El gobernador Sergio Urribarri viaja al interior de la provincia en el más chico de los helicópteros; lo usa para moverse por los pueblos. Foto: LA NACION / Mauro Rizzi
Echa una mirada rápida a las tres opciones que le exhibe «Sergito», su secretario, y enseguida dice que no con la cabeza. Después de una gira extenuante, que lo llevó por cuatro pueblos del interior de la provincia, Sergio Urribarri viaja en helicóptero de regreso a Paraná, desde donde partirá de urgencia hacia la Casa Rosada. Antes de abordar la nave, descargó en «Lili», su directora de Subsidios, las decenas de cartas que le dieron los vecinos y le recordó a «Jano», su fotógrafo, que subiera a Facebook las fotos de la recorrida. Pero le queda una cuestión por resolver. Entonces se calza los auriculares y el micrófono que usan para comunicarse dentro de la cabina y da la última indicación del día: «Pedile a la Negra que me lleve una corbata al aeropuerto -le dice a Sergito, que todavía le ofrece, con el brazo extendido, las tres que tenía guardadas para una emergencia como ésta-. Ésas son anchas y yo uso de las finitas».
Cuando restan sólo días para las elecciones, el gobernador de Entre Ríos no se permite descuidar ni el más mínimo detalle. Busca superar el triunfo claro que obtuvo en las PASO y transformarlo en una victoria arrasadora. Es su única chance para posicionarse en una carrera en la que todavía no tiene un lugar asegurado: la carrera por suceder a Cristina Kirchner. Con ese objetivo, se puso al frente de la campaña y hasta encontró un truco para colar su nombre en la boleta: es candidato suplente a senador. Cuenta con el respaldo del gobierno nacional, que lo auxilia con obras y visitas frecuentes de funcionarios. Sin posibilidad de una nueva reelección y atado a la suerte de la Presidenta, Urribarri hace su parte, con el arrojo y el optimismo de los jugadores audaces. Es la expresión de una de las tres herencias que marcan su vida política.
La Negra cumple con el pedido que le transmite Sergito y, minutos antes de las 19, el gobernador entra en la Casa Rosada con una corbata gris, bien finita, como las que se usan ahora. Lo compruebo una hora después cuando, desde Paraná, veo por televisión que escolta al canciller Héctor Timerman en una denuncia contra la ex Botnia. La Negra es Analía Aguilera, la esposa de Urribarri desde hace 33 años y la madre de sus cinco hijos, todos varones.
El viaje relámpago a Buenos Aires es una estación improvisada en una semana con ritmo vertiginoso. La Marca Personal empieza con un primer vuelo en helicóptero, el medio preferido de Urribarri para moverse en la provincia. Usa dos, pero el más grande se lo prestó a Amado Boudou, para una visita a Córdoba. Es la primera vez que veo en acción al «Pato». Ese apodo, producto de la leve «chuequera» de sus piernas, es uno de los pocos datos que conoce el gran público de este gobernador, un dirigente que salió de la nada y se empecina en volar alto. Nació y vivió hasta los 18 años en Arroyo Barú, un pueblo rural de 300 habitantes. Se crió en la estación de trenes, de la que su padre era encargado. No tenía luz eléctrica y el único baño estaba en un cuartito fuera de la casa, del otro lado de un patio. Hoy, con 55 años y más de 25 de carrera, no se conforma con ser el hombre más poderoso de la provincia.
Ese perfil de pueblerino que llegó a la cima, esa combinación de trato campechano y look sofisticado, es lo primero que descubro cuando sobrevolamos Aldea Brasilera, un pueblo de 1500 habitantes, adonde va a inaugurar un colegio. «¡No, boludo, mirá qué linda quedó la escuela!», señala desde el aire. Por la manga de su traje azul Armani, de pantalones achupinados, asoma un reloj deportivo. Es un Tudor, la segunda marca de Rolex. «Mirá lo que es el pueblo y mirá lo que es la escuela», insiste. El edificio ocupa toda una manzana y se destaca entre un puñado de casas bajas. Desde el cielo, el pueblo parece una mancha gris en el tapiz de verdes que forman las distintas siembras de los campos circundantes.
Apenas baja del helicóptero, El Pato sube a uno de los autos oficiales. El vehículo debe bajar la velocidad unos metros adelante, cuando se cruza con una caravana de seis coches. La encabeza un camión de bomberos y la cierra una ambulancia. De pronto, el gobernador se baja del auto y de un salto se sube en el estribo de la autobomba, que avanza por las calles de tierra haciendo sonar su sirena. «¿Qué le vamos a hacer? Es el gobernador que tenemos. Le encanta el bochinche», me comenta resignado Sebastián, uno de sus secretarios, que corre para alcanzar a su jefe. Lo sigo como puedo. Esa mañana, Urribarri hizo 200 abdominales, 100 lagartijas y 50 minutos de bicicleta. No hay día en que no tome Total Magnesiano.
En pocos segundos, el pueblo se convulsiona. Los vecinos se asoman a la puerta para saludar el paso del Pato. En las escalinatas de la escuela lo esperan unas 200 personas. Antes del acto, el gobernador se mezcla entre la gente y empieza una rutina que se repetirá en cada lugar que visitamos. Es la rutina de las mil fotos.
«¡Ooooh, queridoooo! ¿Cómo te va, tanto tiempo?», dice, a los gritos, y se abraza fuerte con un hombre de barba que lo felicita por el nacimiento reciente de Renata, su cuarto nieto. El primer flash opera como una señal de largada para el resto de los vecinos, que se lanza a una batalla cuerpo a cuerpo para fotografiarse con el gobernador. Él se inclina hacia un costado para posar cabeza con cabeza con una anciana que asegura tener 90 años. «Ni una cana», la carga él, agarrándole un mechón del pelo, de un chocolate recién pintado. Casi sin moverse del lugar, se pone en cuclillas y hace trompita con la boca para la foto con un grupo de chicos. Gira sobre su eje y alza los codos para abrazar a dos maestras, de guardapolvo blanco. Parece flotar encantado en ese mar de gente. Pero siempre está atento al lente de Jano Colcerniani, infaltable en las recorridas. Con un peinado roquero y desprolijo que lo asemeja al ex árbitro de fútbol Luis Oliveto, el fotógrafo dispara sin pausa y aporta sin quererlo cierto orden a la correntada. Al final del día sube todas las fotos a Facebook.
El elenco estable de la comitiva lo completan Sergito Cornejo, que se las arregla para que al gobernador nunca le falte un mate; Lili Rodríguez, dotada de una carpeta con funda de cuero donde registra todos los pedidos, y el equipo de prensa de la gobernación. De regreso al helicóptero, Urribarri, que había llegado prolijísimo, luce por primera vez desaliñado. No se hace cargo de su gusto por la ropa de marca. «Me compra todo La Negra», me dice. Una mujer al natural, sin cirugías, su esposa es la primera persona a la que llama El Pato tras cada reunión importante. Se casaron el 17 de octubre de 1980, en una ceremonia que pareció más un acto político en la clandestinidad que un ágape familiar. Ella ya estaba embarazada de Damián.
El romance de Urribarri con su gente continúa arriba del escenario montado en el gimnasio del colegio. Apenas le dan la palabra, se ríe de su baja estatura, un recurso al que acude seguido para ganarse el favor del público. Dice que el intendente es un «petiso agrandado», pero que le gusta visitarlo porque es el único dirigente al que él, con un metro con 68 centímetros, puede mirar desde arriba. Buena parte de su discurso la usa para darse chapa de su cercanía con la Casa Rosada. Precisa que a las 12.21 recibió en su celular un mensaje de uno de los secretarios de la Presidenta y detalla que la noche anterior habló con «Carlitos» Zannini . Califica al de Cristina Kirchner como el mejor gobierno de la «democracia moderna».
Repite lo mismo dos días después en un pequeño local de San Salvador, un pueblo de 15.000 habitantes en el que entrega 20 viviendas sociales y anuncia una licitación por otras 40. Dice que las próximas elecciones son las más importantes desde 1983 y exige un compromiso absoluto con el proyecto. «Tiene que haber un castigo para los que boludeen en este momento», sostiene, y cierra con lo máximo que se permite decir en público sobre sus aspiraciones: «Dios y la Presidenta dirán dónde estará cada uno en 2015».
Su apuesta a convertirse en el sucesor de Cristina Kirchner es la búsqueda de la tercera herencia de su vida política. La anterior la recibió de Jorge Busti, el caudillo peronista que en 2007 lo eligió para sucederlo en la gobernación y que poco tiempo después se convirtió en su máximo enemigo. Urribarri se ganó su confianza con la misma lealtad que hoy le ofrenda a la Presidenta. Empezó su carrera a los 28 años, como intendente en General Campos, un pueblo vecino de Arroyo Barú, cuando todavía estudiaba Economía. Después de presidir la Cámara de Diputados, entre 2003 y 2007 fue ministro de Gobierno de Busti. La relación terminó de quebrarse en el conflicto del campo, cuando Urribarri jugó fuerte en respaldo al gobierno nacional. La apuesta le costó un escrache en su casa y una derrota en las elecciones de 2009. Pero le garantizó un lugar en el universo kirchnerista. Se hizo conocido en ese mundo en el acto que se hizo frente al Congreso, en paralelo al que organizó la Mesa de Enlace en el Rosedal. «Ese día Scioli dio un discurso light y yo hablé desde las entrañas», recuerda El Pato.
La primera de las tres herencias la recibió de su padre, Jorge Urribarri, que presidió la junta comunal de Arroyo Barú en 1973. De él heredó su identidad peronista, pero también su instinto para las apuestas audaces. El viejo Urribarri les dio a sus hijos un curso acelerado de roce y picardía. De chico, los mandaba a levantar quiniela en las aldeas cercanas. Con diez años, el pequeño Sergio fue el único testigo de una jugada que recuerda como una hazaña. En una partida de naipes de madrugada, su padre ganó el dinero con el que compró un equipo de energía eléctrica y el primer televisor de la familia. Le hizo jurar al Pato que nunca le revelaría a su madre el origen de los fondos. Esa misma relación de confianza es la que el gobernador intenta mantener con sus hijos, a los que considera sus «mejores amigos». Compruebo que hay algo de eso la última noche, cuando participo de una cena en la residencia que tiene en Paraná. Urribarri me recibe con un delantal de cocina y prepara con sus propias manos un dorado despinado que adoba con limón. No deja que nadie meta mano en la parrilla, ni siquiera Mauro y Bruno, dos de sus hijos.
Después del acto en San Salvador, Urribarri visita Arroyo Barú. Lo recibe el director del hospital, que no es otro que el intendente Guillermo Urribarri, hermano del gobernador. Primero dan una vuelta por la cancha de fútbol, donde El Pato comenzó su carrera como futbolista. Jugaba de tres y soñaba con llegar a la selección. Pero, a diferencia de su hijo Bruno, que juega en Colón, tuvo un paso sin gloria por la liga de Concordia. Debió abandonar después de una suspensión de cinco fechas por juego brusco. «Uno se me iba y lo levanté por el aire», recuerda entre risas. Mientras todo el pueblo duerme la siesta, van con su hermano al centro de jubilados para un partido de bochas. El Pato manda a Sergito a buscar un par de alpargatas blancas que siempre lleva en el baúl del auto. Enfrentan al ministro de Salud, Hugo Cettour, y a un empleado de «Guillo». Después de dos días de recorridas, creo descubrir a un Urribarri al natural, que baja la guardia y se divierte como un chico.
«Dale, tirá, cara de verga», lo apura al ministro de Salud, un supuesto jugador inexperto que se las arregla para tomar la delantera. «Sergito, andá preparando el decreto de renuncia», le dice en broma a su secretario, para meterle presión al ministro. Los hermanos consiguen dar vuelta el resultado con un tiro de potencia del Pato y con varias jugadas de precisión de Guillermo. Con la victoria en el bolsillo, el gobernador mantiene abierta la disputa con su funcionario. «Tenemos ministro de Salud? hasta el próximo partido de bochas», dice, y todos se ríen.
Camino al helicóptero, Guillermo me dice que la victoria de recién no es casualidad, que conoce al Pato mejor que nadie y que siempre consigue todo lo que se propone. Unos segundos más tarde, la nave levanta vuelo y Arroyo Barú se ve cada vez más pequeño. El Pato se acomoda en la butaca y se coloca sobre los ojos una almohadilla para dormir. A la hora de soñar, prefiere volar bien alto.
Inauguraciones, abrazos y cientos de fotos Hora 30. Urribarri juega a las bochas en el centro de jubilados de Arroyo Barú, su pueblo natal. Foto: LA NACION / Mauro Rizzi Hora 95. En la residencia del gobernador, en Paraná, Urribarri hace un asado para dos de sus hijos y una decena de colaboradores. Foto: LA NACION / Mauro Rizzi Hora 6. Urribarri posa para la foto con un sombrero típico en Aldea Brasilera, una localidad de descendientes de alemanes. Foto: LA NACION / Mauro Rizzi
Echa una mirada rápida a las tres opciones que le exhibe «Sergito», su secretario, y enseguida dice que no con la cabeza. Después de una gira extenuante, que lo llevó por cuatro pueblos del interior de la provincia, Sergio Urribarri viaja en helicóptero de regreso a Paraná, desde donde partirá de urgencia hacia la Casa Rosada. Antes de abordar la nave, descargó en «Lili», su directora de Subsidios, las decenas de cartas que le dieron los vecinos y le recordó a «Jano», su fotógrafo, que subiera a Facebook las fotos de la recorrida. Pero le queda una cuestión por resolver. Entonces se calza los auriculares y el micrófono que usan para comunicarse dentro de la cabina y da la última indicación del día: «Pedile a la Negra que me lleve una corbata al aeropuerto -le dice a Sergito, que todavía le ofrece, con el brazo extendido, las tres que tenía guardadas para una emergencia como ésta-. Ésas son anchas y yo uso de las finitas».
Cuando restan sólo días para las elecciones, el gobernador de Entre Ríos no se permite descuidar ni el más mínimo detalle. Busca superar el triunfo claro que obtuvo en las PASO y transformarlo en una victoria arrasadora. Es su única chance para posicionarse en una carrera en la que todavía no tiene un lugar asegurado: la carrera por suceder a Cristina Kirchner. Con ese objetivo, se puso al frente de la campaña y hasta encontró un truco para colar su nombre en la boleta: es candidato suplente a senador. Cuenta con el respaldo del gobierno nacional, que lo auxilia con obras y visitas frecuentes de funcionarios. Sin posibilidad de una nueva reelección y atado a la suerte de la Presidenta, Urribarri hace su parte, con el arrojo y el optimismo de los jugadores audaces. Es la expresión de una de las tres herencias que marcan su vida política.
La Negra cumple con el pedido que le transmite Sergito y, minutos antes de las 19, el gobernador entra en la Casa Rosada con una corbata gris, bien finita, como las que se usan ahora. Lo compruebo una hora después cuando, desde Paraná, veo por televisión que escolta al canciller Héctor Timerman en una denuncia contra la ex Botnia. La Negra es Analía Aguilera, la esposa de Urribarri desde hace 33 años y la madre de sus cinco hijos, todos varones.
El viaje relámpago a Buenos Aires es una estación improvisada en una semana con ritmo vertiginoso. La Marca Personal empieza con un primer vuelo en helicóptero, el medio preferido de Urribarri para moverse en la provincia. Usa dos, pero el más grande se lo prestó a Amado Boudou, para una visita a Córdoba. Es la primera vez que veo en acción al «Pato». Ese apodo, producto de la leve «chuequera» de sus piernas, es uno de los pocos datos que conoce el gran público de este gobernador, un dirigente que salió de la nada y se empecina en volar alto. Nació y vivió hasta los 18 años en Arroyo Barú, un pueblo rural de 300 habitantes. Se crió en la estación de trenes, de la que su padre era encargado. No tenía luz eléctrica y el único baño estaba en un cuartito fuera de la casa, del otro lado de un patio. Hoy, con 55 años y más de 25 de carrera, no se conforma con ser el hombre más poderoso de la provincia.
Ese perfil de pueblerino que llegó a la cima, esa combinación de trato campechano y look sofisticado, es lo primero que descubro cuando sobrevolamos Aldea Brasilera, un pueblo de 1500 habitantes, adonde va a inaugurar un colegio. «¡No, boludo, mirá qué linda quedó la escuela!», señala desde el aire. Por la manga de su traje azul Armani, de pantalones achupinados, asoma un reloj deportivo. Es un Tudor, la segunda marca de Rolex. «Mirá lo que es el pueblo y mirá lo que es la escuela», insiste. El edificio ocupa toda una manzana y se destaca entre un puñado de casas bajas. Desde el cielo, el pueblo parece una mancha gris en el tapiz de verdes que forman las distintas siembras de los campos circundantes.
Apenas baja del helicóptero, El Pato sube a uno de los autos oficiales. El vehículo debe bajar la velocidad unos metros adelante, cuando se cruza con una caravana de seis coches. La encabeza un camión de bomberos y la cierra una ambulancia. De pronto, el gobernador se baja del auto y de un salto se sube en el estribo de la autobomba, que avanza por las calles de tierra haciendo sonar su sirena. «¿Qué le vamos a hacer? Es el gobernador que tenemos. Le encanta el bochinche», me comenta resignado Sebastián, uno de sus secretarios, que corre para alcanzar a su jefe. Lo sigo como puedo. Esa mañana, Urribarri hizo 200 abdominales, 100 lagartijas y 50 minutos de bicicleta. No hay día en que no tome Total Magnesiano.
En pocos segundos, el pueblo se convulsiona. Los vecinos se asoman a la puerta para saludar el paso del Pato. En las escalinatas de la escuela lo esperan unas 200 personas. Antes del acto, el gobernador se mezcla entre la gente y empieza una rutina que se repetirá en cada lugar que visitamos. Es la rutina de las mil fotos.
«¡Ooooh, queridoooo! ¿Cómo te va, tanto tiempo?», dice, a los gritos, y se abraza fuerte con un hombre de barba que lo felicita por el nacimiento reciente de Renata, su cuarto nieto. El primer flash opera como una señal de largada para el resto de los vecinos, que se lanza a una batalla cuerpo a cuerpo para fotografiarse con el gobernador. Él se inclina hacia un costado para posar cabeza con cabeza con una anciana que asegura tener 90 años. «Ni una cana», la carga él, agarrándole un mechón del pelo, de un chocolate recién pintado. Casi sin moverse del lugar, se pone en cuclillas y hace trompita con la boca para la foto con un grupo de chicos. Gira sobre su eje y alza los codos para abrazar a dos maestras, de guardapolvo blanco. Parece flotar encantado en ese mar de gente. Pero siempre está atento al lente de Jano Colcerniani, infaltable en las recorridas. Con un peinado roquero y desprolijo que lo asemeja al ex árbitro de fútbol Luis Oliveto, el fotógrafo dispara sin pausa y aporta sin quererlo cierto orden a la correntada. Al final del día sube todas las fotos a Facebook.
El elenco estable de la comitiva lo completan Sergito Cornejo, que se las arregla para que al gobernador nunca le falte un mate; Lili Rodríguez, dotada de una carpeta con funda de cuero donde registra todos los pedidos, y el equipo de prensa de la gobernación. De regreso al helicóptero, Urribarri, que había llegado prolijísimo, luce por primera vez desaliñado. No se hace cargo de su gusto por la ropa de marca. «Me compra todo La Negra», me dice. Una mujer al natural, sin cirugías, su esposa es la primera persona a la que llama El Pato tras cada reunión importante. Se casaron el 17 de octubre de 1980, en una ceremonia que pareció más un acto político en la clandestinidad que un ágape familiar. Ella ya estaba embarazada de Damián.
El romance de Urribarri con su gente continúa arriba del escenario montado en el gimnasio del colegio. Apenas le dan la palabra, se ríe de su baja estatura, un recurso al que acude seguido para ganarse el favor del público. Dice que el intendente es un «petiso agrandado», pero que le gusta visitarlo porque es el único dirigente al que él, con un metro con 68 centímetros, puede mirar desde arriba. Buena parte de su discurso la usa para darse chapa de su cercanía con la Casa Rosada. Precisa que a las 12.21 recibió en su celular un mensaje de uno de los secretarios de la Presidenta y detalla que la noche anterior habló con «Carlitos» Zannini . Califica al de Cristina Kirchner como el mejor gobierno de la «democracia moderna».
Repite lo mismo dos días después en un pequeño local de San Salvador, un pueblo de 15.000 habitantes en el que entrega 20 viviendas sociales y anuncia una licitación por otras 40. Dice que las próximas elecciones son las más importantes desde 1983 y exige un compromiso absoluto con el proyecto. «Tiene que haber un castigo para los que boludeen en este momento», sostiene, y cierra con lo máximo que se permite decir en público sobre sus aspiraciones: «Dios y la Presidenta dirán dónde estará cada uno en 2015».
Su apuesta a convertirse en el sucesor de Cristina Kirchner es la búsqueda de la tercera herencia de su vida política. La anterior la recibió de Jorge Busti, el caudillo peronista que en 2007 lo eligió para sucederlo en la gobernación y que poco tiempo después se convirtió en su máximo enemigo. Urribarri se ganó su confianza con la misma lealtad que hoy le ofrenda a la Presidenta. Empezó su carrera a los 28 años, como intendente en General Campos, un pueblo vecino de Arroyo Barú, cuando todavía estudiaba Economía. Después de presidir la Cámara de Diputados, entre 2003 y 2007 fue ministro de Gobierno de Busti. La relación terminó de quebrarse en el conflicto del campo, cuando Urribarri jugó fuerte en respaldo al gobierno nacional. La apuesta le costó un escrache en su casa y una derrota en las elecciones de 2009. Pero le garantizó un lugar en el universo kirchnerista. Se hizo conocido en ese mundo en el acto que se hizo frente al Congreso, en paralelo al que organizó la Mesa de Enlace en el Rosedal. «Ese día Scioli dio un discurso light y yo hablé desde las entrañas», recuerda El Pato.
La primera de las tres herencias la recibió de su padre, Jorge Urribarri, que presidió la junta comunal de Arroyo Barú en 1973. De él heredó su identidad peronista, pero también su instinto para las apuestas audaces. El viejo Urribarri les dio a sus hijos un curso acelerado de roce y picardía. De chico, los mandaba a levantar quiniela en las aldeas cercanas. Con diez años, el pequeño Sergio fue el único testigo de una jugada que recuerda como una hazaña. En una partida de naipes de madrugada, su padre ganó el dinero con el que compró un equipo de energía eléctrica y el primer televisor de la familia. Le hizo jurar al Pato que nunca le revelaría a su madre el origen de los fondos. Esa misma relación de confianza es la que el gobernador intenta mantener con sus hijos, a los que considera sus «mejores amigos». Compruebo que hay algo de eso la última noche, cuando participo de una cena en la residencia que tiene en Paraná. Urribarri me recibe con un delantal de cocina y prepara con sus propias manos un dorado despinado que adoba con limón. No deja que nadie meta mano en la parrilla, ni siquiera Mauro y Bruno, dos de sus hijos.
Después del acto en San Salvador, Urribarri visita Arroyo Barú. Lo recibe el director del hospital, que no es otro que el intendente Guillermo Urribarri, hermano del gobernador. Primero dan una vuelta por la cancha de fútbol, donde El Pato comenzó su carrera como futbolista. Jugaba de tres y soñaba con llegar a la selección. Pero, a diferencia de su hijo Bruno, que juega en Colón, tuvo un paso sin gloria por la liga de Concordia. Debió abandonar después de una suspensión de cinco fechas por juego brusco. «Uno se me iba y lo levanté por el aire», recuerda entre risas. Mientras todo el pueblo duerme la siesta, van con su hermano al centro de jubilados para un partido de bochas. El Pato manda a Sergito a buscar un par de alpargatas blancas que siempre lleva en el baúl del auto. Enfrentan al ministro de Salud, Hugo Cettour, y a un empleado de «Guillo». Después de dos días de recorridas, creo descubrir a un Urribarri al natural, que baja la guardia y se divierte como un chico.
«Dale, tirá, cara de verga», lo apura al ministro de Salud, un supuesto jugador inexperto que se las arregla para tomar la delantera. «Sergito, andá preparando el decreto de renuncia», le dice en broma a su secretario, para meterle presión al ministro. Los hermanos consiguen dar vuelta el resultado con un tiro de potencia del Pato y con varias jugadas de precisión de Guillermo. Con la victoria en el bolsillo, el gobernador mantiene abierta la disputa con su funcionario. «Tenemos ministro de Salud? hasta el próximo partido de bochas», dice, y todos se ríen.
Camino al helicóptero, Guillermo me dice que la victoria de recién no es casualidad, que conoce al Pato mejor que nadie y que siempre consigue todo lo que se propone. Unos segundos más tarde, la nave levanta vuelo y Arroyo Barú se ve cada vez más pequeño. El Pato se acomoda en la butaca y se coloca sobre los ojos una almohadilla para dormir. A la hora de soñar, prefiere volar bien alto.
Inauguraciones, abrazos y cientos de fotos Hora 30. Urribarri juega a las bochas en el centro de jubilados de Arroyo Barú, su pueblo natal. Foto: LA NACION / Mauro Rizzi Hora 95. En la residencia del gobernador, en Paraná, Urribarri hace un asado para dos de sus hijos y una decena de colaboradores. Foto: LA NACION / Mauro Rizzi Hora 6. Urribarri posa para la foto con un sombrero típico en Aldea Brasilera, una localidad de descendientes de alemanes. Foto: LA NACION / Mauro Rizzi