El presidente en ejercicio de Brasil, Michel Temer, está convencido de que acomete una obra divina. “Dios me puso esta tarea en mi camino para que yo la cumpla”, aseguró el mandatario en una entrevista a la televisión GloboNews en junio pasado, un mes después de reemplazar a la presidenta Dilma Rousseff. Pero para que se cumpla ese hipotético mandato de Dios es necesario que Temer sea presidente con todas las letras. Esto ocurrirá, con toda probabilidad, a finales de agosto, cuando Dilma Rousseff sea apartada definitivamente del poder por el Senado. A partir de ahí, comenzará a gobernar Temer de verdad. Los expertos auguran para entonces una sucesiva batería de recortes.
Temer espera ansioso ese día. Una prueba de ello es que cada vez da más entrevistas como presidente para hablar de sus planes de futuro. Por otra parte, está seguro de que, una vez en el cargo, logrará convencer a la mayoría del país de que no es un golpista ni un traidor, como repite cada vez que puede su exaliada Rousseff. Considera también que bastará el cambio de estatus para convencer a los empresarios extranjeros de invertir en Brasil. De ahí que meta prisa al Senado para que vote el impeachment rápido a fin de que pueda viajar a la cumbre del G-20 de China del 4 y 5 de septiembre sin ser presidente en ejercicio. “Lo primero que tenemos que hacer es restablecer la confianza”, ha asegurado este viernes, en otra entrevista, esta al diario Valor. Temer confía en que estos inversores ayuden a salir del círculo vicioso de la recesión en que se mueve Brasil desde hace dos años. Sin ir más lejos, los economistas auguran que este año el PIB del país retrocederá un 3%.
Pero esta expectativa de Temer de mover la rueda de la economía en cuanto sea elegido presidente está lejos de ser compartida por todo el mundo. Sí que hay sectores del país que celebran el cambio en el poder con entusiasmo, en particular los empresarios, que apoyaron desde el principio la destitución de Rousseff y los masivos movimientos de derecha que hace meses abarrotaban las calles. Pero también es cierto que Temer encarará una batería de medidas impopulares que afectarán a la vida de la población brasileña. La popularidad del actual presidente ya es baja de por sí –un 14% según las últimas encuestas. En la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos intentó hablar lo mínimo, menos de diez segundos, y aún así fue abucheado. Ya ha anunciado que no irá a la ceremonia de clausura: en su lugar mandará al nuevo presidente de la Cámara los Diputados, Rodrigo Maia.
Y esto va a empeorar a medida que se pongan en marcha los recortes que ya han sido aprobados en el Congreso y que afectan a sectores claves como la salud, la educación (la inversión universidades bajará un 45% en 2017, según el Gobierno) o los derechos laborales. También subirá la edad de jubilación de los brasileños, que ahora fluctúa entre 55 y 60 años. En el fondo, la jubilación de los brasileños es en la mayoría de los casos puramente simbólica, ya que siguen trabajando debido a que la cuantía de la pensión (la más baja es de 193 euros al mes; la más alta, de 1.190 euros) no permite vivir de ella.
Estas intenciones de recortes se traslucen a veces en las polémicas frases de algunos de los ministros de Temer. Uno de los más locuaces en esto es, precisamente, el de Salud, Ricardo Barros. Entre un rosario de declaraciones incendiarias de los últimos meses, se cuentan estas tres: “La mayor parte de las personas que van a los ambulatorios en el fondo tienen problemas psicosomáticos”; «los hombres trabajan más y por eso tienen menos tiempo para ir al médico”; “cuantas más personas vayan a la sanidad privada mejor, porque la capacidad de la pública es limitada”.
Temer y su equipo han repetido durante estos tres meses en los que llevan gobernando el país que sus planes de recortes son apoyados por las personas que salieron a las calle a protestar en contra de Rousseff y de su, a su juicio, excesivo gasto público. Eso sí: el presidente en ejercicio de Brasil ha repetido siempre que no tiene intención de recortar los planes sociales puntuales más emblemáticos de los Gobiernos del PT de Lula y de Rousseff, como son las subvenciones a las familias pobres con hijos (Bolsa Familia) y las viviendas subvencionadas para quien carece de ellas (programa Minha casa mina vida).
La resistencia a estas medidas de recorte no viene, por ahora, de la calle ni de la oposición, sino del mismo Congreso. Es decir: Temer se enfrenta al mismo problema político que desactivó buena parte de las iniciativas de Rousseff: un parlamento atomizado e ingobernable. El miércoles pasado fue rechazada por el Congreso una propuesta de ley que congelaba los sueldos a los funcionarios.
Y por si fuera poco, a Temer también le empieza a alcanzar la sombra de la corrupción. Su partido, el PMDB (Partido del Movimento Democrático Brasileiro) está envuelto en la trama corrupta de Petrobras y él mismo va a ser denunciado, según la revista Veja, por el empresario más importante del país, Marcelo Odebrecht, acusado de sobornar a políticos. Odebrecht, siempre segúnVeja, asegura que negoció personalmente con Temer el entregarle ilegalmente 10 millones de reales (más de 3 millones de euros) para una campaña electoral del PMDB. El actual presidente asegura que esa donación fue legal.
Temer espera ansioso ese día. Una prueba de ello es que cada vez da más entrevistas como presidente para hablar de sus planes de futuro. Por otra parte, está seguro de que, una vez en el cargo, logrará convencer a la mayoría del país de que no es un golpista ni un traidor, como repite cada vez que puede su exaliada Rousseff. Considera también que bastará el cambio de estatus para convencer a los empresarios extranjeros de invertir en Brasil. De ahí que meta prisa al Senado para que vote el impeachment rápido a fin de que pueda viajar a la cumbre del G-20 de China del 4 y 5 de septiembre sin ser presidente en ejercicio. “Lo primero que tenemos que hacer es restablecer la confianza”, ha asegurado este viernes, en otra entrevista, esta al diario Valor. Temer confía en que estos inversores ayuden a salir del círculo vicioso de la recesión en que se mueve Brasil desde hace dos años. Sin ir más lejos, los economistas auguran que este año el PIB del país retrocederá un 3%.
Pero esta expectativa de Temer de mover la rueda de la economía en cuanto sea elegido presidente está lejos de ser compartida por todo el mundo. Sí que hay sectores del país que celebran el cambio en el poder con entusiasmo, en particular los empresarios, que apoyaron desde el principio la destitución de Rousseff y los masivos movimientos de derecha que hace meses abarrotaban las calles. Pero también es cierto que Temer encarará una batería de medidas impopulares que afectarán a la vida de la población brasileña. La popularidad del actual presidente ya es baja de por sí –un 14% según las últimas encuestas. En la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos intentó hablar lo mínimo, menos de diez segundos, y aún así fue abucheado. Ya ha anunciado que no irá a la ceremonia de clausura: en su lugar mandará al nuevo presidente de la Cámara los Diputados, Rodrigo Maia.
Y esto va a empeorar a medida que se pongan en marcha los recortes que ya han sido aprobados en el Congreso y que afectan a sectores claves como la salud, la educación (la inversión universidades bajará un 45% en 2017, según el Gobierno) o los derechos laborales. También subirá la edad de jubilación de los brasileños, que ahora fluctúa entre 55 y 60 años. En el fondo, la jubilación de los brasileños es en la mayoría de los casos puramente simbólica, ya que siguen trabajando debido a que la cuantía de la pensión (la más baja es de 193 euros al mes; la más alta, de 1.190 euros) no permite vivir de ella.
Estas intenciones de recortes se traslucen a veces en las polémicas frases de algunos de los ministros de Temer. Uno de los más locuaces en esto es, precisamente, el de Salud, Ricardo Barros. Entre un rosario de declaraciones incendiarias de los últimos meses, se cuentan estas tres: “La mayor parte de las personas que van a los ambulatorios en el fondo tienen problemas psicosomáticos”; «los hombres trabajan más y por eso tienen menos tiempo para ir al médico”; “cuantas más personas vayan a la sanidad privada mejor, porque la capacidad de la pública es limitada”.
Temer y su equipo han repetido durante estos tres meses en los que llevan gobernando el país que sus planes de recortes son apoyados por las personas que salieron a las calle a protestar en contra de Rousseff y de su, a su juicio, excesivo gasto público. Eso sí: el presidente en ejercicio de Brasil ha repetido siempre que no tiene intención de recortar los planes sociales puntuales más emblemáticos de los Gobiernos del PT de Lula y de Rousseff, como son las subvenciones a las familias pobres con hijos (Bolsa Familia) y las viviendas subvencionadas para quien carece de ellas (programa Minha casa mina vida).
La resistencia a estas medidas de recorte no viene, por ahora, de la calle ni de la oposición, sino del mismo Congreso. Es decir: Temer se enfrenta al mismo problema político que desactivó buena parte de las iniciativas de Rousseff: un parlamento atomizado e ingobernable. El miércoles pasado fue rechazada por el Congreso una propuesta de ley que congelaba los sueldos a los funcionarios.
Y por si fuera poco, a Temer también le empieza a alcanzar la sombra de la corrupción. Su partido, el PMDB (Partido del Movimento Democrático Brasileiro) está envuelto en la trama corrupta de Petrobras y él mismo va a ser denunciado, según la revista Veja, por el empresario más importante del país, Marcelo Odebrecht, acusado de sobornar a políticos. Odebrecht, siempre segúnVeja, asegura que negoció personalmente con Temer el entregarle ilegalmente 10 millones de reales (más de 3 millones de euros) para una campaña electoral del PMDB. El actual presidente asegura que esa donación fue legal.