Por Dante Caputo
24/11/12 – 03:51
Como es sabido, si dentro de un tren inmensamente largo que avanza, por ejemplo, a 9 km/h usted caminara en sentido contrario a la misma velocidad, ambos se moverían, pero lector, su velocidad respecto del suelo sería cero. En esta situación, todo se mueve, pero usted no avanza.
Esta tosca reminiscencia de la Teoría de la Relatividad es, creo, una buena forma de describir lo que sucede en Argentina. Es útil recurrir a la analogía porque el peligroso sentido común indica que cuando hay movimiento, hay cambio. Esta es otra de las tantas suposiciones equivocadas a las que induce la creencia que el sentido común puede fundar el conocimiento (por ejemplo, es obvio que el Sol gira alrededor de la Tierra pero, como se sabe, es falso).
El gobernador Daniel Scioli afirmó hace pocos días que nos acercamos al fin de un ciclo; el señor Hugo Moyano anunció, como más beligerancia, algo similar; la inmensa movilización del 8 de noviembre generó ríos de tinta augurando el inicio de una nueva era.
Siento contradecir la opinión de importantes dirigentes y respetables analistas, pero hace casi un siglo que la velocidad de los acontecimientos –como los que excitan a nuestro país este tiempo–sólo sirve para esconder la inexistencia del cambio.
Mi amigo Jorge F. Sabato repetía que la Argentina se parece a un trompo que gira sobre sí mismo a una velocidad vertiginosa mientras se traslada de manera exasperantemente lenta. Todo se mueve, pero estamos quietos.
Las trompetas del cambio son demasiado estruendosas para distinguir alguna melodía. Los profetas de la transformación, pronosticadores de los ciclos que concluirán, nos mantienen con delicadeza en el misterio sobre la naturaleza de la era que se abriría luego del colapso de la actual. En cambio, quienes observamos los corsi e ricorsi de nuestro país preferiríamos algún indicio de lo que vendrá luego del ciclo Kirchner.
Para alguno de nosotros el temor es que regrese algo de lo ya conocido que cuando a su vez fracase dará lugar a una historia parecida a la que estamos viviendo. Me refiero a las idas y vueltas que dominan nuestro país desde hace décadas entre minorías especuladoras y populismos, donde el fracaso de uno genera el renacer del otro y así sucesivamente en movimientos frenéticos que esconden el estancamiento de la Argentina.
Mis sospechas sobre la intensidad de los retornos se convirtieron en certidumbre cuando viendo el Canal 7, la TV pública que sólo tiene de tal los fondos con que se financia, me encontré con la transmisión, reiterada, de charlas de Mario Firmenich explicando la naturaleza de la transformación revolucionaria. La imagen parecía más bien algo irreal, traída desde el fondo de alguna nostalgia vengativa. Era, en todo caso, un testimonio mayor de que hasta Firmenich puede reiterarse.
Hace un año escaso que la Presidenta inició su segundo mandato. ¿De qué fin de ciclo hablan los que anuncian que los idus de marzo han llegado? ¿Vamos a vivir tres años de fin de ciclo? ¿O estarán pensando en el acortamiento de mandatos? Si fuera así, estaríamos frente a golpistas que no respetan lo único que conquistamos en treinta años, la democracia. Los errores de estos últimos años serían pecados veniales comparados con esta traición.
Cierto, no hay golpe clásico. Los militares no se quieren mezclar en estas historias. Pero ya se han inventado otros métodos para interrumpir el período constitucional. En América latina, en las últimas dos décadas ha habido 17 casos de interrupción del mandato presidencial. Si intentaran algo así en nuestro país, obviamente buscarían, como en Paraguay, la forma para que no parezca un golpe. Pero, cualquiera sea la apariencia, la democracia dejaría de funcionar. No saldríamos indemnes de un reiterado uso de este mecanismo.
La inmensa mayoría social que se opone al Gobierno no usa un lenguaje golpista. Parece, más bien, gente con buenas razones para estar exasperada. Sin embargo, pueden convertirse en engranajes funcionales para quienes prefieren una democracia dominada, donde el voto sea un rito y las mayorías, una muchedumbre sin voluntad ni soberanía. Esta mayoría social que rechaza al Gobierno prefiere ignorar lo que vendrá; no quiere pensar lo que su desacuerdo –sin buscarlo– podría engendrar. Puede no advertir que su reclamo, siempre legítimo –sea fundado o no– probablemente sea usado.
Algunos pocos, los más ruidosos, son personajes que buscan disponer el terreno para su poder personal, preparando el futuro o avanzándolo. Miserable denominador común que envenena la vida política.
¿Cómo imaginan lo que sigue quienes hablan de fin de ciclo? ¿Qué cambiaría? ¿Qué políticas producirían la gran diferencia? Y lo más importante, ¿quién tendría el poder real? ¿En manos de quiénes entregaríamos nuestro destino luego de que la turbulencia de los acontecimientos, que algunos anuncian, se calme?
La respuesta es sencilla, ¡la vimos tantas veces! Tomaría el poder nuevamente la derecha. No las derechas formales, las que están organizadas en partidos. Quizás ganen una elección quienes profesan la religión conservadora, pero no serán ellos quienes tendrían el poder. Volvería la minoría que desde hace décadas ha dominado a la Argentina. Los especuladores de siempre, los autores de escritorio de la mayoría de nuestros dramas. Me refiero al establishment, ese sector social que hace las veces de clase productiva, pero que deriva sus ganancias de la especulación y del control sobre el Estado y las políticas públicas. Por eso 1930, 1955, 1962, 1966, 1976 y, así, hasta los recuerdos más cercanos.
Créame, lector, no pienso que la Presidenta sea antiimperialista ni anti-establishment. Cuida esos frentes con silencio y disimulo. Pero allí, en el establishment, se mueven los personajes que tienen una extensa experiencia en “ir por todo”. Son quienes, detrás del escenario de las movilizaciones y las declaraciones políticas, preparan su retorno.
Lector, no me interesa en absoluto promover la salvación del gobierno de la última década, que ha desaprovechado una oportunidad histórica que nos ha dado el mundo para transformar la Argentina. Mucho menos, la perpetuación en el poder de su titular. Me importa muchísimo, en cambio, que no matemos a nuestra democracia y evitar que regresen al poder las tribus sedientas de los Martínez de Hoz.
Fue en 1984. El señor Guillermo Alchouron, presidente de la Sociedad Rural, me invitó a su casa. Cuando llegué, me estaban esperando hombres con los que nunca tuve ni tendría que ver, como Adalbert Krieger Vasena –ministro de Economía de Onganía–, Arnaldo Musich –operador de los intereses británicos– y varios otros.
Nos sentamos y uno de ellos me dijo, con la formalidad que convenía, el anuncio que siguió: “Ministro, nosotros somos el establishment”. Luego, así como se lo cuento, lector, me ofrecieron una alianza que rechacé. Todo tan simple, tan claro, tan impúdico.
Sentí el placer del astrónomo que descubre un nuevo planeta y el terror del niño que siente sobre su hombro la mano del fantasma.
El establishment no es un concepto. Vive y quiere regresar.
24/11/12 – 03:51
Como es sabido, si dentro de un tren inmensamente largo que avanza, por ejemplo, a 9 km/h usted caminara en sentido contrario a la misma velocidad, ambos se moverían, pero lector, su velocidad respecto del suelo sería cero. En esta situación, todo se mueve, pero usted no avanza.
Esta tosca reminiscencia de la Teoría de la Relatividad es, creo, una buena forma de describir lo que sucede en Argentina. Es útil recurrir a la analogía porque el peligroso sentido común indica que cuando hay movimiento, hay cambio. Esta es otra de las tantas suposiciones equivocadas a las que induce la creencia que el sentido común puede fundar el conocimiento (por ejemplo, es obvio que el Sol gira alrededor de la Tierra pero, como se sabe, es falso).
El gobernador Daniel Scioli afirmó hace pocos días que nos acercamos al fin de un ciclo; el señor Hugo Moyano anunció, como más beligerancia, algo similar; la inmensa movilización del 8 de noviembre generó ríos de tinta augurando el inicio de una nueva era.
Siento contradecir la opinión de importantes dirigentes y respetables analistas, pero hace casi un siglo que la velocidad de los acontecimientos –como los que excitan a nuestro país este tiempo–sólo sirve para esconder la inexistencia del cambio.
Mi amigo Jorge F. Sabato repetía que la Argentina se parece a un trompo que gira sobre sí mismo a una velocidad vertiginosa mientras se traslada de manera exasperantemente lenta. Todo se mueve, pero estamos quietos.
Las trompetas del cambio son demasiado estruendosas para distinguir alguna melodía. Los profetas de la transformación, pronosticadores de los ciclos que concluirán, nos mantienen con delicadeza en el misterio sobre la naturaleza de la era que se abriría luego del colapso de la actual. En cambio, quienes observamos los corsi e ricorsi de nuestro país preferiríamos algún indicio de lo que vendrá luego del ciclo Kirchner.
Para alguno de nosotros el temor es que regrese algo de lo ya conocido que cuando a su vez fracase dará lugar a una historia parecida a la que estamos viviendo. Me refiero a las idas y vueltas que dominan nuestro país desde hace décadas entre minorías especuladoras y populismos, donde el fracaso de uno genera el renacer del otro y así sucesivamente en movimientos frenéticos que esconden el estancamiento de la Argentina.
Mis sospechas sobre la intensidad de los retornos se convirtieron en certidumbre cuando viendo el Canal 7, la TV pública que sólo tiene de tal los fondos con que se financia, me encontré con la transmisión, reiterada, de charlas de Mario Firmenich explicando la naturaleza de la transformación revolucionaria. La imagen parecía más bien algo irreal, traída desde el fondo de alguna nostalgia vengativa. Era, en todo caso, un testimonio mayor de que hasta Firmenich puede reiterarse.
Hace un año escaso que la Presidenta inició su segundo mandato. ¿De qué fin de ciclo hablan los que anuncian que los idus de marzo han llegado? ¿Vamos a vivir tres años de fin de ciclo? ¿O estarán pensando en el acortamiento de mandatos? Si fuera así, estaríamos frente a golpistas que no respetan lo único que conquistamos en treinta años, la democracia. Los errores de estos últimos años serían pecados veniales comparados con esta traición.
Cierto, no hay golpe clásico. Los militares no se quieren mezclar en estas historias. Pero ya se han inventado otros métodos para interrumpir el período constitucional. En América latina, en las últimas dos décadas ha habido 17 casos de interrupción del mandato presidencial. Si intentaran algo así en nuestro país, obviamente buscarían, como en Paraguay, la forma para que no parezca un golpe. Pero, cualquiera sea la apariencia, la democracia dejaría de funcionar. No saldríamos indemnes de un reiterado uso de este mecanismo.
La inmensa mayoría social que se opone al Gobierno no usa un lenguaje golpista. Parece, más bien, gente con buenas razones para estar exasperada. Sin embargo, pueden convertirse en engranajes funcionales para quienes prefieren una democracia dominada, donde el voto sea un rito y las mayorías, una muchedumbre sin voluntad ni soberanía. Esta mayoría social que rechaza al Gobierno prefiere ignorar lo que vendrá; no quiere pensar lo que su desacuerdo –sin buscarlo– podría engendrar. Puede no advertir que su reclamo, siempre legítimo –sea fundado o no– probablemente sea usado.
Algunos pocos, los más ruidosos, son personajes que buscan disponer el terreno para su poder personal, preparando el futuro o avanzándolo. Miserable denominador común que envenena la vida política.
¿Cómo imaginan lo que sigue quienes hablan de fin de ciclo? ¿Qué cambiaría? ¿Qué políticas producirían la gran diferencia? Y lo más importante, ¿quién tendría el poder real? ¿En manos de quiénes entregaríamos nuestro destino luego de que la turbulencia de los acontecimientos, que algunos anuncian, se calme?
La respuesta es sencilla, ¡la vimos tantas veces! Tomaría el poder nuevamente la derecha. No las derechas formales, las que están organizadas en partidos. Quizás ganen una elección quienes profesan la religión conservadora, pero no serán ellos quienes tendrían el poder. Volvería la minoría que desde hace décadas ha dominado a la Argentina. Los especuladores de siempre, los autores de escritorio de la mayoría de nuestros dramas. Me refiero al establishment, ese sector social que hace las veces de clase productiva, pero que deriva sus ganancias de la especulación y del control sobre el Estado y las políticas públicas. Por eso 1930, 1955, 1962, 1966, 1976 y, así, hasta los recuerdos más cercanos.
Créame, lector, no pienso que la Presidenta sea antiimperialista ni anti-establishment. Cuida esos frentes con silencio y disimulo. Pero allí, en el establishment, se mueven los personajes que tienen una extensa experiencia en “ir por todo”. Son quienes, detrás del escenario de las movilizaciones y las declaraciones políticas, preparan su retorno.
Lector, no me interesa en absoluto promover la salvación del gobierno de la última década, que ha desaprovechado una oportunidad histórica que nos ha dado el mundo para transformar la Argentina. Mucho menos, la perpetuación en el poder de su titular. Me importa muchísimo, en cambio, que no matemos a nuestra democracia y evitar que regresen al poder las tribus sedientas de los Martínez de Hoz.
Fue en 1984. El señor Guillermo Alchouron, presidente de la Sociedad Rural, me invitó a su casa. Cuando llegué, me estaban esperando hombres con los que nunca tuve ni tendría que ver, como Adalbert Krieger Vasena –ministro de Economía de Onganía–, Arnaldo Musich –operador de los intereses británicos– y varios otros.
Nos sentamos y uno de ellos me dijo, con la formalidad que convenía, el anuncio que siguió: “Ministro, nosotros somos el establishment”. Luego, así como se lo cuento, lector, me ofrecieron una alianza que rechacé. Todo tan simple, tan claro, tan impúdico.
Sentí el placer del astrónomo que descubre un nuevo planeta y el terror del niño que siente sobre su hombro la mano del fantasma.
El establishment no es un concepto. Vive y quiere regresar.
Bueno, venía por el pasto en los 2/3 de la nota, pero al final la compuso y distinguió lo sustancial del cotillón partidocrático.
Y sí, créase o no, el stablishment existe. Y está que trina. Pobres cacerolos que se entretienen con el chisporroteo editorial si estos nenes vuelven a agarrar la manija.
Es fundamental el concepto de que realmente ellos ‘van por todo’.
Yo quisiera que alguien de los que hablan de ‘diálogo y consenso’ me muestre CUÁNDO estos tipos cedieron algo negociando.
Que no les temblara la mano para hacer desaparecer gente (amén del golpe de mercado contra RA, etc.) demuestra lo dialoguistas y consensuadores que son.
PÑareciera que el Sr. Caputo, reputado por muchos como un intelectual y estudioso, recién descubriera eso del establishment!!!!O al menos semeja a una sombra que se persigue a sí misma: por entonces no lo conocía,ahora le da miedo de que aparezca nuevamente!! Nunca se preguntó si alguna vez ese establishment se fue o abandonó la escena!!! Y está ahí, incluso en el medio en el que Caputo publica (lacayo de otros oligopolios mediáticos). Lástima grande que fuera tan inútil como canciller; y ni hablar de su penoso paso por la presidencia (intrascendente carguillo, solo para cobrar unos dolarcillos fuertes)de la ONU; ah, y ni mencionar su lastimoso in-actuar en la Secretaría de Ciencia y Técnica del Des-gobierno de de la Ruina!!!!
Caputo sabe ubicarse politicamente.
Esas modulaciones conceptuales parecen más propias de un político socialdemócrata, y no las tristes claudicaciones que les estamos oyendo últimamente al gris Binner y al insignificante Hermano de la Democracia.
Tal cual: en lo de Caputo se ve un lejano eco de lo que pensaba Raúl Alfonsín. Que a la distancia se ve como lo que fue: una oveja negra dentro del radicalismo.
Con Binner me pasó algo curioso: desde 2008 en adelante lo vi como alguien con quien discrepo (por agropecuario, por neoliberal ‘soft’, etc.) pero NO destituyente.
Ahora llegué a pensar que si no es destituyente es tal vez porque no le da la cabeza…