Somos muy felices

Ernesto Tenembaum–¿Qué le dijo un jardinero a otro?
–Seamos felices mientras podamos.
(Viejo chiste popular noruego)
Si no hay grandes variaciones respecto de lo que anuncian las encuestadores más serias, en público y en privado, el próximo domingo habrá dos oficialismos que tendrán motivos para festejar: el porteño, ya que Mauricio Macri parece a punto de conservar gran parte de los votos que logró en la primera vuelta del 2007, es decir, 45 de cada cien; y el nacional, ya que el kirchnerismo habrá logrado su mejor elección en la ciudad de Buenos Aires desde que llegó al poder (Aníbal Ibarra también superó apenas el 30 por ciento pero conduciendo una coalición que contaba con el apoyo, por ejemplo, de Elisa Carrió). No son los únicos oficialismos que festejan. El domingo pasado le tocó a la fueguina Fabiana Ríos, que competía con una candidata kirchnerista. Y, como un efecto dominó al revés, van ganando partidos provinciales, gobernadores peronistas alineados con la Casa Rosada, disidentes moderados y son favoritos para revalidar títulos el peronismo díscolo de Córdoba y el socialismo de Binner en Santa Fe. Para no hablar del muy previsible triunfo de Cristina Fernández de Kirchner a nivel nacional. La única excepción fue –y parece ser que será– la provincia de Catamarca. Lo mismo ocurre en el resto de América latina, donde sólo la coalición de centroizquierda que gobernaba Chile y el gobierno peruano fueron derrotados. En el resto del continente triunfan las centroizquierdas más moderadas, los líderes más radicalizados y la derecha más tradicional.
Lo que tienen en común todas estas expresiones políticas es una sola cosa: les toca gobernar en tiempos de bonanza.
Y parece que si hay plata es más fácil.
Es muy simpático, en este contexto, escuchar cómo hablan los unos de los otros.
A principios de marzo, tuve la oportunidad de entrevistar a Walter Wayar, el candidato kirchnerista a la gobernación salteña que acababa de ser derrotado por el gobernador moderadamente opositor –o moderadamente kirchnerista, según la frase que se tome– Juan Manuel Urtubey.
Le pregunté a Wayar por qué la gente votaba a Urtubey.
–Por el viento de cola –me explicó–. Salta anda bien porque el país anda bien. Pero podría andar mejor si no fuera Urtubey el gobernador. Ahora, ¿cómo puede convencer uno a la gente de eso si hay tanta plata?
Ese argumento es usado todo el tiempo por la oposición para explicar por qué Cristina tiene tan altos porcentajes de votos. Y por el kirchnerismo para justificar la carrada de gente que, como parece ser, va a votar por Macri, sobre todo en los barrios más humildes de la ciudad. Para la oposición, la gente no entiende que el gobierno nacional es malo pese a que a ellos les va comparativamente mejor que antes. Para el kirchnerismo, los porteños no comprenden que Macri se beneficia del viento de cola nacional y que todo sería mejor si prescinden de él.
La verdad de la milanesa no la esperen en esta nota, ya que el autor no conoce demasiado de verdades ni de milanesas. Pero, a simple vista, parece ser que es muy difícil demostrar lo que dicen todos al unísono: esto es, que los votos propios se deben a un justa apreciación del aporte de nuestros sensacionales candidatos, y los votos ajenos a una grosera equivocación acerca de quién es el que produjo el milagro argentino, o porteño, o el que fuera.
El viento de cola es tan fuerte y sesga tanto la situación que, en algún sentido, los aportes o errores, las virtudes o miserias, de los distintos oficialismos parecen marginales, o no demasiado importantes, a la hora de explicar qué es lo que pasa. Cuando a todos los va bien casi por igual, en el país y en el continente, es evidente que hay un factor externo que los levanta al mismo tiempo, más allá de los colores políticos, las ideologías, el carisma o lo que fuera.
Eso no quiere decir que todos los candidatos sean la misma cosa. Por supuesto, los nuestros son los mejores. Pero, pese a eso, aun los de ellos, que son lo peores, también ganan.
El bienestar económico ha generado hechos realmente curiosos para la situación electoral en nuestro país: por ejemplo, que la imagen positiva de Cristina y Mauricio, o de Fernández de Kirchner y Macri –como se los quiera llamar– superen ambas el 50 por ciento en la Capital Federal. Hay momentos en que los dirigentes se vuelven de teflón. Nada se les pega. Cada denuncia contra ellos genera que un grupo enorme de personas tiendan a verlos como víctimas de una conspiración. No importa el caso Schoklender o el allanamiento contra las oficinas del gobierno porteño, no importa nada, en todo lo que ocurre: a priori, para más de la mitad de las poblaciones que gobiernan, tienen razón los líderes. Pasaba lo mismo con Menem en 1995, cuando arrasó pese a la investigación de Daniel Santoro sobre el tráfico de armas a Perú y Ecuador, que estuvo durante semanas y semanas en la tapa de los diarios. Y con De la Rúa en 1999, cuando la gente se solidarizaba con él porque los medios difundían que sus hijos habían amenazado a profesores para que les aprobaran materias sin rendirlas.
Pino Solanas cometió errores serios en la última campaña. Pero hay algo estructural que le juega en contra. Entre los porteños que quieren a Cristina y a Macri, y los que quieren a uno solo de los dos pero odian al otro, suman el 85 por ciento. El electorado que confronta con ambos es sólo del 15 por ciento: ese es el techo estructural de una propuesta de confrontación con lo que existe.
Y ocurre porque estamos todos muy contentos.
Y felices.
Después de mucho tiempo estamos conformes con las personas que nos gobiernan.
Y eso quiere decir que las cosas andan fenómeno.
Viento en popa.
Es una estupidez, en este contexto, mirar el pelo en la sopa, exigir que los liderazgos sean mejores de lo que son.
Porque todo está magnífico.
Y esta vez, seguro que no nos equivocamos, ni nos vamos a dar cuenta tarde de que era mejor mirar con un poco más de detenimiento y advertir sobre las miserias que nos rodean.
Sonría.
Dios, como se ve, era argentino.

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