Por Luis Secco
25/05/12 – 10:46
Las debilidades macroeconómicas de Argentina no son nuevas, la principal y la raíz de muchos problemas, la inflación a dos dígitos, lleva seis largos años. La combinación de alta inflación con precios claves de la economía congelados o cuasi congelados produjo dos problemas que se hicieron notar, sobre todo a partir del año pasado. La energía barata y un dólar barato se tradujeron en un faltante de energía (gas y combustibles líquidos) que debe ser cubierto mediante importaciones (el saldo de la balanza comercial energética de Argentina se revirtió en US$ 7 mil millones en unos cuatro años) y en un faltante de dólares (el saldo favorable de la balanza comercial no alcanza para generar todos los dólares que sus diversos usos demandan) que, en ausencia de financiamiento externo o ingreso de capitales, debe ser cubierto usando reservas internacionales del BCRA.
El Gobierno ha estado tan activo desde el punto de vista regulatorio y de los controles cambiarios y transaccionales que transmitió un nivel de preocupación tan alto que ahora una gran cantidad de argentinos se preguntan qué es lo que pasa con el dólar y qué tan preocupante es la situación, mientras se apuran a comprar dólares y no pueden (o pagan un precio que desde el punto de vista fundamental resulta elevado). A todas luces, hubiera resultado preferible vender unos cuantos miles de millones de dólares de las reservas internacionales del BCRA para abastecer de dólares al mercado (eso sí, a un precio más alto). Sobre todo cuando dicho stock sigue siendo abultado (aunque no infinito).
Pero esto no significa que estemos transitando ya el tiempo de descuento y que en 2012 asistiremos inexorablemente a nueva crisis. Recordemos que las crisis necesitan no sólo de la presencia de debilidades e inconsistencias macro (que hoy hay, por cierto, y que no van a desaparecer por arte de magia o por acción del tiempo, sino todo lo contrario, ya que tienden a crecer en la medida en que no se corrigen), necesitan también de otros dos ingredientes: un elemento que coordine expectativas y un gatillo, un shock que puede ser externo o climático o que puede incluso ser la consecuencia de errores técnicos o de mal manejo de expectativas.
Y un tercer ingrediente: la debilidad política o las dudas acerca de la gobernabilidad o del poder (o la capacidad para ejercerlo) de la presidencia. En la Argentina, las crisis siempre tuvieron como protagonista a un gobierno débil. Y la actual administración sólo tiene como principal amenaza la economía y, sobre todo, su capacidad para hacerse daño cuando decide ignorar problemas o los “resuelve” generando nuevos. Claro que el estancamiento de la actividad económica y la incertidumbre cambiaria y financiera (que en los últimos días ha cobrado de nuevo como víctima los depósitos en dólares del sistema financiero, que vuelven a caer) irán erosionando la aprobación y popularidad del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, pero todavía cuenta con un fuerte apoyo de la opinión pública, con mayorías territoriales y parlamentarias y con una gran cantidad de medios de comunicación afines.
Asimismo, existe un elemento adicional que actúa como bálsamo sobre la opinión pública, la situación social y la dinámica política argentina, que no puede ser soslayado. La administración de Néstor Kirchner primero y de Cristina Fernández después se encargaron de construir una formidable red de contención social que, entre otras cosas, aísla a una porción muy significativa de la población de los vaivenes del sector privado de la economía.
Para una proporción nada despreciable de los ciudadanos argentinos, lo que sucede en el sector privado es prácticamente irrelevante. Su ingreso depende exclusivamente del sector público, ya sea a través de sueldos y salarios, jubilaciones y pensiones y/o subsidios directos (planes sociales diversos). En efecto, el Estado nacional, provincial y municipal emitía hacia fines del año pasado alrededor de 13 millones de órdenes de pago mensuales por tales conceptos. Esa cifra era de alrededor de 5 millones durante la gestiones de los ex presidentes Carlos Menem y Fernando de la Rúa, y fue de unos 8 millones hacia el fin de la gestión de Néstor Kirchner. Durante la gestión de la presidenta Fernández de Kirchner la cantidad de beneficiarios de algún ingreso público (nacional, provincial o municipal) creció más del 50%: ¡nada menos que 5 millones de nuevos beneficios en 4 años! Un período en el que vale la pena recordar que la economía creció a un ritmo del 8% anual (salvo durante la recesión de 2009).
Este notable incremento del rol del Estado como proveedor de ingresos puede verse de diferentes ángulos: el del clientelismo político; el de un Estado que ha casi duplicado su tamaño en diez años (del 22% del PBI a casi el 40% de hoy); y el de la irrelevancia del sector privado y de lo que sucede con él para una proporción nada despreciable de la sociedad argentina. Pero es, al mismo tiempo, un elemento de riesgo muy alto para la ya comprometida estabilidad macro de la Argentina, por cuanto el Gobierno puede intentar utilizar este vehículo (que se conecta directamente con el consumo y el gasto de amplios sectores de la población) para que la actividad continúe creciendo, lo que podría traducirse en un aumento aun mayor de la inflación, dado que el único financiamiento de un gasto más alto del Tesoro nacional y de los tesoros provinciales disponible es, en última instancia, el que provee el Banco Central.
El Gobierno debería utilizar el margen político que aún posee y el beneficio del tiempo adicional que le da la red de contención social creada en los últimos años para corregir el rumbo en el cual se encuentra la economía argentina. En la medida en que las correcciones macro se demoren, ellas se producirán por la fuerza de los acontecimientos, serán descoordinadas y, probablemente, traumáticas. Los costos de una corrección tal serían altos y, sobre todo, serían más altos que los que deberían afrontarse si dicha corrección se hiciera proactivamente.
Sin embargo, la estrategia del Gobierno parece ser la misma de siempre: apostar a que el contexto internacional siga ocultando las inconsistencias internas. Pero ése no es el camino. Lo que quedó en evidencia en estos días, cuando las variables sobre las que descansa la suerte del modelo mostraron una tendencia distinta de la necesaria. Puede la soja volver a los US$ 550 o incluso ir hasta los US$ 600 la tonelada, o puede el real brasileño volver a apreciarse; claro que pueden. Pero si no se corrige la macro, no hay precio alto de la soja o fortaleza del real o debilidad del dólar en el mundo o crecimiento del mundo emergente y de los vecinos que puedan suplir la ausencia de una buena y oportuna política económica.
25/05/12 – 10:46
Las debilidades macroeconómicas de Argentina no son nuevas, la principal y la raíz de muchos problemas, la inflación a dos dígitos, lleva seis largos años. La combinación de alta inflación con precios claves de la economía congelados o cuasi congelados produjo dos problemas que se hicieron notar, sobre todo a partir del año pasado. La energía barata y un dólar barato se tradujeron en un faltante de energía (gas y combustibles líquidos) que debe ser cubierto mediante importaciones (el saldo de la balanza comercial energética de Argentina se revirtió en US$ 7 mil millones en unos cuatro años) y en un faltante de dólares (el saldo favorable de la balanza comercial no alcanza para generar todos los dólares que sus diversos usos demandan) que, en ausencia de financiamiento externo o ingreso de capitales, debe ser cubierto usando reservas internacionales del BCRA.
El Gobierno ha estado tan activo desde el punto de vista regulatorio y de los controles cambiarios y transaccionales que transmitió un nivel de preocupación tan alto que ahora una gran cantidad de argentinos se preguntan qué es lo que pasa con el dólar y qué tan preocupante es la situación, mientras se apuran a comprar dólares y no pueden (o pagan un precio que desde el punto de vista fundamental resulta elevado). A todas luces, hubiera resultado preferible vender unos cuantos miles de millones de dólares de las reservas internacionales del BCRA para abastecer de dólares al mercado (eso sí, a un precio más alto). Sobre todo cuando dicho stock sigue siendo abultado (aunque no infinito).
Pero esto no significa que estemos transitando ya el tiempo de descuento y que en 2012 asistiremos inexorablemente a nueva crisis. Recordemos que las crisis necesitan no sólo de la presencia de debilidades e inconsistencias macro (que hoy hay, por cierto, y que no van a desaparecer por arte de magia o por acción del tiempo, sino todo lo contrario, ya que tienden a crecer en la medida en que no se corrigen), necesitan también de otros dos ingredientes: un elemento que coordine expectativas y un gatillo, un shock que puede ser externo o climático o que puede incluso ser la consecuencia de errores técnicos o de mal manejo de expectativas.
Y un tercer ingrediente: la debilidad política o las dudas acerca de la gobernabilidad o del poder (o la capacidad para ejercerlo) de la presidencia. En la Argentina, las crisis siempre tuvieron como protagonista a un gobierno débil. Y la actual administración sólo tiene como principal amenaza la economía y, sobre todo, su capacidad para hacerse daño cuando decide ignorar problemas o los “resuelve” generando nuevos. Claro que el estancamiento de la actividad económica y la incertidumbre cambiaria y financiera (que en los últimos días ha cobrado de nuevo como víctima los depósitos en dólares del sistema financiero, que vuelven a caer) irán erosionando la aprobación y popularidad del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, pero todavía cuenta con un fuerte apoyo de la opinión pública, con mayorías territoriales y parlamentarias y con una gran cantidad de medios de comunicación afines.
Asimismo, existe un elemento adicional que actúa como bálsamo sobre la opinión pública, la situación social y la dinámica política argentina, que no puede ser soslayado. La administración de Néstor Kirchner primero y de Cristina Fernández después se encargaron de construir una formidable red de contención social que, entre otras cosas, aísla a una porción muy significativa de la población de los vaivenes del sector privado de la economía.
Para una proporción nada despreciable de los ciudadanos argentinos, lo que sucede en el sector privado es prácticamente irrelevante. Su ingreso depende exclusivamente del sector público, ya sea a través de sueldos y salarios, jubilaciones y pensiones y/o subsidios directos (planes sociales diversos). En efecto, el Estado nacional, provincial y municipal emitía hacia fines del año pasado alrededor de 13 millones de órdenes de pago mensuales por tales conceptos. Esa cifra era de alrededor de 5 millones durante la gestiones de los ex presidentes Carlos Menem y Fernando de la Rúa, y fue de unos 8 millones hacia el fin de la gestión de Néstor Kirchner. Durante la gestión de la presidenta Fernández de Kirchner la cantidad de beneficiarios de algún ingreso público (nacional, provincial o municipal) creció más del 50%: ¡nada menos que 5 millones de nuevos beneficios en 4 años! Un período en el que vale la pena recordar que la economía creció a un ritmo del 8% anual (salvo durante la recesión de 2009).
Este notable incremento del rol del Estado como proveedor de ingresos puede verse de diferentes ángulos: el del clientelismo político; el de un Estado que ha casi duplicado su tamaño en diez años (del 22% del PBI a casi el 40% de hoy); y el de la irrelevancia del sector privado y de lo que sucede con él para una proporción nada despreciable de la sociedad argentina. Pero es, al mismo tiempo, un elemento de riesgo muy alto para la ya comprometida estabilidad macro de la Argentina, por cuanto el Gobierno puede intentar utilizar este vehículo (que se conecta directamente con el consumo y el gasto de amplios sectores de la población) para que la actividad continúe creciendo, lo que podría traducirse en un aumento aun mayor de la inflación, dado que el único financiamiento de un gasto más alto del Tesoro nacional y de los tesoros provinciales disponible es, en última instancia, el que provee el Banco Central.
El Gobierno debería utilizar el margen político que aún posee y el beneficio del tiempo adicional que le da la red de contención social creada en los últimos años para corregir el rumbo en el cual se encuentra la economía argentina. En la medida en que las correcciones macro se demoren, ellas se producirán por la fuerza de los acontecimientos, serán descoordinadas y, probablemente, traumáticas. Los costos de una corrección tal serían altos y, sobre todo, serían más altos que los que deberían afrontarse si dicha corrección se hiciera proactivamente.
Sin embargo, la estrategia del Gobierno parece ser la misma de siempre: apostar a que el contexto internacional siga ocultando las inconsistencias internas. Pero ése no es el camino. Lo que quedó en evidencia en estos días, cuando las variables sobre las que descansa la suerte del modelo mostraron una tendencia distinta de la necesaria. Puede la soja volver a los US$ 550 o incluso ir hasta los US$ 600 la tonelada, o puede el real brasileño volver a apreciarse; claro que pueden. Pero si no se corrige la macro, no hay precio alto de la soja o fortaleza del real o debilidad del dólar en el mundo o crecimiento del mundo emergente y de los vecinos que puedan suplir la ausencia de una buena y oportuna política económica.