Pocos años atrás cuando el Eurosur se desangraba con la crisis en cadena de Grecia, Portugal o España sometidas a una receta de austeridad implacable, observadores sistémicos insospechados como George Soros señalaban una distorsión significativa en la etapa. Consistía en que la soberanía de los Estados, ese orden establecido que Maquiavelo definía como el que se ejerce sobre la población, era relativizado por una superestructura corporativa que ignoraba límites e instituciones y por lo tanto achicaba el sentido de la democracia y la República. Dejaba de existir así un ejercicio del mando como tal, legitimado. El resultado era la imposición a los gobiernos de leyes o reglas que desconocían divisiones de poderes o equilibrios básicos para que las cosas realmente funcionen.
El caso actual, a partir de la victoria de Donald Trump y la orientación que expone su futuro gabinete, sería una etapa superior de aquella alteración. Ya no se trata de una superestructura sobre el poder sino la estructura misma en el poder. La presencia más conmocionante en ese equipo, que confirma este supuesto, es el del canciller Rex Tillerson, el ceo de Exxon. Su promocionada cercanía con el autócrata ruso Vladimir Putin, que coincide con los afectos del futuro presidente, es resultado de los intereses corporativos que rigieron su gerencia en la petrolera. El conflicto surge porque también estos intereses le darán identidad a su responsabilidad ministerial. No parece haber, sin embargo, preocupación en esos niveles por semejante confusión de lineas. La diferenciación elemental de la cosa publica y la cosa privada que, como el mismo florentino marcaba, es el legado del derecho romano y el deslinde de las potestades del imperio del Estado sobre los individuos, se diluye en un espectacular retroceso. Como la historia es circular, lo que estamos viendo es el regreso activo de la noción polvorienta de una forma de aristocracia. El Estado, con las instituciones que lo integran, pasa a ser controlado por una clase directorial, que poseerá y controlara los medios de producción, lo suficiente para instituirse como clase dominante. Es decir una minoría que controla a un mismo tiempo el poder político y los bienes de la producción del país.
Es un camino peligroso. Aún en un mundo con un alto nivel de cinismo y levedad no tendrían que ser solo palabras que el Estado, lo que está, inmóvil, establecido, debería ser la expresión máxima de la conciencia ética. De no serlo, inevitablemente se depredará. La civilización humana tiende a ir hacia adelante. Toda la estructura que ha montado este notable personaje de la época desde su impactante victoria en las elecciones de noviembre, altera esa visión y vuelve rudimentario el sentido de las instituciones. Trump llega al poder haciendo ostentación de rebelión a lo que debería darle sentido. Se ignora si paga o no los impuestos y de qué modo, en qué cantidad. Hacerlo es un signo de civilización, lo opuesto, de barbarie. Al callar, el magnate fuerza la conclusión. Ya hay tensión, además, por la confusión evidente entre sus intereses privados y la cosa pública debido al futuro de sus empresas alrededor del mundo, espacio que incluye ciertamente a Rusia. Trump ha narrado que deja al mando de esa red corporativa a sus hijos mayores. La opacidad de esa decisión es apenas menos alarmante que el hecho de que esos jóvenes participan sin disimulos en el armado del gabinete de su padre. Nuevamente, no hay que esforzarse para sospechar que esos movimientos están influidos por los mismos intereses privados que el magnate les ha delegado.
El propio Tillerson parte de la misma bruma. La empresa bajo su dirección es investigada desde agosto pasado por la SEC, la comisión reguladora de los mercados, por inexactitudes en la valuación de sus reservas, un dato central para la bolsa y los niveles de viabilidad de la compañía. Todo resume una forma de concebir el poder que remeda la idea monárquica de la apropiación del Estado corporizado en la figura del Rey.
La convención de izquierdas o derechas es insuficiente para caracterizar estos procesos. La historia, generosa, ofrece ejemplos múltiples de estas deformaciones. El caso que señalamos, pero también versiones plebeyas como la autocracia venezolana. En ese país sudamericano, al igual que en algunas tiranías africanas como la de Teodor Obiang en Guinea con la cual Tillerson ha negociado sin prejuicios, una minoría convirtió en botín el Estado instaurando una oligarquía de individuos autoelegidos por sobre los demás. Pero hay diferencias.
Una cuestión es esta deriva en una estructura de importancia política mínima como Venezuela que no tiene pudor en exhibir su profundo aislamiento como acaba de ocurrir con su canciller en Buenos Aires. Pero otra es desde la mayor potencia económica y militar del planeta, que ejemplifica por ese tamaño la forma en que deberían hacerse las cosas. La irresponsabilidad y desidia que denota el armado del gabinete de Trump está en linea con la arremetida imprevisible contra China por la cuestión oportunista de Taiwan, que ya asoma como el eje principal exterior de un EE.UU. encerrado en su nacionalismo.
Una mirada optimista de ese litigio en ciernes, indicaría que el magnate imita al Ronald Reagan que acorraló a la URSS en la Guerra Fría con un despliegue militar significativo antes de encarar alguna negociación. Pero China no es la Unión Soviética que en aquel momento entraba en su declinación al revés de lo que sucede hoy con el gigante asiático. Alcanza con notar que el comercio bilateral entre estos gigantes alcanza US$ 559 mil millones, casi el PBI completo de Argentina. Aún más significativo, Beijing es el mayor tenedor de bonos del tesoro norteamericano, 1,3 billones de dólares, lo que lo convierte en su mayor acreedor. Ni uno ni otro elemento son armas en una lucha, pero indican mucho más que una clara interdependencia.
Aún así, con una mirada simplificadora, el magnate ha dicho que la noción de una sola China que ha regido el vinculo sino-norteamericano las últimas cuatro décadas, crucial para ese país y la paz mundial, según ha advertido Henry Kissinger, es apenas una moneda de cambio para que Beijing se aplaque a la agenda de Washington. Un objetivo nítido es que suelte su moneda para que, al sobrevaluarse, la producción norteamericana sea absorbida por el mercado chino cuya clase media cifrada en más de 300 millones de integrantes es la mayor del mundo. El coloso asiático contribuiría así en la mejora de la tasa de acumulación de su rival occidental. China, un aliado central del aliado ruso de Trump, jamás haría eso bajo presión y sin una contraparte significativa. Es de esperar que el magnate lo comprenda. Montesquieu recomendaba que para no abusar del poder es necesario que el poder frene al poder. De eso tratan los Estados pero cuando son de veras soberanos.
Copyright Clarín, 2016.
El caso actual, a partir de la victoria de Donald Trump y la orientación que expone su futuro gabinete, sería una etapa superior de aquella alteración. Ya no se trata de una superestructura sobre el poder sino la estructura misma en el poder. La presencia más conmocionante en ese equipo, que confirma este supuesto, es el del canciller Rex Tillerson, el ceo de Exxon. Su promocionada cercanía con el autócrata ruso Vladimir Putin, que coincide con los afectos del futuro presidente, es resultado de los intereses corporativos que rigieron su gerencia en la petrolera. El conflicto surge porque también estos intereses le darán identidad a su responsabilidad ministerial. No parece haber, sin embargo, preocupación en esos niveles por semejante confusión de lineas. La diferenciación elemental de la cosa publica y la cosa privada que, como el mismo florentino marcaba, es el legado del derecho romano y el deslinde de las potestades del imperio del Estado sobre los individuos, se diluye en un espectacular retroceso. Como la historia es circular, lo que estamos viendo es el regreso activo de la noción polvorienta de una forma de aristocracia. El Estado, con las instituciones que lo integran, pasa a ser controlado por una clase directorial, que poseerá y controlara los medios de producción, lo suficiente para instituirse como clase dominante. Es decir una minoría que controla a un mismo tiempo el poder político y los bienes de la producción del país.
Es un camino peligroso. Aún en un mundo con un alto nivel de cinismo y levedad no tendrían que ser solo palabras que el Estado, lo que está, inmóvil, establecido, debería ser la expresión máxima de la conciencia ética. De no serlo, inevitablemente se depredará. La civilización humana tiende a ir hacia adelante. Toda la estructura que ha montado este notable personaje de la época desde su impactante victoria en las elecciones de noviembre, altera esa visión y vuelve rudimentario el sentido de las instituciones. Trump llega al poder haciendo ostentación de rebelión a lo que debería darle sentido. Se ignora si paga o no los impuestos y de qué modo, en qué cantidad. Hacerlo es un signo de civilización, lo opuesto, de barbarie. Al callar, el magnate fuerza la conclusión. Ya hay tensión, además, por la confusión evidente entre sus intereses privados y la cosa pública debido al futuro de sus empresas alrededor del mundo, espacio que incluye ciertamente a Rusia. Trump ha narrado que deja al mando de esa red corporativa a sus hijos mayores. La opacidad de esa decisión es apenas menos alarmante que el hecho de que esos jóvenes participan sin disimulos en el armado del gabinete de su padre. Nuevamente, no hay que esforzarse para sospechar que esos movimientos están influidos por los mismos intereses privados que el magnate les ha delegado.
El propio Tillerson parte de la misma bruma. La empresa bajo su dirección es investigada desde agosto pasado por la SEC, la comisión reguladora de los mercados, por inexactitudes en la valuación de sus reservas, un dato central para la bolsa y los niveles de viabilidad de la compañía. Todo resume una forma de concebir el poder que remeda la idea monárquica de la apropiación del Estado corporizado en la figura del Rey.
La convención de izquierdas o derechas es insuficiente para caracterizar estos procesos. La historia, generosa, ofrece ejemplos múltiples de estas deformaciones. El caso que señalamos, pero también versiones plebeyas como la autocracia venezolana. En ese país sudamericano, al igual que en algunas tiranías africanas como la de Teodor Obiang en Guinea con la cual Tillerson ha negociado sin prejuicios, una minoría convirtió en botín el Estado instaurando una oligarquía de individuos autoelegidos por sobre los demás. Pero hay diferencias.
Una cuestión es esta deriva en una estructura de importancia política mínima como Venezuela que no tiene pudor en exhibir su profundo aislamiento como acaba de ocurrir con su canciller en Buenos Aires. Pero otra es desde la mayor potencia económica y militar del planeta, que ejemplifica por ese tamaño la forma en que deberían hacerse las cosas. La irresponsabilidad y desidia que denota el armado del gabinete de Trump está en linea con la arremetida imprevisible contra China por la cuestión oportunista de Taiwan, que ya asoma como el eje principal exterior de un EE.UU. encerrado en su nacionalismo.
Una mirada optimista de ese litigio en ciernes, indicaría que el magnate imita al Ronald Reagan que acorraló a la URSS en la Guerra Fría con un despliegue militar significativo antes de encarar alguna negociación. Pero China no es la Unión Soviética que en aquel momento entraba en su declinación al revés de lo que sucede hoy con el gigante asiático. Alcanza con notar que el comercio bilateral entre estos gigantes alcanza US$ 559 mil millones, casi el PBI completo de Argentina. Aún más significativo, Beijing es el mayor tenedor de bonos del tesoro norteamericano, 1,3 billones de dólares, lo que lo convierte en su mayor acreedor. Ni uno ni otro elemento son armas en una lucha, pero indican mucho más que una clara interdependencia.
Aún así, con una mirada simplificadora, el magnate ha dicho que la noción de una sola China que ha regido el vinculo sino-norteamericano las últimas cuatro décadas, crucial para ese país y la paz mundial, según ha advertido Henry Kissinger, es apenas una moneda de cambio para que Beijing se aplaque a la agenda de Washington. Un objetivo nítido es que suelte su moneda para que, al sobrevaluarse, la producción norteamericana sea absorbida por el mercado chino cuya clase media cifrada en más de 300 millones de integrantes es la mayor del mundo. El coloso asiático contribuiría así en la mejora de la tasa de acumulación de su rival occidental. China, un aliado central del aliado ruso de Trump, jamás haría eso bajo presión y sin una contraparte significativa. Es de esperar que el magnate lo comprenda. Montesquieu recomendaba que para no abusar del poder es necesario que el poder frene al poder. De eso tratan los Estados pero cuando son de veras soberanos.
Copyright Clarín, 2016.