La disputa política en Argentina ha tomado la forma de representación constante y recurrente de sus protagonistas bajo el formato de víctimas. En lugar de ofrecer actores dominantes que puedan desde el Estado o desde sus ofertas políticas representar situaciones de dominación, de conflicto desplegado hacia su enemigos, los representantes de la política hacen propaganda desde lo que los otros les hacen como seres malignos. Así, la política argentina ofrece un espectáculo donde nadie tendría el poder y donde los votos se perseguirían desde el sufrimiento y las consecuencias de la afectación.
Cambiemos es una experiencia política sufrida. Casi como un grupo político común, igual que la gente que no entiende “de política”, se enfrentaría a las consecuencias de un poder consolidado en más de treinta años de democracia y donde los que mandan serían las mafias, los sindicatos, la Policía Bonaerense y la corrupción kirchnerista. Estos mismos, desde sus sobrevivientes estructuras de poder reales, tendrían la capacidad de limitar la velocidad de la gestión o de presentar resistencias al cambio. En el estacionamiento explota la nafta contra Ritondo y la gobernadora se muda a una base militar por su heroísmo. Los dirigentes de Cambiemos no ejercerían la totalidad del poder.
Cuando el conteo de votos reflejaba en las horas imposibles de descuento una aproximación impensada, el kirchnerismo se señalaba como víctima de quien administraba el poder del Estado decidiendo hasta dónde contar. Mutilado por la manipulación de quien podría hacerlo, un poder real se expresaba supuestamente como intento de límite a la preferencia del pueblo. El kirchnerismo reclamaba esa noche que los poderosos no le mintieran a la gente. Allí, todos representados en diferencia de horas, eran víctimas cruzadas de poderes contrapuestos.
La descripción clásica de dominación, que acompaña los procesos políticos de finales de siglo XIX y principios del XX, se nutre del concepto de fortaleza y de límite a quienes intentan imponerse como fuerzas contrarias. Los Estados adquieren unidad con la centralidad de un gobierno que domine sobre las disidencias y que adquiera el monopolio del uso de la fuerza, especialmente como amenaza. El miedo a ese poder central está en la base de un gobierno que pueda dirigir el rumbo del complejo cuerpo social y que nadie pueda estar por encima de éste. Este no parece ser ya el formato en que los gobiernos se explican a sí mismos.
El kirchnerismo inauguró una estética de gobierno en transición, es decir de un camino extenso y complejo hacia la eliminación de poderes enemigos para luego, siempre más adelante, lograr la dominación completa. El macrismo, como su heredero en espejo, se obliga a asumir el mismo rol, en donde la dominación es también un camino hacia tiempos que necesitan ser extensos.
La polarización electoral es en realidad la expresión en votos de un conflicto de dominación irresuelto, que a su vez necesita de su subsistencia para los actores que de ella se benefician. Macri y Cristina viven en el enfrentamiento y producen como paradoja una dominación conjunta sobre otras ofertas electorales. Sólo ellos darían sentido a las opciones de esos destinos posibles por dominar, siendo el resto invisibles para el electorado. Quien no se ofrece como víctima, no tiene rol posible en la Argentina actual.
En este caso argentino se representa también, como en tantos otros de esta contemporaneidad del mundo, el proyecto de la modernidad, que avanza hacia la ampliación de la diferencia y no de la unidad. Algo de esto mismo está ya compuesto en la idea de dominación, porque es el gobierno que se impone ante “otros” que quieren amenazarlo. Lo que no estaba contemplado es el lamento y llanto eterno por la afectación inmanejable a la que ese enemigo sometería siempre a una otra parte. Productivo en lo electoral, ofrece en conjunto una suerte de sociedad sin centro rector al que obedecer, y por lo tanto, una repetición de desobediencias incesantes.
Nadie sabe quién atenta contra Ritondo, qué intereses reales hay detrás de la apertura de las importaciones ni dónde está Santiago Maldonado. Lo que sabemos es que todo eso se puede utilizar para describirse como alternativa electoral y así darle sentido a este país que no se parece mucho a la ilusión de la unión soñada.
*Sociólogo. Director de Quiddity.
Cambiemos es una experiencia política sufrida. Casi como un grupo político común, igual que la gente que no entiende “de política”, se enfrentaría a las consecuencias de un poder consolidado en más de treinta años de democracia y donde los que mandan serían las mafias, los sindicatos, la Policía Bonaerense y la corrupción kirchnerista. Estos mismos, desde sus sobrevivientes estructuras de poder reales, tendrían la capacidad de limitar la velocidad de la gestión o de presentar resistencias al cambio. En el estacionamiento explota la nafta contra Ritondo y la gobernadora se muda a una base militar por su heroísmo. Los dirigentes de Cambiemos no ejercerían la totalidad del poder.
Cuando el conteo de votos reflejaba en las horas imposibles de descuento una aproximación impensada, el kirchnerismo se señalaba como víctima de quien administraba el poder del Estado decidiendo hasta dónde contar. Mutilado por la manipulación de quien podría hacerlo, un poder real se expresaba supuestamente como intento de límite a la preferencia del pueblo. El kirchnerismo reclamaba esa noche que los poderosos no le mintieran a la gente. Allí, todos representados en diferencia de horas, eran víctimas cruzadas de poderes contrapuestos.
La descripción clásica de dominación, que acompaña los procesos políticos de finales de siglo XIX y principios del XX, se nutre del concepto de fortaleza y de límite a quienes intentan imponerse como fuerzas contrarias. Los Estados adquieren unidad con la centralidad de un gobierno que domine sobre las disidencias y que adquiera el monopolio del uso de la fuerza, especialmente como amenaza. El miedo a ese poder central está en la base de un gobierno que pueda dirigir el rumbo del complejo cuerpo social y que nadie pueda estar por encima de éste. Este no parece ser ya el formato en que los gobiernos se explican a sí mismos.
El kirchnerismo inauguró una estética de gobierno en transición, es decir de un camino extenso y complejo hacia la eliminación de poderes enemigos para luego, siempre más adelante, lograr la dominación completa. El macrismo, como su heredero en espejo, se obliga a asumir el mismo rol, en donde la dominación es también un camino hacia tiempos que necesitan ser extensos.
La polarización electoral es en realidad la expresión en votos de un conflicto de dominación irresuelto, que a su vez necesita de su subsistencia para los actores que de ella se benefician. Macri y Cristina viven en el enfrentamiento y producen como paradoja una dominación conjunta sobre otras ofertas electorales. Sólo ellos darían sentido a las opciones de esos destinos posibles por dominar, siendo el resto invisibles para el electorado. Quien no se ofrece como víctima, no tiene rol posible en la Argentina actual.
En este caso argentino se representa también, como en tantos otros de esta contemporaneidad del mundo, el proyecto de la modernidad, que avanza hacia la ampliación de la diferencia y no de la unidad. Algo de esto mismo está ya compuesto en la idea de dominación, porque es el gobierno que se impone ante “otros” que quieren amenazarlo. Lo que no estaba contemplado es el lamento y llanto eterno por la afectación inmanejable a la que ese enemigo sometería siempre a una otra parte. Productivo en lo electoral, ofrece en conjunto una suerte de sociedad sin centro rector al que obedecer, y por lo tanto, una repetición de desobediencias incesantes.
Nadie sabe quién atenta contra Ritondo, qué intereses reales hay detrás de la apertura de las importaciones ni dónde está Santiago Maldonado. Lo que sabemos es que todo eso se puede utilizar para describirse como alternativa electoral y así darle sentido a este país que no se parece mucho a la ilusión de la unión soñada.
*Sociólogo. Director de Quiddity.