Juan Pablo Schiavi, secretario de Transporte, acusó el sábado último a Clarín de “generar terrorismo mediático” por haber informado sobre los eventuales aumentos en el costo del servicio de trenes y colectivos.
Aún notoriamente groseros en su apreciación, no fueron términos usados a la ligera. El jefe de la Unidad de Información Financiera, José Sbatella, ya había advertido a fines de diciembre que los medios de comunicación y los periodistas podrían ser considerados terroristas si difundían informaciones que pudieran “aterrorizar a la población”.
Sbatella basó esa apreciación persecutoria en la peligrosa ambigüedad de la ley antiterrorista que la Presidenta hizo votar en diciembre y que mereció críticas extendidas, aún de los propios sectores intelectuales afines al Gobierno. Los aliados políticos progresistas del Gobierno, una vez más como en los últimos tiempos, optaron entonces por un silencioso seguidismo.
Sbatella había sido refutado en su momento por figuras del oficialismo como el ministro Florencio Randazzo y el senador Miguel Pichetto. Pero Schiavi retomó esa línea argumental, que expresa el pensamiento profundo de una porción que hoy es decisiva en el oficialismo. Y que apunta a la consagración del discurso único, acallando del modo que sea conveniente a las voces disonantes con esa melodía. Hay una ingeniería propagandística y legal puesta al servicio de ese objetivo político.
Sbatella produjo avances en la toma de medidas contra el lavado de dinero, pero también usó esas herramientas para presionar a opositores con un celo que pasó por alto, por ejemplo, cuando demoró durante un año las averiguaciones sobre una denuncia de lavado contra Sergio Schoklender. Fue cuando Schoklender era amigo del Gobierno, antes de que estallara el escándalo por el desvío de dinero destinado originalmente a la construcción de viviendas populares a través de la Fundación de las Madres de Plaza de Mayo.
Sbatella es uno de los funcionarios que más defendió la ley antiterrorista, que incluye la duplicación de penas a quienes financien esas actividades. Lo hizo, como el resto del Gobierno desde la Presidenta para abajo, cumpliendo al pie de la letra las instrucciones del GAFI, organismo multilateral detrás del que están el Fondo Monetario y el Banco Mundial, y cuyas recomendaciones son consideradas el salvoconducto necesario para entrar al G-20, que la Argentina integra junto a las naciones poderosas del planeta. Desde la gran crisis financiera global de 2008, los presidentes y jefes de Gobierno del G-20 suelen reunirse en cumbres de primerísimo nivel, a las que ha concurrido nuestra Presidenta.
Schiavi, ingeniero agrónomo de profesión, es un cuadro técnico de extensa trayectoria en el peronismo porteño. Como más de un notorio cuadro kirchnerista, fue funcionario destacado en la gestión municipal de Carlos Grosso. Volvió al Gobierno porteño con la gestión de Jorge Telerman como ministro de Obras Públicas, un área por la que parece sentir especial predilección.
Como es de estilo, en el abundante y meritorio currículum de Schiavi subido a la página oficial de la Secretaría de Transporte no se informa sobre actividades y tareas en la política. Por eso, no figura allí que Schiavi fue jefe de campaña de Mauricio Macri en 2003, cuando el actual jefe de Gobierno intentó por primera vez llegar al cargo siendo derrotado por Aníbal Ibarra, que contó con el inestimable apoyo del flamante presidente Néstor Kirchner.
Alejado del macrismo, pecadillo de juventud que ahora conviene olvidar, Schiavi participó de la malograda campaña de Telerman en 2007, que no logró entrar al balotage que finalmente disputaron Macri y Daniel Filmus. Pero nuestro hombre no se quedó en la calle: el kirchnerismo le había echado el ojo y pronto recaló en el área de Transporte, que por ese entonces todavía comandaba el enriquecido Ricardo Jaime, amigo histórico de los Kirchner. Cuando en 2009 la sucesión de denuncias hizo inviable para Cristina el sostenimiento de Jaime, ahí estaba Schiavi listo para ocupar su lugar.
Quiso la mala fortuna que Schiavi mentara la infortunada figura del “terrorismo mediático” justo el día en que se informaba que, para alivio de todos, la Presidenta nunca tuvo cáncer.
Siguiendo la línea discursiva de los funcionarios, habría que preguntarse entonces si el Gobierno no incurrió en terrorismo mediático al haber aterrorizado a la población asegurando que nuestra Presidenta sufría de una grave enfermedad que después se comprobó inexistente.
Podría preguntarse eso a sabiendas de que es una pregunta absurda pero que sirve, en todo caso, para desnudar el raquitismo del argumento oficialista y su verdadera intención de acallar voces incómodas; un propósito sostenido bajo el grueso maquillaje del relato único, en el que la diversidad de voces tantas veces alegada pareciera ser apenas el coro de aplausos automáticos que acompaña toda palabra oficial.
Y vale preguntarse si el Gobierno cometió terrorismo mediático, aún conociendo de antemano la respuesta negativa, más allá de la burda simplificación que se hizo al transformar en anuncio dramático de cáncer de tiroides comprobado lo que era una alta posibilidad de tal enfermedad pero que aún requería certeza definitiva. Y también más allá del monumental papelón médico y político de tener que desdecir el mal presagio para dar la buena noticia tan esperada.
Podría preguntarse además sobre los motivos por los cuales los médicos que trataron a la Presidenta nunca hicieron públicas sus opiniones ni explicaron los procedimientos aplicados en un caso de máximo interés público.
Y quedan, ominosos y sin respuesta, los interrogantes acerca de las razones, médicas y políticas , que llevaron a cometer esta barrabasada sin precedentes.
Aún notoriamente groseros en su apreciación, no fueron términos usados a la ligera. El jefe de la Unidad de Información Financiera, José Sbatella, ya había advertido a fines de diciembre que los medios de comunicación y los periodistas podrían ser considerados terroristas si difundían informaciones que pudieran “aterrorizar a la población”.
Sbatella basó esa apreciación persecutoria en la peligrosa ambigüedad de la ley antiterrorista que la Presidenta hizo votar en diciembre y que mereció críticas extendidas, aún de los propios sectores intelectuales afines al Gobierno. Los aliados políticos progresistas del Gobierno, una vez más como en los últimos tiempos, optaron entonces por un silencioso seguidismo.
Sbatella había sido refutado en su momento por figuras del oficialismo como el ministro Florencio Randazzo y el senador Miguel Pichetto. Pero Schiavi retomó esa línea argumental, que expresa el pensamiento profundo de una porción que hoy es decisiva en el oficialismo. Y que apunta a la consagración del discurso único, acallando del modo que sea conveniente a las voces disonantes con esa melodía. Hay una ingeniería propagandística y legal puesta al servicio de ese objetivo político.
Sbatella produjo avances en la toma de medidas contra el lavado de dinero, pero también usó esas herramientas para presionar a opositores con un celo que pasó por alto, por ejemplo, cuando demoró durante un año las averiguaciones sobre una denuncia de lavado contra Sergio Schoklender. Fue cuando Schoklender era amigo del Gobierno, antes de que estallara el escándalo por el desvío de dinero destinado originalmente a la construcción de viviendas populares a través de la Fundación de las Madres de Plaza de Mayo.
Sbatella es uno de los funcionarios que más defendió la ley antiterrorista, que incluye la duplicación de penas a quienes financien esas actividades. Lo hizo, como el resto del Gobierno desde la Presidenta para abajo, cumpliendo al pie de la letra las instrucciones del GAFI, organismo multilateral detrás del que están el Fondo Monetario y el Banco Mundial, y cuyas recomendaciones son consideradas el salvoconducto necesario para entrar al G-20, que la Argentina integra junto a las naciones poderosas del planeta. Desde la gran crisis financiera global de 2008, los presidentes y jefes de Gobierno del G-20 suelen reunirse en cumbres de primerísimo nivel, a las que ha concurrido nuestra Presidenta.
Schiavi, ingeniero agrónomo de profesión, es un cuadro técnico de extensa trayectoria en el peronismo porteño. Como más de un notorio cuadro kirchnerista, fue funcionario destacado en la gestión municipal de Carlos Grosso. Volvió al Gobierno porteño con la gestión de Jorge Telerman como ministro de Obras Públicas, un área por la que parece sentir especial predilección.
Como es de estilo, en el abundante y meritorio currículum de Schiavi subido a la página oficial de la Secretaría de Transporte no se informa sobre actividades y tareas en la política. Por eso, no figura allí que Schiavi fue jefe de campaña de Mauricio Macri en 2003, cuando el actual jefe de Gobierno intentó por primera vez llegar al cargo siendo derrotado por Aníbal Ibarra, que contó con el inestimable apoyo del flamante presidente Néstor Kirchner.
Alejado del macrismo, pecadillo de juventud que ahora conviene olvidar, Schiavi participó de la malograda campaña de Telerman en 2007, que no logró entrar al balotage que finalmente disputaron Macri y Daniel Filmus. Pero nuestro hombre no se quedó en la calle: el kirchnerismo le había echado el ojo y pronto recaló en el área de Transporte, que por ese entonces todavía comandaba el enriquecido Ricardo Jaime, amigo histórico de los Kirchner. Cuando en 2009 la sucesión de denuncias hizo inviable para Cristina el sostenimiento de Jaime, ahí estaba Schiavi listo para ocupar su lugar.
Quiso la mala fortuna que Schiavi mentara la infortunada figura del “terrorismo mediático” justo el día en que se informaba que, para alivio de todos, la Presidenta nunca tuvo cáncer.
Siguiendo la línea discursiva de los funcionarios, habría que preguntarse entonces si el Gobierno no incurrió en terrorismo mediático al haber aterrorizado a la población asegurando que nuestra Presidenta sufría de una grave enfermedad que después se comprobó inexistente.
Podría preguntarse eso a sabiendas de que es una pregunta absurda pero que sirve, en todo caso, para desnudar el raquitismo del argumento oficialista y su verdadera intención de acallar voces incómodas; un propósito sostenido bajo el grueso maquillaje del relato único, en el que la diversidad de voces tantas veces alegada pareciera ser apenas el coro de aplausos automáticos que acompaña toda palabra oficial.
Y vale preguntarse si el Gobierno cometió terrorismo mediático, aún conociendo de antemano la respuesta negativa, más allá de la burda simplificación que se hizo al transformar en anuncio dramático de cáncer de tiroides comprobado lo que era una alta posibilidad de tal enfermedad pero que aún requería certeza definitiva. Y también más allá del monumental papelón médico y político de tener que desdecir el mal presagio para dar la buena noticia tan esperada.
Podría preguntarse además sobre los motivos por los cuales los médicos que trataron a la Presidenta nunca hicieron públicas sus opiniones ni explicaron los procedimientos aplicados en un caso de máximo interés público.
Y quedan, ominosos y sin respuesta, los interrogantes acerca de las razones, médicas y políticas , que llevaron a cometer esta barrabasada sin precedentes.