Hay un viejo debate acerca del efecto de las medidas de ajuste económico en la imagen de los gobiernos y en la gobernabilidad. Está claro que cuando adopta este tipo de medidas todo mandatario pierde popularidad y por eso algunos dicen que es mejor aplicarlas de un solo golpe, en cuanto se inicia el gobierno, para provocar un shock que mejore la economía y permita recuperar la popularidad. Aunque no hay ningún caso en que se haya cumplido en los últimos 40 años en América Latina, muchos creen en esta teoría. Incluso cuando la economía mejora, los mandatarios suelen convertirse en patos rengos que chapotean aspirando a terminar su período constitucional o simplemente son destituidos. Otros defendemos, respaldados en la evidencia empírica, que cuando hay que tomar este tipo de medidas, es mejor hacerlo gradualmente, logrando que la gente comprenda que la favorecerán en el mediano plazo, que se producirá más riqueza para que todos puedan vivir mejor. El orden en la economía es deseable para la mayoría de la población sólo si cree que va a beneficiar a todos y no a unos pocos privilegiados.
Difícil. Es complejo mantener la gobernabilidad cuando cae demasiado la aceptación del mandatario. El Presidente necesita implementar una estrategia de gobierno y de comunicación eficientes, manejar la tensión entre las demandas de la economía y la paciencia de la gente, impedir que los empresarios se aprovechen de las circunstancias, y sobre todo, lograr que la mayoría le otorgue credibilidad. Estas metas deben reflejarse en números, más allá de las declamaciones de apoyo o rechazo al Gobierno.
Veamos lo que ha ocurrido en algunos casos sobre los que tenemos amplia información.
En agosto de 1988 asumió la presidencia del Ecuador el socialdemócrata Rodrigo Borja, quien a las pocas semanas impuso un paquete de ajuste económico que le costaron 32 puntos de aceptación. Su partido, que había ganado con el 52% de los votos, obtuvo en la siguiente elección el 8% y nunca se volvió a recuperar. Sucedió lo mismo con el derechista Sixto Durán Ballén, elegido en 1992, que en cuanto asumió la presidencia tomó medidas parecidas: su popularidad cayó en 67 puntos en Quito y 73 en Guayaquil. Los efectos de las medidas fueron buenos para la economía, pero Durán perdió la posibilidad de gobernar. Su vicepresidente y cerebro del ajuste, Alberto Dahik, fue destituido, enjuiciado y permaneció 19 años prófugo. No cometió ningún delito, pero fue víctima de la impopularidad que producen los ajustes. En 1998 asumió la presidencia del Ecuador Jamil Mahuad que llegó a la cumbre de su popularidad, cuando firmó la paz con el Perú. Confiado en la solidez de su popularidad, quiso sincerar la economía con un ajuste que le llevó de un saldo positivo de 75% a uno negativo de 70%. Se generó el caldo de cultivo para que los militares afectados por la paz, dieran un Golpe de Estado manipulando a los indígenas. Una vez derrocado, fue perseguido durante dos décadas con juicios manipulados.
Sus asesores económicos fueron Domingo Cavallo, economista muy conocido en Argentina por sus ideas económicas y Gonzalo Sánchez de Lozada, que ganó la presidencia de Bolivia en 2002. “Goni” tenía una mentalidad anticuada, decía que un estadista no consulta encuestas sino que “hace lo que hay que hacer”, porque el pueblo es sabio y aunque inicialmente protesta, termina respaldándolo. Con un país que crecía al 2% y un déficit fiscal del 8%, decretó un ajuste brutal, su imagen se desmoronó y después del “impuestazo” del 2003 quedó debilitado, expuesto a que le persigan con cualquier pretexto. Se difundió el rumor de que iba a exportar gas por Chile, lo que sirvió de detonante para que organizaran manifestaciones en las que murieron 64 personas y fueron heridas 228. El presidente tuvo que renunciar y todavía es perseguido por la Justicia de su país acusado de “asesinato”. Ese fue el nombre boliviano del mismo delito: perder la popularidad por promover ajustes en la economía sin una comunicación adecuada.
Michelle Bachelet y Enrique Peña Nieto usaron la estrategia de tomar medidas económicas relativamente drásticas en los primeros días de su gobierno, creyendo que se recuperarían al mejorar la economía. Ninguno de los dos ha hecho un mal gobierno, sus decisiones tuvieron efectos positivos, pero tienen la peor evaluación de la historia de sus países. No cuento con datos sistemáticos sobre lo que ocurre en Perú, pero la información existente permite saber que Alejandro Toledo tomó en el 2001 medidas acertadas, que lograron el despegue la economía de su país, pero que al mismo tiempo hundieron su popularidad y lo condujeron a una crisis que casi termina con la democracia. Acabó su período con menos del 15% de aceptación. Pasó algo semejante con Ollanta Humala, quien deja un país económicamente sólido pero se va con el rechazo del 80% de los peruanos. La economía exitosa no garantiza la gobernabilidad cuando no está acompañada de una buena estrategia de comunicación.
Dramático. El caso de Brasil es dramático. Los datos aislados a veces nos confunden y no nos permiten analizar la realidad de una manera integral. En la mente de muchos se confunden dos hechos totalmente aislados: por un lado, el país está conmovido por un escándalo de corrupción generalizada, y por otro lado el Congreso está por destituir a Dilma Rousseff, sin que se haya demostrado nada en su contra. Desde el punto de vista legal, su cuestionamiento es tan injusto como los de Dahik, Mahuad y Sánchez de Losada: no la interpelan por estar vinculada a la corrupción, sino porque el 70% de los brasileños quiere que se vaya. En los últimos años muchos dirigentes en vez de orientar a los ciudadanos, siguen a las encuestas. El verdadero problema de Dilma nace en la impopularidad causada por las medidas de ajuste que tomó al empezar su segundo mandato. En el trecho final de la campaña electoral, levantó el fantasma de que si ganaba la presidencia de Brasil Aécio Neves, aplicaría un paquete de medidas que harían daño a los pobres del país. Una vez reelegida, Dilma aplicó las medidas que había criticado, argumentando que “eran necesarias para mantener el rumbo de las prioridades sociales del gobierno del PT” y que “la estabilidad y la credibilidad de nuestra economía dependen mucho de cambios que permitan garantizar la solidez de nuestros indicadores económicos”. En enero del 2015 insistió en que “mostraremos que este cambio no altera ni un sólo milímetro el proyecto triunfador de las elecciones”. Sus palabras no se condecían con los hechos, la contradicción era evidente ya que estaba defendiendo lo que antes había pintado como una amenaza. Con el desarrollo de las comunicaciones, los políticos tienen limitaciones para falsear la verdad, porque la gente se percata de todo. Cuando Dilma demonizó ese ajuste inevitable, se puso la soga al cuello: si lo aplicaba se derrumbaría su imagen y cualquier pretexto sería bueno para destituirla.
Muchos de los que hace un año decían que Mauricio Macri no ganaría las elecciones, dicen ahora que no sabe comunicar. Sus hipótesis electorales se desbarataron con los escrutinios y sus actuales aseveraciones no tienen asidero en cifras. Todas las encuestas dicen que la imagen positiva del Presidente está en torno al 60% y su credibilidad por el 55%. A pesar de las medidas, los políticos con mejor imagen en el país son dirigentes del PRO y Sergio Massa, que es visto como alguien moderado que respalda al Gobierno. Los dirigentes mejor evaluados del país son Mauricio Macri, María Eugenia Vidal, Sergio Massa, Gabriela Michetti, Horacio Rodríguez Larreta. La imagen positiva de Marcos Peña sube de manera sorprendente. Los dirigentes de la oposición están en crisis: Cristina Fernández cae permanentemente, Daniel Scioli, por primera vez en una década, tiene casi el mismo nivel de imagen negativa y positiva.
Manuel Mora y Araujo escribió en PERFIL que la opinión pública no alcanza para garantizar la gobernabilidad y eso es cierto. No alcanza, pero es indispensable.
En los diez últimos años ha crecido de manera exponencial la autonomía y la fuerza del “poder de la conversación” que analizó en su clásico libro. Se necesita un amplio diálogo, superar taras maniqueas, y vivir con optimismo y confianza un destape en el que jueces, periodistas, legisladores, gobernadores y gobernados pueden hablar tranquilamente, después de una década de censura. El éxito del proyecto dependerá de que la gente lo siga respaldando y de que la economía se recupere dentro de los plazos previstos.
*Politólogo. Profesor de la George Washington University
Difícil. Es complejo mantener la gobernabilidad cuando cae demasiado la aceptación del mandatario. El Presidente necesita implementar una estrategia de gobierno y de comunicación eficientes, manejar la tensión entre las demandas de la economía y la paciencia de la gente, impedir que los empresarios se aprovechen de las circunstancias, y sobre todo, lograr que la mayoría le otorgue credibilidad. Estas metas deben reflejarse en números, más allá de las declamaciones de apoyo o rechazo al Gobierno.
Veamos lo que ha ocurrido en algunos casos sobre los que tenemos amplia información.
En agosto de 1988 asumió la presidencia del Ecuador el socialdemócrata Rodrigo Borja, quien a las pocas semanas impuso un paquete de ajuste económico que le costaron 32 puntos de aceptación. Su partido, que había ganado con el 52% de los votos, obtuvo en la siguiente elección el 8% y nunca se volvió a recuperar. Sucedió lo mismo con el derechista Sixto Durán Ballén, elegido en 1992, que en cuanto asumió la presidencia tomó medidas parecidas: su popularidad cayó en 67 puntos en Quito y 73 en Guayaquil. Los efectos de las medidas fueron buenos para la economía, pero Durán perdió la posibilidad de gobernar. Su vicepresidente y cerebro del ajuste, Alberto Dahik, fue destituido, enjuiciado y permaneció 19 años prófugo. No cometió ningún delito, pero fue víctima de la impopularidad que producen los ajustes. En 1998 asumió la presidencia del Ecuador Jamil Mahuad que llegó a la cumbre de su popularidad, cuando firmó la paz con el Perú. Confiado en la solidez de su popularidad, quiso sincerar la economía con un ajuste que le llevó de un saldo positivo de 75% a uno negativo de 70%. Se generó el caldo de cultivo para que los militares afectados por la paz, dieran un Golpe de Estado manipulando a los indígenas. Una vez derrocado, fue perseguido durante dos décadas con juicios manipulados.
Sus asesores económicos fueron Domingo Cavallo, economista muy conocido en Argentina por sus ideas económicas y Gonzalo Sánchez de Lozada, que ganó la presidencia de Bolivia en 2002. “Goni” tenía una mentalidad anticuada, decía que un estadista no consulta encuestas sino que “hace lo que hay que hacer”, porque el pueblo es sabio y aunque inicialmente protesta, termina respaldándolo. Con un país que crecía al 2% y un déficit fiscal del 8%, decretó un ajuste brutal, su imagen se desmoronó y después del “impuestazo” del 2003 quedó debilitado, expuesto a que le persigan con cualquier pretexto. Se difundió el rumor de que iba a exportar gas por Chile, lo que sirvió de detonante para que organizaran manifestaciones en las que murieron 64 personas y fueron heridas 228. El presidente tuvo que renunciar y todavía es perseguido por la Justicia de su país acusado de “asesinato”. Ese fue el nombre boliviano del mismo delito: perder la popularidad por promover ajustes en la economía sin una comunicación adecuada.
Michelle Bachelet y Enrique Peña Nieto usaron la estrategia de tomar medidas económicas relativamente drásticas en los primeros días de su gobierno, creyendo que se recuperarían al mejorar la economía. Ninguno de los dos ha hecho un mal gobierno, sus decisiones tuvieron efectos positivos, pero tienen la peor evaluación de la historia de sus países. No cuento con datos sistemáticos sobre lo que ocurre en Perú, pero la información existente permite saber que Alejandro Toledo tomó en el 2001 medidas acertadas, que lograron el despegue la economía de su país, pero que al mismo tiempo hundieron su popularidad y lo condujeron a una crisis que casi termina con la democracia. Acabó su período con menos del 15% de aceptación. Pasó algo semejante con Ollanta Humala, quien deja un país económicamente sólido pero se va con el rechazo del 80% de los peruanos. La economía exitosa no garantiza la gobernabilidad cuando no está acompañada de una buena estrategia de comunicación.
Dramático. El caso de Brasil es dramático. Los datos aislados a veces nos confunden y no nos permiten analizar la realidad de una manera integral. En la mente de muchos se confunden dos hechos totalmente aislados: por un lado, el país está conmovido por un escándalo de corrupción generalizada, y por otro lado el Congreso está por destituir a Dilma Rousseff, sin que se haya demostrado nada en su contra. Desde el punto de vista legal, su cuestionamiento es tan injusto como los de Dahik, Mahuad y Sánchez de Losada: no la interpelan por estar vinculada a la corrupción, sino porque el 70% de los brasileños quiere que se vaya. En los últimos años muchos dirigentes en vez de orientar a los ciudadanos, siguen a las encuestas. El verdadero problema de Dilma nace en la impopularidad causada por las medidas de ajuste que tomó al empezar su segundo mandato. En el trecho final de la campaña electoral, levantó el fantasma de que si ganaba la presidencia de Brasil Aécio Neves, aplicaría un paquete de medidas que harían daño a los pobres del país. Una vez reelegida, Dilma aplicó las medidas que había criticado, argumentando que “eran necesarias para mantener el rumbo de las prioridades sociales del gobierno del PT” y que “la estabilidad y la credibilidad de nuestra economía dependen mucho de cambios que permitan garantizar la solidez de nuestros indicadores económicos”. En enero del 2015 insistió en que “mostraremos que este cambio no altera ni un sólo milímetro el proyecto triunfador de las elecciones”. Sus palabras no se condecían con los hechos, la contradicción era evidente ya que estaba defendiendo lo que antes había pintado como una amenaza. Con el desarrollo de las comunicaciones, los políticos tienen limitaciones para falsear la verdad, porque la gente se percata de todo. Cuando Dilma demonizó ese ajuste inevitable, se puso la soga al cuello: si lo aplicaba se derrumbaría su imagen y cualquier pretexto sería bueno para destituirla.
Muchos de los que hace un año decían que Mauricio Macri no ganaría las elecciones, dicen ahora que no sabe comunicar. Sus hipótesis electorales se desbarataron con los escrutinios y sus actuales aseveraciones no tienen asidero en cifras. Todas las encuestas dicen que la imagen positiva del Presidente está en torno al 60% y su credibilidad por el 55%. A pesar de las medidas, los políticos con mejor imagen en el país son dirigentes del PRO y Sergio Massa, que es visto como alguien moderado que respalda al Gobierno. Los dirigentes mejor evaluados del país son Mauricio Macri, María Eugenia Vidal, Sergio Massa, Gabriela Michetti, Horacio Rodríguez Larreta. La imagen positiva de Marcos Peña sube de manera sorprendente. Los dirigentes de la oposición están en crisis: Cristina Fernández cae permanentemente, Daniel Scioli, por primera vez en una década, tiene casi el mismo nivel de imagen negativa y positiva.
Manuel Mora y Araujo escribió en PERFIL que la opinión pública no alcanza para garantizar la gobernabilidad y eso es cierto. No alcanza, pero es indispensable.
En los diez últimos años ha crecido de manera exponencial la autonomía y la fuerza del “poder de la conversación” que analizó en su clásico libro. Se necesita un amplio diálogo, superar taras maniqueas, y vivir con optimismo y confianza un destape en el que jueces, periodistas, legisladores, gobernadores y gobernados pueden hablar tranquilamente, después de una década de censura. El éxito del proyecto dependerá de que la gente lo siga respaldando y de que la economía se recupere dentro de los plazos previstos.
*Politólogo. Profesor de la George Washington University