Tecnocracia o populismo: esta es la opción que se presenta en Europa. Y en buena parte a causa de Europa, aunque resulte falsa. No se trata de una duda hamletiana; pero, frente a esta dicotomía, tiende a palidecer la diferencia entre izquierda y derecha, aunque la hay.
En parte, la integración europea ha sido la manera para muchos Gobiernos de hurtar a los electorados nacionales decisiones sobre medidas impopulares que, de no haber sido porque venían impulsadas desde Bruselas (o Fráncfort), o de la cuestionada troika, quizás no se habrían tomado. El que no se planteen políticas verdaderamente alternativas y el pensar que todas las soluciones son técnicas, se llama tecnocracia. Y frente a ella, lo que está surgiendo en buena parte de Europa son populismos que, desde la extrema derecha (en ocasiones desde la extrema izquierda), tienen un marcado carácter antieuropeo; al menos contra esta Europa que se está diseñando, aunque son esencialmente xenófobos.
Una cosa es el contenido. Y otra el proceso en la marcha europea. En cuanto a contenido, las democracias de Europa occidental, como bien recuerda el británico Chistopher Bickerton, desde finales de los 80 vienen desmantelando el Estado keynesiano, corporativista y de bienestar, parte consustancial de la democracia en Europa y en España. Quizás los españoles no nos habíamos percatado de ello hasta muy recientemente —con la crisis y los recortes—, pues mientras los otros de Europa occidental volvían nosotros aún íbamos .
Sin embargo, no nos hemos encontrado a medio camino. Incluso recortado, el Estado del bienestar de Francia, Alemania, Países Bajos y, por supuesto, los países nórdicos, era y sigue siendo muy superior al español. Con Schröder en Alemania se suprimieron las gafas de la cobertura de la Seguridad Social: nosotros nunca llegamos a incluirlas. La “sociedad participativa” de la que habla ahora el Gobierno holandés es mucho más avanzada que nuestro Estado del bienestar, en una peligrosa deriva hacia un Estado asistencial. Pero estos recortes, junto a una inmigración de la que se culpa a la UE, han generado en los populistas la idea de que los inmigrantes les están robando una parte del Estado del bienestar de los ciudadanos.
En cuanto al proceso, hemos estado vaciando la democracia nacional, y más en los últimos años, con políticas impulsadas y supervisadas desde Bruselas (o Berlín), sin reemplazarla por una democracia europea. No es que hayamos caído en una dictadura, sino en una posdemocracia, como la llama Colin Crouch. Y la solución no vendrá de dar más poderes al Parlamento Europeo, que no se basa en un demos [pueblo], sino de reforzar las democracias nacionales, también para asuntos europeos. Citemos un ejemplo español: en pleno debate parlamentario sobre los Presupuestos generales para 2014, el Gobierno ha mandado a Bruselas sus previsiones para 2015-2016, con nuevos recortes incluidos para controlar el déficit, sin haberse discutido en las Cortes Generales. ¿No sería lógico haberlo discutido antes en el Parlamento? Países como Alemania, Dinamarca, Holanda y otros han reforzado los controles nacionales sobre la política europea. ¿Por qué no nosotros?
Hemos vaciado las democracias nacionales sin reemplazarlas por una democracia europea
Es verdad que la razón europea ha predominado en España. Europa sigue siendo aún la solución, aunque cuidado con no asfixiar al paciente. Y en todo caso, solución no es lo mismo que excusa. En este último caso, la UE serviría a los Gobiernos para protegerles frente a sus propias sociedades ante decisiones impopulares vestidas por la razón tecnocrática.
El auge de estos populismos antieuropeos tiene mucho que ver con una integración europea mal planteada y mal explicada, y que para muchos atenta contra las identidades nacionales. De hecho, estos populismos empezaron con el cambio de siglo (en el caso francés mucho antes), y sobre todo con el fracaso en 2005 del Tratado Constitucional europeo, a manos de los soberanistas franceses y de los hasta entonces muy europeístas holandeses. Y estos populismos se han reforzado con la crisis y con la respuesta tecnocrática y ademocrática que se le ha dado desde Europa.
Claro que se dirá que en España no hay populismo o populismos. El recuerdo de la Guerra Civil y de la dictadura aún pesa. Es verdad que los populismos que se están dando en el resto de Europa —Alemania es una excepción, aunque el Partido para Alemania (AfD) estuvo a punto de entrar en el Parlamento— son esencialmente identitarios, de reacción ante la pérdida de identidad que creen que está suponiendo no tanto la integración europea como la inmigración (aunque en Francia no hay realmente nueva inmigración en masa). Es lo que Michel Skey llama la búsqueda de la “seguridad ontológica”. Los españoles han asumido bien su inmigración, que no les plantea graves problemas de xenofobia o de identidad cultural. En España, tanto una parte del nacionalismo español como del independentismo vasco y catalán tienen una carga populista y se llevan esos electorados.
En estos momentos existe en España una enorme bolsa de abstención electoral, con fuertes sentimientos antipolíticos, que podría servir de base a opciones populistas. Hay varias raíces desde las cuales podría crecer una opción del estilo de la encarnada por Beppe Grillo en Italia, pero también del tipo del Frente Nacional francés: y el PP teme que le salgan contestaciones a su derecha, cuando su verdadera fuerza, con José María Aznar, fue agrupar en su seno desde la extrema derecha hasta el centro (algo que el PSOE nunca consiguió en la izquierda). Incluso podría haberlas para un Tea Party a la norteamericana . Cada una cuenta con parte de lo necesario para construirla, pero ninguna tiene todos los resortes necesarios: entre otros, liderazgo de referencia.
El nacionalismo español y el independentismo vasco tienen, en parte, carga populista
El hecho de que, hoy por hoy, las opciones populistas estén ausentes del panorama español no significa que deban descartarse en un próximo futuro, si la situación social no mejora y se agrava la crisis del sistema político. Fácilmente, el voto de protesta que está creciendo puede transformarse en populista. La fragmentación del electorado es un caldo de cultivo para ello. También la creciente desconfianza en la Unión Europea, que afecta ya a un 75% de los ciudadanos españoles, según el último Eurobarómetro de primavera. Aunque la desconfianza en el Gobierno es todavía mayor.
En todo caso, también nos afecta el populismo en los demás. Una victoria, que anuncian algunas encuestas, del Frente Nacional en Francia en las elecciones al Parlamento Europeo de mayo próximo iría en detrimento de los intereses españoles, pues contaminaría toda la política francesa y paralizaría a Francia; y con ella, los nuevos y necesarios avances en la integración europea. En sí, un buen resultado de estos populismos en esos comicios sembraría dudas sobre todo el proceso. Las elecciones al Parlamento Europeo de mayo próximo van a ser una suma de elecciones nacionales, pero tendrán efectos europeos, más allá de la propia y cada vez más importante Eurocámara. Paradójicamente pueden significar una eclosión transeuropea del populismo desde una base antieuropeísta, como ya está demostrando la plataforma que están fraguando la francesa Marine Le Pen y el holandés Geert Wilders.
Luchar contra estos populismos implica alejarse de la tecnocracia. En un doble sentido: que haya alternativas —nada fáciles de diseñar, pues para ser realistas requieren una acción coordinada a nivel europeo— y que Europa responda con políticas concretas y robustas a los problemas de los ciudadanos. Es decir, implica recuperar la política, la democracia. Tanto en el marco nacional como en el europeo.
Andrés Ortega es escritor y analista. A principios de 2014 publicará Recomponer la democracia (RBA) escrito con Agenda Pública.
En parte, la integración europea ha sido la manera para muchos Gobiernos de hurtar a los electorados nacionales decisiones sobre medidas impopulares que, de no haber sido porque venían impulsadas desde Bruselas (o Fráncfort), o de la cuestionada troika, quizás no se habrían tomado. El que no se planteen políticas verdaderamente alternativas y el pensar que todas las soluciones son técnicas, se llama tecnocracia. Y frente a ella, lo que está surgiendo en buena parte de Europa son populismos que, desde la extrema derecha (en ocasiones desde la extrema izquierda), tienen un marcado carácter antieuropeo; al menos contra esta Europa que se está diseñando, aunque son esencialmente xenófobos.
Una cosa es el contenido. Y otra el proceso en la marcha europea. En cuanto a contenido, las democracias de Europa occidental, como bien recuerda el británico Chistopher Bickerton, desde finales de los 80 vienen desmantelando el Estado keynesiano, corporativista y de bienestar, parte consustancial de la democracia en Europa y en España. Quizás los españoles no nos habíamos percatado de ello hasta muy recientemente —con la crisis y los recortes—, pues mientras los otros de Europa occidental volvían nosotros aún íbamos .
Sin embargo, no nos hemos encontrado a medio camino. Incluso recortado, el Estado del bienestar de Francia, Alemania, Países Bajos y, por supuesto, los países nórdicos, era y sigue siendo muy superior al español. Con Schröder en Alemania se suprimieron las gafas de la cobertura de la Seguridad Social: nosotros nunca llegamos a incluirlas. La “sociedad participativa” de la que habla ahora el Gobierno holandés es mucho más avanzada que nuestro Estado del bienestar, en una peligrosa deriva hacia un Estado asistencial. Pero estos recortes, junto a una inmigración de la que se culpa a la UE, han generado en los populistas la idea de que los inmigrantes les están robando una parte del Estado del bienestar de los ciudadanos.
En cuanto al proceso, hemos estado vaciando la democracia nacional, y más en los últimos años, con políticas impulsadas y supervisadas desde Bruselas (o Berlín), sin reemplazarla por una democracia europea. No es que hayamos caído en una dictadura, sino en una posdemocracia, como la llama Colin Crouch. Y la solución no vendrá de dar más poderes al Parlamento Europeo, que no se basa en un demos [pueblo], sino de reforzar las democracias nacionales, también para asuntos europeos. Citemos un ejemplo español: en pleno debate parlamentario sobre los Presupuestos generales para 2014, el Gobierno ha mandado a Bruselas sus previsiones para 2015-2016, con nuevos recortes incluidos para controlar el déficit, sin haberse discutido en las Cortes Generales. ¿No sería lógico haberlo discutido antes en el Parlamento? Países como Alemania, Dinamarca, Holanda y otros han reforzado los controles nacionales sobre la política europea. ¿Por qué no nosotros?
Hemos vaciado las democracias nacionales sin reemplazarlas por una democracia europea
Es verdad que la razón europea ha predominado en España. Europa sigue siendo aún la solución, aunque cuidado con no asfixiar al paciente. Y en todo caso, solución no es lo mismo que excusa. En este último caso, la UE serviría a los Gobiernos para protegerles frente a sus propias sociedades ante decisiones impopulares vestidas por la razón tecnocrática.
El auge de estos populismos antieuropeos tiene mucho que ver con una integración europea mal planteada y mal explicada, y que para muchos atenta contra las identidades nacionales. De hecho, estos populismos empezaron con el cambio de siglo (en el caso francés mucho antes), y sobre todo con el fracaso en 2005 del Tratado Constitucional europeo, a manos de los soberanistas franceses y de los hasta entonces muy europeístas holandeses. Y estos populismos se han reforzado con la crisis y con la respuesta tecnocrática y ademocrática que se le ha dado desde Europa.
Claro que se dirá que en España no hay populismo o populismos. El recuerdo de la Guerra Civil y de la dictadura aún pesa. Es verdad que los populismos que se están dando en el resto de Europa —Alemania es una excepción, aunque el Partido para Alemania (AfD) estuvo a punto de entrar en el Parlamento— son esencialmente identitarios, de reacción ante la pérdida de identidad que creen que está suponiendo no tanto la integración europea como la inmigración (aunque en Francia no hay realmente nueva inmigración en masa). Es lo que Michel Skey llama la búsqueda de la “seguridad ontológica”. Los españoles han asumido bien su inmigración, que no les plantea graves problemas de xenofobia o de identidad cultural. En España, tanto una parte del nacionalismo español como del independentismo vasco y catalán tienen una carga populista y se llevan esos electorados.
En estos momentos existe en España una enorme bolsa de abstención electoral, con fuertes sentimientos antipolíticos, que podría servir de base a opciones populistas. Hay varias raíces desde las cuales podría crecer una opción del estilo de la encarnada por Beppe Grillo en Italia, pero también del tipo del Frente Nacional francés: y el PP teme que le salgan contestaciones a su derecha, cuando su verdadera fuerza, con José María Aznar, fue agrupar en su seno desde la extrema derecha hasta el centro (algo que el PSOE nunca consiguió en la izquierda). Incluso podría haberlas para un Tea Party a la norteamericana . Cada una cuenta con parte de lo necesario para construirla, pero ninguna tiene todos los resortes necesarios: entre otros, liderazgo de referencia.
El nacionalismo español y el independentismo vasco tienen, en parte, carga populista
El hecho de que, hoy por hoy, las opciones populistas estén ausentes del panorama español no significa que deban descartarse en un próximo futuro, si la situación social no mejora y se agrava la crisis del sistema político. Fácilmente, el voto de protesta que está creciendo puede transformarse en populista. La fragmentación del electorado es un caldo de cultivo para ello. También la creciente desconfianza en la Unión Europea, que afecta ya a un 75% de los ciudadanos españoles, según el último Eurobarómetro de primavera. Aunque la desconfianza en el Gobierno es todavía mayor.
En todo caso, también nos afecta el populismo en los demás. Una victoria, que anuncian algunas encuestas, del Frente Nacional en Francia en las elecciones al Parlamento Europeo de mayo próximo iría en detrimento de los intereses españoles, pues contaminaría toda la política francesa y paralizaría a Francia; y con ella, los nuevos y necesarios avances en la integración europea. En sí, un buen resultado de estos populismos en esos comicios sembraría dudas sobre todo el proceso. Las elecciones al Parlamento Europeo de mayo próximo van a ser una suma de elecciones nacionales, pero tendrán efectos europeos, más allá de la propia y cada vez más importante Eurocámara. Paradójicamente pueden significar una eclosión transeuropea del populismo desde una base antieuropeísta, como ya está demostrando la plataforma que están fraguando la francesa Marine Le Pen y el holandés Geert Wilders.
Luchar contra estos populismos implica alejarse de la tecnocracia. En un doble sentido: que haya alternativas —nada fáciles de diseñar, pues para ser realistas requieren una acción coordinada a nivel europeo— y que Europa responda con políticas concretas y robustas a los problemas de los ciudadanos. Es decir, implica recuperar la política, la democracia. Tanto en el marco nacional como en el europeo.
Andrés Ortega es escritor y analista. A principios de 2014 publicará Recomponer la democracia (RBA) escrito con Agenda Pública.