Por Alejandro Horowicz. Para el Papa la pobreza es consecuencia de que algunos políticos se dedicaron a endeudar a la gente.
Jorge Bergoglio paseó por Río de Janeiro, la semana pasada, en compañía de cientos de miles, mayoritariamente muy jóvenes. Si algo faltara para que la crisis global del capitalismo se retradujera en agravamiento de la crisis política, la movilización papal lo subrayó hasta el paroxismo. Estos movilizados, en una sociedad globalmente desmovilizada, expresan la confianza en la absoluta desconfianza que supone la política como actividad. La confianza en la incapacidad de la sociedad de transformarse en sintonía con la necesidad mayoritaria, y por tanto el rechazo de la política como instrumento colectivo. La simplota confianza en que «la buena voluntad», y el «gesto amable» navegan por encima del conflicto social; más aun, el conflicto mismo solo sería un malentendido al que un diálogo razonable podría poner fin, y esto sucedería por responsabilidad personal de «los políticos». Dijo el Papa: «culpo a los políticos que buscan sus propios intereses». La pobreza es, en esa lectura, una consecuencia de que «algunos políticos se han dedicado a endeudar a la gente creando un ambiente de dependencia». Ese sí que es un programa político. Despolitizar el conflicto social, llamando «un ambiente de dependencia» a lo que en rigor es la dependencia de la bancocracia globalizada; obviar que gobernar no puede ser otra cosa que satisfacer intereses en conflicto; y que toda política, esa es su naturaleza, termina por reducirse en última instancia a defender o atacar intereses de clase. De la naturaleza de los intereses se puede, debe inteligir los de la política misma. Entonces, el enfrentamiento resulta inevitable, y los modos que adquiere, los instrumentos con que se libra, están históricamente determinados. En los albores del capital que los trabajadores se sindicalizaran era un delito contra el Estado, y las penas por su violación terribles. La Revolución Francesa en ese punto no cambió las cosas. En 1791 se promulga la Ley Le Chapelier, por la cual la libertad de empresa no podía ser coartada. De modo que proscribió las asociaciones de trabajadores para evitar la «reconstrucción de los gremios medioevales». Que brutal ironía. La defensa del interés burgués debía impedir la autodefensa de los trabajadores, se trataba de garantizar el éxito del capital reduciendo al mínimo el salario obrero. Se podría pensar, equivocadamente por cierto, que el diputado era un conservador. Pero no, Isaac Le Chapelier no sólo presidió la sesión del 4 de agosto de 1789, donde se abolió el feudalismo, sino que era un integrante activo del Club de los Amigos de la Constitución, más conocido como Club de los Jacobinos. Es decir, un militante del ala radicalizada de la revolución burguesa. Recién en 1864 esa prohibición constitucional fue expresamente abolida en Francia. Y cuidado, en el resto de Europa esto terminó por suceder bastantes años después. La Revolución Rusa del año ’17 puso sobre el tapete el problema del poder. Era la primera vez que trabajadores y campesinos intentaban un camino propio. Fracasó, una compacta contrarrevolución se abrió paso. Hitler y Mussolini aplastaron al movimiento obrero, primero, y se lanzaron a la guerra después. Pero la II Guerra Mundial, con la derrota del fascismo, volvió a modificar los instrumentos del poder político. El derecho a tener derechos (en esto consiste el programa del liberalismo clásico), pasó a ser el derecho a ejercer derechos. Ya no se trataba del derecho a coaligarse legítimamente para defender la masa salarial frente a los beneficios del capital, sino de un cierto número de garantías que formaban parte del nuevo estatuto de ciudadanía. Los derechos al trabajo digno, con vacaciones pagas, a la vivienda, al esparcimiento, a la educación y a la salud, dejaron de ser un problema personal. La sociedad los garantizaba. Esto no supuso que tales derechos fueran directamente universales, pero se transformaron en horizonte compartido, en un valor que la disputa por el poder no ponía en entredicho. Ganara quien ganara estos derechos permanecían. Era el welfare state, el Estado benefactor, un nuevo estatuto de ciudanía universal. El primer peronismo, el que transcurriera entre 1945 y 1955, no fue otra cosa que el welfare state en la Argentina. La caída del General Perón en 1955, y el ciclo de proscripción política de su movimiento, no supuso su liquidación. Sin embargo, a partir de 1975 un perpetuo plano inclinado sirvió para bastardear la calidad de las prestaciones, hasta que el menemismo con su ímpetu privatista terminó por destrozarlo. Todavía hoy la calidad de la educación y el hospital sigue en veremos. ¿En este contexto, qué nos dice el Papa peronista sobre el Estado de Bienestar? A su juicio se trata de la «respuesta a las necesidades de los pobres creados por la política». Otra vez despolitiza la política. Una conquista colectiva se transforma en actividad profesional de la mala gente. El Estado de Bienestar no sería producto de la lucha política, sino el modo en que la mafia política compensa sus estragos. El Papa milita contra el Estado de Bienestar; refuerza la tendencia privatista existente con la legitimación que la movilización católica le arrima. A nadie se le escapa que la crisis golpea la calidad de vida de los trabajadores europeos. Y que a caballo de recortar del gasto público, la bancocracia avanza en dirección del desmonte del Estado de Bienestar. No sólo la red de contención social resulta crecientemente inadecuada, debe lograr lo mismo para más con mucho menos, sino que su legitimidad política termina siendo cada vez más resistida. Desde el momento en que la mayoría despolitizada crece, en que el número de votantes decrece, y que los valores de los que votan se hacen cada día más conservadores, la política de recortes drásticos gana consenso. Es una profecía que se autorrealiza. Mientras la crisis europea se empina, las autoridades del Fondo Monetario Internacional se preocupan por la falta de creación de empleo; qué duda cabe esa es la madre de todos los problemas, pero la solución planteada no deja de ser curiosa. El FMI propone una voluntaria quita salarial para los ocupados; de tal modo que parte de los desocupados reingrese al mercado de trabajo con el aporte de los ocupados. Una solución católica, la solidaridad social, todos cediendo un poco pueden al menos mitigar tan penosa situación. Claro que una pregunta golpea: ¿Por qué la misma masa salarial debiera repartirse entre más? ¿Por qué no agrandar la masa salarial? Basta echar una mirada a las ganancias de los bancos, previamente rescatados con fondos públicos, y a los salarios de sus ejecutivos, para ver en cuánto podría incrementarse la masa salarial a repartir. Sin hablar por cierto de las ganancias de los bancos, ganancia obtenida tras una transferencia de ingresos de los asalariados hacia el capital financiero. Conviene recordar que Joseph Stiglitz, que no es precisamente un economista de la IV Internacional, sostiene que el rescate bancario se hizo mediante una colosal transferencia de ingresos públicos al sector privado a cambio de nada. ¿Es que los bancos son nuestro prójimo? ¿Sólo los bancos? Ahora es posible reformular la propuesta del fondo. Si la creación de empleo, si el incremento de la demanda solvente, no sólo contara con la masa salarial de los trabajadores europeos, sino que se le añadiera el salario de los ejecutivos de los bancos, y una parte de su ganancia extraordinaria, esa política estaría casi condenada al éxito. No es esa la intención. Pareciera que la idea del FMI y la del Papa peronista no son tan distintas. La diferencia sólo la pueden explicar los especialistas en el sexo de los ángeles. -<dl