Abundante evidencia empírica refuerza una hipótesis: la legitimación de las democracias modernas se debe, ante todo, al bienestar económico. Otros factores inciden, aunque en menor proporción. Importan la calidad institucional, el respeto a las libertades y la honestidad de los dirigentes, pero para un ciudadano medio lo que define el apoyo o el rechazo a un gobierno proviene de un hecho básico, asociado a una noción de justicia distributiva: que exista trabajo y que el valor del salario permita acceder al consumo. Cómo se jerarquiza éste es un tema más complejo. Depende de la cultura y del sistema económico. Si la economía es volátil, se observan conductas adaptativas y defensivas: consumos módicos en las crisis y eufóricos en la fase alta del ciclo. Si la economía es estable, la evolución del consumo se despliega en el tiempo y se sofistica, pudiendo incluir, por ejemplo, la vivienda y una mejor educación.
En este juego, los argentinos apuestan a la volatilidad. Se adaptan, se defienden, saben que a un momento bueno le seguirá otro malo, que después del bienestar llegará el ajuste. La inestabilidad los hizo así: oportunistas, aprovechadores de ventajas en el corto plazo, suscriptores de contratos en el agua. Y, en esencia, individuos poco exigentes. Con ellos mismos y con el poder político y económico. El argentino medio se conforma con tener trabajo y servicios públicos, aunque sean mediocres, y con consumir bienes durables. Si se cumplen esos requisitos, apoya al gobierno de turno y lo reelige. La casa propia, la infraestructura y los servicios de calidad y la buena educación son para él metas inalcanzables u olvidadas. Lograrlas requiere una combinación de factores que ningún argentino vivo pudo experimentar en su vida: estabilidad económica, gobiernos y empresarios responsables, instituciones sólidas, inversiones a largo plazo.
Estos rasgos de la sociedad se exacerbaron en los últimos años. El kirchnerismo restableció la autoridad y sacó al país de una de las crisis más severas de su historia. Mejoró la vida material de mucha gente, sobre todo en los primeros años. Y conservó altos niveles relativos de empleo y salario. No obstante, a pesar de su enjundioso relato, mantuvo a los argentinos en el conformismo. Condenó la pobreza en nombre de la Justicia, pero la sostuvo o aun la incrementó. Sedujo a la clase media con subsidios dispendiosos y consumos baratos. Despreció el capitalismo competitivo y practicó el de amigos. Permitió florecer a las mafias. Se financió con inflación. Generó expectativas insostenibles. Dejó un Estado fundido, corrompido y desorganizado.
Este balance contradictorio le bastó, sin embargo, para conservar factores de poder: el 49% del electorado y un núcleo de medios, de intelectuales y de políticos que, aun desfallecientes, difunden un mensaje capcioso, que muchos argentinos, lamentablemente, desean confirmar: «Macri representa a una derecha salvaje que viene a restablecer y ampliar la explotación; sólo nosotros garantizamos la justicia social».
El nuevo gobierno se encontró con esta dura herencia y este agresivo mensaje. Vaya a saber por qué se refiere poco a ellos. Tal vez piense que no tiene sentido hablar del pasado. Y tampoco mostrarse agresivo. Pero acaso sea un handicap, porque tiene otros frentes abiertos. Por ejemplo, sufre un hecho paradójico, que incrementa las dificultades: sectores empresarios del agro y de la industria, a los que se supone que representa, recibieron importantes incentivos, respondiendo, hasta ahora, con mezquindad. Los precios no dejan de subir y se liquidaron menos exportaciones de lo que se esperaba. No vaya a ser cosa que existan los «grupos concentrados», con los que machacó el relato kirchnerista.
Si es cierto que la situación material de las familias determina el apoyo social, el Gobierno enfrenta un severo dilema: tiene que adecuar la economía sin afectar el bienestar. En términos de la sociología económica de Max Weber, debe compatibilizar el cálculo racional del capital con el empleo y los buenos salarios, que constituyen las demandas de justicia que afianzan la legitimidad. La racionalidad económica halaga al capital, pero si es demasiado estricta, espanta al votante. Es la receta neoliberal. A la inversa, si el votante es subsidiado y recompensado por el Estado, a costa de la libertad y la utilidad empresaria, huye el capital. Es la receta populista.
¿Cómo se superará esta disyuntiva? ¿Tiene chances de éxito el Gobierno? A propósito, escribía hace pocos días Carlos Leyba, maestro de sociólogos y economistas, un argumento provocador: el éxito es más una noción de la empresa privada que de la política. Los managers pueden aspirar a él, los políticos, no. La política es un extraño compromiso con la opacidad: se resuelve un problema, se crea otro. Por eso no alcanza la eficacia, se necesita carisma y poder. Quizás el éxito de la nueva administración se cifre, paradójicamente, en comprender la política. Tal vez, sintonizando ese fantástico juego de fuerzas e intereses, de concesiones y amenazas, de ideales y egoísmos, pueda elaborar una síntesis dialéctica, que aleje al país de su perpetua convulsión.
En este juego, los argentinos apuestan a la volatilidad. Se adaptan, se defienden, saben que a un momento bueno le seguirá otro malo, que después del bienestar llegará el ajuste. La inestabilidad los hizo así: oportunistas, aprovechadores de ventajas en el corto plazo, suscriptores de contratos en el agua. Y, en esencia, individuos poco exigentes. Con ellos mismos y con el poder político y económico. El argentino medio se conforma con tener trabajo y servicios públicos, aunque sean mediocres, y con consumir bienes durables. Si se cumplen esos requisitos, apoya al gobierno de turno y lo reelige. La casa propia, la infraestructura y los servicios de calidad y la buena educación son para él metas inalcanzables u olvidadas. Lograrlas requiere una combinación de factores que ningún argentino vivo pudo experimentar en su vida: estabilidad económica, gobiernos y empresarios responsables, instituciones sólidas, inversiones a largo plazo.
Estos rasgos de la sociedad se exacerbaron en los últimos años. El kirchnerismo restableció la autoridad y sacó al país de una de las crisis más severas de su historia. Mejoró la vida material de mucha gente, sobre todo en los primeros años. Y conservó altos niveles relativos de empleo y salario. No obstante, a pesar de su enjundioso relato, mantuvo a los argentinos en el conformismo. Condenó la pobreza en nombre de la Justicia, pero la sostuvo o aun la incrementó. Sedujo a la clase media con subsidios dispendiosos y consumos baratos. Despreció el capitalismo competitivo y practicó el de amigos. Permitió florecer a las mafias. Se financió con inflación. Generó expectativas insostenibles. Dejó un Estado fundido, corrompido y desorganizado.
Este balance contradictorio le bastó, sin embargo, para conservar factores de poder: el 49% del electorado y un núcleo de medios, de intelectuales y de políticos que, aun desfallecientes, difunden un mensaje capcioso, que muchos argentinos, lamentablemente, desean confirmar: «Macri representa a una derecha salvaje que viene a restablecer y ampliar la explotación; sólo nosotros garantizamos la justicia social».
El nuevo gobierno se encontró con esta dura herencia y este agresivo mensaje. Vaya a saber por qué se refiere poco a ellos. Tal vez piense que no tiene sentido hablar del pasado. Y tampoco mostrarse agresivo. Pero acaso sea un handicap, porque tiene otros frentes abiertos. Por ejemplo, sufre un hecho paradójico, que incrementa las dificultades: sectores empresarios del agro y de la industria, a los que se supone que representa, recibieron importantes incentivos, respondiendo, hasta ahora, con mezquindad. Los precios no dejan de subir y se liquidaron menos exportaciones de lo que se esperaba. No vaya a ser cosa que existan los «grupos concentrados», con los que machacó el relato kirchnerista.
Si es cierto que la situación material de las familias determina el apoyo social, el Gobierno enfrenta un severo dilema: tiene que adecuar la economía sin afectar el bienestar. En términos de la sociología económica de Max Weber, debe compatibilizar el cálculo racional del capital con el empleo y los buenos salarios, que constituyen las demandas de justicia que afianzan la legitimidad. La racionalidad económica halaga al capital, pero si es demasiado estricta, espanta al votante. Es la receta neoliberal. A la inversa, si el votante es subsidiado y recompensado por el Estado, a costa de la libertad y la utilidad empresaria, huye el capital. Es la receta populista.
¿Cómo se superará esta disyuntiva? ¿Tiene chances de éxito el Gobierno? A propósito, escribía hace pocos días Carlos Leyba, maestro de sociólogos y economistas, un argumento provocador: el éxito es más una noción de la empresa privada que de la política. Los managers pueden aspirar a él, los políticos, no. La política es un extraño compromiso con la opacidad: se resuelve un problema, se crea otro. Por eso no alcanza la eficacia, se necesita carisma y poder. Quizás el éxito de la nueva administración se cifre, paradójicamente, en comprender la política. Tal vez, sintonizando ese fantástico juego de fuerzas e intereses, de concesiones y amenazas, de ideales y egoísmos, pueda elaborar una síntesis dialéctica, que aleje al país de su perpetua convulsión.