauro, para entrar como buen ciudadano a la cancha de River cuando lo tenía prohibido; Lázaro, para confesarnos que no es millonario a pesar de sus seis estancias, y el colombiano para hacernos creer que es una víctima de la persecución política, ocultando prontuario y pedidos de extradición. Identidades cambiadas, imposturas, falsedades ante las que nadie parece inmutarse.
Rebeldes primitivos eran los de antes. Algún oscuro ideal los movía, como mostró Hobsbawm. Los que motivan esta crónica, en cambio, son síntomas de una degradación naturalizada y complaciente. De un viejo cambalache que nos negamos a enfrentar.
© LA NACION.