Recurriendo al análisis de datos, se llega a una clara conclusión sobre las PASO: Cambiemos logró un resonante triunfo en distritos clave del país, sumó más votos a nivel nacional y confirmó que es la primera minoría consolidada del sistema político. Además del apoyo de los electores, administra el Estado y posee la iniciativa política. No obstante, y aunque hizo una buena elección, no pudo ganar la provincia de Buenos Aires, el territorio clave de los comicios legislativos. «No pudo ganar», sin embargo, es discutible: para muchos bonaerenses, que votaron al Gobierno y se fueron a descansar temprano el domingo, Cambiemos ganó. ¿No estaban acaso en el escenario sus principales dirigentes festejando, encabezados por el Presidente, según mostró la televisión? Ellos se abrazaban y se felicitaban mientras podía leerse en el zócalo, que traducía en números las imágenes: el candidato de Cambiemos le lleva cinco puntos a la ex presidenta. Ventaja indescontable pensaron muchos, ya que Macri y los suyos están celebrando.
Con el paso de las horas esa certeza se diluyó. Los votantes más tenaces, que eludieron el sueño, fueron testigos de cómo la preeminencia oficialista fue estrechándose hasta una cifra mínima. Entonces hubo que revocar con disimulo la idea de victoria; el resultado era empate. Visto el nuevo panorama, Cristina proclamó que había ganado, afirmando que era víctima de una manipulación. Mal final para una elección democrática: temprano Cambiemos armó un espectáculo equívoco, con números apresurados y gestos de triunfo; horas después, en plena madrugada, la rival proclamó su victoria. Tal vez todo respondió a una lógica inadvertida. Los expertos saben que los votantes de Macri están menos interesados en la política. Distraídos y cansados, recibieron su ración de triunfalismo y se fueron a dormir tranquilos. La verificación de los hechos no les incumbe. Los de Cristina, en cambio, son acólitos y militantes, propensos a adjudicar sus malas performances a conspiraciones. Paradójicamente, «nos hicieron trampa» quizá los serenó.
Más allá de los sentimientos y las estrategias de unos y otros, cabe preguntar: ¿y la verdad? En la sociedad posmoderna no hay respuesta fácil a una pregunta que parece tan sencilla. Visto que la comunicación tiene el poder de instalar creencias que no se compadecen con los hechos, se acuñó hace poco el término «posverdad». La posverdad es un sucedáneo de la verdad, sostenida por emociones y reforzada por las redes de comunicación textuales y audiovisuales, ante las que se rinde, como un adicto o un creyente, el individuo contemporáneo. Ahora bien, para que exista la posverdad debió socavarse antes la verdad en su versión clásica, que la definía como adecuación a los hechos. En política, la subvirtió Maquiavelo al sostener que al príncipe le conviene más la apariencia que la virtud. Esta estrategia se consagró y se facilitó en la sociedad del espectáculo que, como escribió Guy Debord, produce una inversión de los términos: la realidad surge del show y no el show de la realidad. En ese mundo invertido, dirá Debord, «lo verdadero es un momento de lo falso».
El domingo a la noche la falsedad pareció primar sobre la verdad, otorgándoles razón a estos argumentos. Unos celebraron una victoria que no fue y los otros reclamaron un éxito que hasta ahora no se verificó. Pero acaso la responsabilidad no sea la misma: Cambiemos gobierna, Cristina agoniza. Cambiemos no se conforma con el Metrobus, les ha planteado a los argentinos algo más que soluciones instrumentales. Afirma que quiere reconciliarlos, reducir drásticamente la pobreza, desbancar a las mafias. Es decir, reformar moralmente a la sociedad, expurgándola de autoritarismo, desigualdad y corrupción. ¿Por qué habiendo asumido este programa, que constituye un compromiso ético, el Gobierno privilegia los triunfos de posverdad sobre los triunfos de verdad, que obtuvo de manera legítima y merecida? En vista de esta conducta, debe preguntarse: ¿combatir el narcotráfico, unira los argentinos y alcanzar la pobreza cero son objetivos ciertos o de marketing? La victoria electoral, que incrementará su poder de decisión, confronta al Gobierno con sus intenciones y lo obliga a aclararlas: ¿quiere reformar la sociedad o prefiere montar un simulacro, avalado por la amoralidad del consumismo que podría desatar una eventual mejora económica? Ya ocurrió en los 90. Es la diferencia entre el show y el cambio. Entre los globos amarillos y la emancipación.
Si esta disyuntiva fuera demasiado exigente, tal vez haya que matizarla con la idea de buen gobierno, una cualidad pública factible, aunque no menos difícil de alcanzar. Según Pierre Rosanvallon, al buen gobernante lo distingue un atributo: la confianza ganada con la integridad y el hablar veraz. El Presidente afirma que decir la verdad es fundamental. Y ha avanzado en algunos campos. Sin embargo, posverdades como las del domingo ensombrecen esa declamada virtud. Triunfos de verdad y de posverdad
Con el paso de las horas esa certeza se diluyó. Los votantes más tenaces, que eludieron el sueño, fueron testigos de cómo la preeminencia oficialista fue estrechándose hasta una cifra mínima. Entonces hubo que revocar con disimulo la idea de victoria; el resultado era empate. Visto el nuevo panorama, Cristina proclamó que había ganado, afirmando que era víctima de una manipulación. Mal final para una elección democrática: temprano Cambiemos armó un espectáculo equívoco, con números apresurados y gestos de triunfo; horas después, en plena madrugada, la rival proclamó su victoria. Tal vez todo respondió a una lógica inadvertida. Los expertos saben que los votantes de Macri están menos interesados en la política. Distraídos y cansados, recibieron su ración de triunfalismo y se fueron a dormir tranquilos. La verificación de los hechos no les incumbe. Los de Cristina, en cambio, son acólitos y militantes, propensos a adjudicar sus malas performances a conspiraciones. Paradójicamente, «nos hicieron trampa» quizá los serenó.
Más allá de los sentimientos y las estrategias de unos y otros, cabe preguntar: ¿y la verdad? En la sociedad posmoderna no hay respuesta fácil a una pregunta que parece tan sencilla. Visto que la comunicación tiene el poder de instalar creencias que no se compadecen con los hechos, se acuñó hace poco el término «posverdad». La posverdad es un sucedáneo de la verdad, sostenida por emociones y reforzada por las redes de comunicación textuales y audiovisuales, ante las que se rinde, como un adicto o un creyente, el individuo contemporáneo. Ahora bien, para que exista la posverdad debió socavarse antes la verdad en su versión clásica, que la definía como adecuación a los hechos. En política, la subvirtió Maquiavelo al sostener que al príncipe le conviene más la apariencia que la virtud. Esta estrategia se consagró y se facilitó en la sociedad del espectáculo que, como escribió Guy Debord, produce una inversión de los términos: la realidad surge del show y no el show de la realidad. En ese mundo invertido, dirá Debord, «lo verdadero es un momento de lo falso».
El domingo a la noche la falsedad pareció primar sobre la verdad, otorgándoles razón a estos argumentos. Unos celebraron una victoria que no fue y los otros reclamaron un éxito que hasta ahora no se verificó. Pero acaso la responsabilidad no sea la misma: Cambiemos gobierna, Cristina agoniza. Cambiemos no se conforma con el Metrobus, les ha planteado a los argentinos algo más que soluciones instrumentales. Afirma que quiere reconciliarlos, reducir drásticamente la pobreza, desbancar a las mafias. Es decir, reformar moralmente a la sociedad, expurgándola de autoritarismo, desigualdad y corrupción. ¿Por qué habiendo asumido este programa, que constituye un compromiso ético, el Gobierno privilegia los triunfos de posverdad sobre los triunfos de verdad, que obtuvo de manera legítima y merecida? En vista de esta conducta, debe preguntarse: ¿combatir el narcotráfico, unira los argentinos y alcanzar la pobreza cero son objetivos ciertos o de marketing? La victoria electoral, que incrementará su poder de decisión, confronta al Gobierno con sus intenciones y lo obliga a aclararlas: ¿quiere reformar la sociedad o prefiere montar un simulacro, avalado por la amoralidad del consumismo que podría desatar una eventual mejora económica? Ya ocurrió en los 90. Es la diferencia entre el show y el cambio. Entre los globos amarillos y la emancipación.
Si esta disyuntiva fuera demasiado exigente, tal vez haya que matizarla con la idea de buen gobierno, una cualidad pública factible, aunque no menos difícil de alcanzar. Según Pierre Rosanvallon, al buen gobernante lo distingue un atributo: la confianza ganada con la integridad y el hablar veraz. El Presidente afirma que decir la verdad es fundamental. Y ha avanzado en algunos campos. Sin embargo, posverdades como las del domingo ensombrecen esa declamada virtud. Triunfos de verdad y de posverdad