Dadi Marianucci (izq.), junto a su hija, Federica, y su nieta Alexia, en el country donde conviven. Foto: LA NACION
Federica Marinucci nunca imaginó que desde una de las ventanas de su trabajo en Vassalissa, la fábrica de chocolates que fundaron con su madre en Los Polvorines, podría ver hoy, unas calles de por medio, su ex colegio. Incluso el jardín de la casa de sus padres donde ella creció y que hoy disfruta, junto a sus abuelos, su propia hija. Su casa tampoco está mucho más allá de ese jardín: apenas a unas cuadras, dentro del mismo country. La encontraron de casualidad con su marido casi dos años atrás, cuando ella estaba embarazada de siete meses: un fin de semana que caminaban por el country y se toparon con el cartel de venta. Lo vieron como una oportunidad, no lo dudaron demasiado y se mudaron.
Casi sin darse cuenta toda su vida se fue armando ahí: el trabajo a una cuadra, su marido que también lo tiene cerca, tanto que podría irse en bicicleta; y con la casa de sus padres ahí nomás, la posibilidad de dejar a Alexia, su hija de un año y medio, con su madre sin siquiera salir del barrio. Y sin haberlo previsto su hija va a vivir en el mismo lugar donde ella creció y fue al colegio. Tres generaciones de una misma familia que compartirán un mismo estilo de vida. «Se dio de esa manera, que repita lo que hice yo», dice Federica, aunque todavía no está segura de si la enviarán al colegio ahí adentro o no.
Los Marinucci fueron parte de esa gran ola que, a principios de los 90, en busca de un mayor contacto con la naturaleza o algún otro motivo decidió escaparle a la Capital o los alrededores, aunque fuera por el fin de semana, y comprar un terreno para edificar una casa en un country o barrio cerrado con mayores comodidades que las que tenían antes. Hoy ya son familias de hasta tres, incluso cuatro generaciones, que han elegido ese estilo de vida.
En su caso particular, Aldo y Dadi Marinucci tomaron una decisión que la mayoría aún no hacía: irse a vivir al country con sus dos hijos, algo que se volvió mucho más masivo en el país recién a fines de los 90 y la primera década de este siglo. En aquel momento lo más común era utilizar el country como casa de fin de semana, una costumbre que hoy mantiene una minoría. De hecho, según mediciones de la Federación Argentina de Clubes de Campo (FACC), en la actualidad el 75% de las familias que viven en countries o barrios cerrados son residentes permanentes, un número que veinte años atrás sólo representaba el 10%. Un crecimiento que va de la mano de la multiplicación de clubes de campo y barrios privados en todo el país, que pasó de 140 en 1990 a un número que oscila hoy entre 800 y 1000.
Jorge Juliá, gerente de la FACC, asegura que en los primeros clubes de campo, como el Tortugas Country Club, creado en 1930; el Highland Park, de 1945; o Lagartos, de 1968, pueden encontrarse familias de hasta cuatro generaciones o más que han compartido la vida de country. «Pasa sobre todo con los residentes que han experimentado ese estilo de vida y ya no se van más de ahí -dice-. Aunque también pasa mucho con los que se crían, se van, y después vuelven de más grandes.»
Más allá de su fuerte presencia en el conurbano bonaerense -especialmente en la zona norte-, el fenómeno, que ya cuenta con un total de 100.000 casas (para diciembre de 2011 se calculaban 288.000 personas residiendo en ellos), se ha extendido al interior: Córdoba, Mendoza, Salta y Tucumán son algunas de las provincias donde más se ha instalado, según Juliá. «Es un estilo de vida que vino para quedarse, que sigue creciendo y que hoy es reconocido por el derecho como una realidad social típica. Una realidad que se impuso: ni mejor ni peor que otras -dice-. De hecho, así como crecieron los countries, al mismo tiempo creció la ciudad, sin que se diera una competencia entre ambos.»
Carlos, médico cirujano de Capital que prefirió no dar a conocer su apellido, fue un pionero en esto de buscarse un terreno en un country de Pilar allá por 1979. Hoy ya son tres las generaciones de su familia que la aprovechan todos los fines de semana: ellos, sus hijos y sus nietos. «Éramos una familia con tres hijos de seis, cuatro y dos años, que vivíamos en un departamento en el centro. Yo, con una profesión demandante, tenía poco tiempo para llevarlos a pasear o dedicarles tiempo. Entonces traté de encontrarle una solución a eso: empezamos a hacer vida de club una vez por semana. Pero era una alternativa que no convencía», cuenta.
Federica, Alexia y Dadi Marianucci, tres generaciones unidas por una elección de vida. Foto: Gustavo Bosco
El disparador fue un asado de fin de semana en la casa de unos amigos. Llegaron al country por la vieja ruta 8, conocieron el lugar, pasaron la tarde. En el medio hubo otro asado y él que se convencía cada vez más de que quería que ahí estuviera la casa de fin de semana y su mujer que también se iba convenciendo. Apareció un terreno en un sector del country que aún no estaba urbanizado: las calles mal asfaltadas, mucho barro, sin agua corriente, tampoco gas, no había cloacas, mala conexión de luz y teléfono. Lo convenció el precio y que le dijeran que ese sector era el futuro del club. Cerró los ojos y le dio para adelante.
La casa que a los ponchazos terminaron en enero del 81 ya superó los 30 años, con dos ampliaciones de por medio. «Para nosotros es una felicidad que nuestros hijos estén tan enganchados de vuelta con la casa porque significa que va a haber continuidad. Y, si no lo hacen ellos, son mis nietos los que los van a presionar para ir. Porque ellos hacen lo que hacían mis hijos: hacen deportes, se van a comer al club y vuelven a la hora que quieren solos porque la puerta de la casa está abierta», dice Carlos. Tanto es así que su hija y su yerno con sus cuatro hijos suelen instalarse directamente en el piso de arriba de la casa.
Por supuesto que no siempre fue así: cuando sus hijos fueron adolescentes las visitas eran más esporádicas. Su hijo mayor lo define con cuatro etapas muy diferentes: cuando eran chicos e iban en bicicleta a buscar a sus amigos para tomar clases de todos los deportes. La adolescencia, cuando la vida social dejó de pasar tanto por el country y preferían quedarse en Capital para salir. Durante la facultad, cuando las reuniones familiares eran la principal excusa para irse hasta allá. Y la actual: casados con hijos, volviendo a renovar el círculo de lo que ellos ya vivieron.
Si se habla de etapas, también están las que vivieron los countries durante todas estas décadas. Si la primera es la fundación de aquellos primeros clubes de campo, la segunda sería la llegada de estas familias durante los 70 y 80, según detalla Jorge Juliá, en un libro de investigación y recopilación que está en pleno proceso. «La evolución de esta segunda etapa, que culmina a principios de la década de los 90, tipifica una forma muy acabada de organización del ocio de fin de semana y de cortos períodos de tiempo a través de la residencia transitoria en la casa del country», escribe.
La tercera etapa llega de la mano del desarrollo y puesta en marcha del sistema de accesos a la Capital y del boom de los barrios privados, una nueva figura que se diferenciaba de los countries por no contar con espacios tan amplios para las actividades deportivas y recreativas, lo que permitió una reducción importante de los costos de mantenimiento. En esa misma etapa, las residencias permanentes se tornaron algo más habitual hasta imponerse sobre las temporales, como sucede hoy.
José María Amulet, gerente de la Asociación Intercountries de Fútbol de Zona Norte, reconoce que el crecimiento de la liga, que hoy cuenta con 215 equipos, no sólo respondió a la necesidad de organizar torneos para que los chicos realizaran deporte, sino que la idea también era que la familia no perdiera vínculo con sus hijos adolescentes durante el fin de semana, etapa en que los chicos disfrutan más al quedarse en Buenos Aires que al salir. Hoy, con categorías que van desde las promocionales para chicos de 10 a 13 hasta los súper maxi, de arriba de 54, los torneos intercountries se han vuelto un espejo que refleja las distintas generaciones que participan y comparten este estilo de vida.
«El country para nosotros es un medio de reunirnos. Es el fútbol, cuidarse, hacer vida sana, compartirlo con amigos -dice Claudio Agostinelli, un médico de 57 años que tiene casa en el country La Arena desde 1982 y que fue presidente de la asociación-. Somos de ir los fines de semana, y en mi caso me permite compartir situaciones que de otra forma no se darían: ir a ver a mi hijo jugar, que él venga a reírse de cómo juego yo. Y el día de mañana, cuando vengan los nietos, se irán sumando a este núcleo que hoy somos nosotros.».
Federica Marinucci nunca imaginó que desde una de las ventanas de su trabajo en Vassalissa, la fábrica de chocolates que fundaron con su madre en Los Polvorines, podría ver hoy, unas calles de por medio, su ex colegio. Incluso el jardín de la casa de sus padres donde ella creció y que hoy disfruta, junto a sus abuelos, su propia hija. Su casa tampoco está mucho más allá de ese jardín: apenas a unas cuadras, dentro del mismo country. La encontraron de casualidad con su marido casi dos años atrás, cuando ella estaba embarazada de siete meses: un fin de semana que caminaban por el country y se toparon con el cartel de venta. Lo vieron como una oportunidad, no lo dudaron demasiado y se mudaron.
Casi sin darse cuenta toda su vida se fue armando ahí: el trabajo a una cuadra, su marido que también lo tiene cerca, tanto que podría irse en bicicleta; y con la casa de sus padres ahí nomás, la posibilidad de dejar a Alexia, su hija de un año y medio, con su madre sin siquiera salir del barrio. Y sin haberlo previsto su hija va a vivir en el mismo lugar donde ella creció y fue al colegio. Tres generaciones de una misma familia que compartirán un mismo estilo de vida. «Se dio de esa manera, que repita lo que hice yo», dice Federica, aunque todavía no está segura de si la enviarán al colegio ahí adentro o no.
Los Marinucci fueron parte de esa gran ola que, a principios de los 90, en busca de un mayor contacto con la naturaleza o algún otro motivo decidió escaparle a la Capital o los alrededores, aunque fuera por el fin de semana, y comprar un terreno para edificar una casa en un country o barrio cerrado con mayores comodidades que las que tenían antes. Hoy ya son familias de hasta tres, incluso cuatro generaciones, que han elegido ese estilo de vida.
En su caso particular, Aldo y Dadi Marinucci tomaron una decisión que la mayoría aún no hacía: irse a vivir al country con sus dos hijos, algo que se volvió mucho más masivo en el país recién a fines de los 90 y la primera década de este siglo. En aquel momento lo más común era utilizar el country como casa de fin de semana, una costumbre que hoy mantiene una minoría. De hecho, según mediciones de la Federación Argentina de Clubes de Campo (FACC), en la actualidad el 75% de las familias que viven en countries o barrios cerrados son residentes permanentes, un número que veinte años atrás sólo representaba el 10%. Un crecimiento que va de la mano de la multiplicación de clubes de campo y barrios privados en todo el país, que pasó de 140 en 1990 a un número que oscila hoy entre 800 y 1000.
Jorge Juliá, gerente de la FACC, asegura que en los primeros clubes de campo, como el Tortugas Country Club, creado en 1930; el Highland Park, de 1945; o Lagartos, de 1968, pueden encontrarse familias de hasta cuatro generaciones o más que han compartido la vida de country. «Pasa sobre todo con los residentes que han experimentado ese estilo de vida y ya no se van más de ahí -dice-. Aunque también pasa mucho con los que se crían, se van, y después vuelven de más grandes.»
Más allá de su fuerte presencia en el conurbano bonaerense -especialmente en la zona norte-, el fenómeno, que ya cuenta con un total de 100.000 casas (para diciembre de 2011 se calculaban 288.000 personas residiendo en ellos), se ha extendido al interior: Córdoba, Mendoza, Salta y Tucumán son algunas de las provincias donde más se ha instalado, según Juliá. «Es un estilo de vida que vino para quedarse, que sigue creciendo y que hoy es reconocido por el derecho como una realidad social típica. Una realidad que se impuso: ni mejor ni peor que otras -dice-. De hecho, así como crecieron los countries, al mismo tiempo creció la ciudad, sin que se diera una competencia entre ambos.»
Carlos, médico cirujano de Capital que prefirió no dar a conocer su apellido, fue un pionero en esto de buscarse un terreno en un country de Pilar allá por 1979. Hoy ya son tres las generaciones de su familia que la aprovechan todos los fines de semana: ellos, sus hijos y sus nietos. «Éramos una familia con tres hijos de seis, cuatro y dos años, que vivíamos en un departamento en el centro. Yo, con una profesión demandante, tenía poco tiempo para llevarlos a pasear o dedicarles tiempo. Entonces traté de encontrarle una solución a eso: empezamos a hacer vida de club una vez por semana. Pero era una alternativa que no convencía», cuenta.
Federica, Alexia y Dadi Marianucci, tres generaciones unidas por una elección de vida. Foto: Gustavo Bosco
El disparador fue un asado de fin de semana en la casa de unos amigos. Llegaron al country por la vieja ruta 8, conocieron el lugar, pasaron la tarde. En el medio hubo otro asado y él que se convencía cada vez más de que quería que ahí estuviera la casa de fin de semana y su mujer que también se iba convenciendo. Apareció un terreno en un sector del country que aún no estaba urbanizado: las calles mal asfaltadas, mucho barro, sin agua corriente, tampoco gas, no había cloacas, mala conexión de luz y teléfono. Lo convenció el precio y que le dijeran que ese sector era el futuro del club. Cerró los ojos y le dio para adelante.
La casa que a los ponchazos terminaron en enero del 81 ya superó los 30 años, con dos ampliaciones de por medio. «Para nosotros es una felicidad que nuestros hijos estén tan enganchados de vuelta con la casa porque significa que va a haber continuidad. Y, si no lo hacen ellos, son mis nietos los que los van a presionar para ir. Porque ellos hacen lo que hacían mis hijos: hacen deportes, se van a comer al club y vuelven a la hora que quieren solos porque la puerta de la casa está abierta», dice Carlos. Tanto es así que su hija y su yerno con sus cuatro hijos suelen instalarse directamente en el piso de arriba de la casa.
Por supuesto que no siempre fue así: cuando sus hijos fueron adolescentes las visitas eran más esporádicas. Su hijo mayor lo define con cuatro etapas muy diferentes: cuando eran chicos e iban en bicicleta a buscar a sus amigos para tomar clases de todos los deportes. La adolescencia, cuando la vida social dejó de pasar tanto por el country y preferían quedarse en Capital para salir. Durante la facultad, cuando las reuniones familiares eran la principal excusa para irse hasta allá. Y la actual: casados con hijos, volviendo a renovar el círculo de lo que ellos ya vivieron.
Si se habla de etapas, también están las que vivieron los countries durante todas estas décadas. Si la primera es la fundación de aquellos primeros clubes de campo, la segunda sería la llegada de estas familias durante los 70 y 80, según detalla Jorge Juliá, en un libro de investigación y recopilación que está en pleno proceso. «La evolución de esta segunda etapa, que culmina a principios de la década de los 90, tipifica una forma muy acabada de organización del ocio de fin de semana y de cortos períodos de tiempo a través de la residencia transitoria en la casa del country», escribe.
La tercera etapa llega de la mano del desarrollo y puesta en marcha del sistema de accesos a la Capital y del boom de los barrios privados, una nueva figura que se diferenciaba de los countries por no contar con espacios tan amplios para las actividades deportivas y recreativas, lo que permitió una reducción importante de los costos de mantenimiento. En esa misma etapa, las residencias permanentes se tornaron algo más habitual hasta imponerse sobre las temporales, como sucede hoy.
José María Amulet, gerente de la Asociación Intercountries de Fútbol de Zona Norte, reconoce que el crecimiento de la liga, que hoy cuenta con 215 equipos, no sólo respondió a la necesidad de organizar torneos para que los chicos realizaran deporte, sino que la idea también era que la familia no perdiera vínculo con sus hijos adolescentes durante el fin de semana, etapa en que los chicos disfrutan más al quedarse en Buenos Aires que al salir. Hoy, con categorías que van desde las promocionales para chicos de 10 a 13 hasta los súper maxi, de arriba de 54, los torneos intercountries se han vuelto un espejo que refleja las distintas generaciones que participan y comparten este estilo de vida.
«El country para nosotros es un medio de reunirnos. Es el fútbol, cuidarse, hacer vida sana, compartirlo con amigos -dice Claudio Agostinelli, un médico de 57 años que tiene casa en el country La Arena desde 1982 y que fue presidente de la asociación-. Somos de ir los fines de semana, y en mi caso me permite compartir situaciones que de otra forma no se darían: ir a ver a mi hijo jugar, que él venga a reírse de cómo juego yo. Y el día de mañana, cuando vengan los nietos, se irán sumando a este núcleo que hoy somos nosotros.».