El aplastante triunfo de la Presidenta Cristina Fernández y su herramienta electoral, el Frente para la Victoria, en las elecciones del domingo inscribe varios récords en el Guiness electoral de la Argentina contemporánea.
Por primera vez, un mismo proyecto político se alza con tres mandatos presidenciales consecutivos (la UCR lo había logrado con la sucesión Yrigoyen-Alvear-Yrigoyen, pero existían entonces profundas diferencias entre los sectores identificados con el jefe del radicalismo y los antipersonalistas que apoyaban a Alvear). El porcentaje de votos recibido por la Presidenta supera también al obtenido por cualquier candidato al cargo desde 1983, y sólo es superado en la historia por Yrigoyen en 1928 y por Perón en sus tres presentaciones. Además, la distancia entre el apoyo cosechado por Cristina Fernández y los exiguos 17 puntos porcentuales arañados por su inmediato competidor (que para el Frente Amplio Progresista podría significar un exitoso debut electoral, si no fuera por el hecho de que parte de esos votos lejos están de ser propios) constituye la brecha más amplia en una elección presidencial. Vale citar aquí una excepción de fuste: Perón sobre Balbín en 1973. Finalmente, la victoria de la Presidenta representa el mayor recupero electoral jamás observado por un gobierno luego de una derrota en las elecciones legislativas intermedias, derrota que para muchos irremediablemente signaba el ocaso del kirchnerismo. Este resurgir ocurrió, además, en un contexto poco propicio: conflicto con el sector agropecuario, crisis económica internacional y muerte del líder político del proyecto.
¿Cómo explicar estos récords? Los motivos del voto son múltiples y complejos. Ciertamente, la bonanza económica contribuyó al despegue electoral del Gobierno, como así también la liviandad de una oposición fragmentada, sin liderazgos creíbles y silente de propuestas (tamaña paradoja la nuestra, en lugar de castigar a los gobernantes de turno los argentinos castigan a quienes aspiran a serlo). La impronta de estos dos factores, sin embargo, no debería ocultar la magnitud de otros igualmente relevantes. Me refiero especialmente a lo que los gobiernos hacen, a sus políticas públicas, que no son otra cosa que su legado histórico. A la vista del presente, es difícil discutir el hecho de que la mayoría de la sociedad argentina está en sintonía con los pilares de la gestión kirchnerista: la intervención del Estado en la economía (incluyendo la recuperación del sistema de seguridad social y la discutida participación del gobierno en el directorio de empresas privadas en las que tiene acciones), el desarrollo de políticas socialmente inclusivas (Asignación Universal por Hijo, expansión de las convenciones colectivas de trabajo, formalización del mercado laboral, aumento de las jubilaciones y revitalización del Consejo del Salario Mínimo), la pluralización de voces en el sistema de medios, el desendeudamiento externo, la recuperación de una política activa de derechos humanos y la profundización de relaciones con los países vecinos de la región.
Los resultados de las elecciones comportan, así, dos cuestiones de vital importancia para la actual democracia argentina. En primer lugar, más allá de los cuestionamientos que pueden enarbolarse sobre el “estilo” kirchnerista de construcción y la “calidad” de las coaliciones que le dan sustento electoral, la legitimidad política del Gobierno es indiscutible. En segundo lugar, con su triunfo el Gobierno ha instalado una tendencia que también hace a la calidad institucional de un país: la importancia de discutir acciones de política pública.
Es deseable que esto sea el preludio de una dinámica política menos centrada en la descalificación (y el desconocimiento de la realidad) y más afín al debate de ideas.
Por primera vez, un mismo proyecto político se alza con tres mandatos presidenciales consecutivos (la UCR lo había logrado con la sucesión Yrigoyen-Alvear-Yrigoyen, pero existían entonces profundas diferencias entre los sectores identificados con el jefe del radicalismo y los antipersonalistas que apoyaban a Alvear). El porcentaje de votos recibido por la Presidenta supera también al obtenido por cualquier candidato al cargo desde 1983, y sólo es superado en la historia por Yrigoyen en 1928 y por Perón en sus tres presentaciones. Además, la distancia entre el apoyo cosechado por Cristina Fernández y los exiguos 17 puntos porcentuales arañados por su inmediato competidor (que para el Frente Amplio Progresista podría significar un exitoso debut electoral, si no fuera por el hecho de que parte de esos votos lejos están de ser propios) constituye la brecha más amplia en una elección presidencial. Vale citar aquí una excepción de fuste: Perón sobre Balbín en 1973. Finalmente, la victoria de la Presidenta representa el mayor recupero electoral jamás observado por un gobierno luego de una derrota en las elecciones legislativas intermedias, derrota que para muchos irremediablemente signaba el ocaso del kirchnerismo. Este resurgir ocurrió, además, en un contexto poco propicio: conflicto con el sector agropecuario, crisis económica internacional y muerte del líder político del proyecto.
¿Cómo explicar estos récords? Los motivos del voto son múltiples y complejos. Ciertamente, la bonanza económica contribuyó al despegue electoral del Gobierno, como así también la liviandad de una oposición fragmentada, sin liderazgos creíbles y silente de propuestas (tamaña paradoja la nuestra, en lugar de castigar a los gobernantes de turno los argentinos castigan a quienes aspiran a serlo). La impronta de estos dos factores, sin embargo, no debería ocultar la magnitud de otros igualmente relevantes. Me refiero especialmente a lo que los gobiernos hacen, a sus políticas públicas, que no son otra cosa que su legado histórico. A la vista del presente, es difícil discutir el hecho de que la mayoría de la sociedad argentina está en sintonía con los pilares de la gestión kirchnerista: la intervención del Estado en la economía (incluyendo la recuperación del sistema de seguridad social y la discutida participación del gobierno en el directorio de empresas privadas en las que tiene acciones), el desarrollo de políticas socialmente inclusivas (Asignación Universal por Hijo, expansión de las convenciones colectivas de trabajo, formalización del mercado laboral, aumento de las jubilaciones y revitalización del Consejo del Salario Mínimo), la pluralización de voces en el sistema de medios, el desendeudamiento externo, la recuperación de una política activa de derechos humanos y la profundización de relaciones con los países vecinos de la región.
Los resultados de las elecciones comportan, así, dos cuestiones de vital importancia para la actual democracia argentina. En primer lugar, más allá de los cuestionamientos que pueden enarbolarse sobre el “estilo” kirchnerista de construcción y la “calidad” de las coaliciones que le dan sustento electoral, la legitimidad política del Gobierno es indiscutible. En segundo lugar, con su triunfo el Gobierno ha instalado una tendencia que también hace a la calidad institucional de un país: la importancia de discutir acciones de política pública.
Es deseable que esto sea el preludio de una dinámica política menos centrada en la descalificación (y el desconocimiento de la realidad) y más afín al debate de ideas.