Todos los grupos humanos tejen una red de estereotipos sobre sus vecinos. En Uruguay, los estereotipos sobre los argentinos son negativos; en Argentina, los estereotipos sobre sus vecinos son positivos. En Buenos Aires cuentan un chiste. ¿Sabés qué es un oriental? Es un porteño con Valium. Lo dicen con afecto. No así en la otra orilla, donde cuentan este chiste: ¿Qué es un argentino dormido? Es una persona en la que se puede confiar. Los estereotipos son falsos en relación con aquello que pretenden reflejar, pero verdaderos en su descripción de los que los emplean. Que haya una asimetría entre los estereotipos de unos y otros se entiende: el grande no ve al pequeño como el pequeño ve al grande .
Cuando un investigador habla para orientales, y luego comparece en Corrientes o en Córdoba, no cambia de país. A no ser que sea nacionalista. Esa minusvalía paraliza al que la padece. Se le pueden aconsejar algunas lecturas, unos años de residencia en el extranjero, una cura de sueño, paseos por el campo, yoga… Y acaso consiga arreglar su avería, esa grave pandemia de nuestro tiempo: la tara cognitiva del nacionalismo y sus sombras chinescas. Octavio Paz decía que el mito de las identidades colectivas es un oficio de sociólogos desocupados. Y una solemne pérdida de tiempo y de energías, añade uno.
El Río de la Plata es una unidad. Sólo la política diferencia sus orillas.
Unos tuvieron peronismo y confesionalismo. Otros, batllismo y laicismo.
Ciento ochenta y cuatro años después de la traumática imposición británica de la “independencia”, la antigua provincia conserva el mismo perfil que las demás: no tiene nada de Cisplatina. No es brasileña. Sigue siendo argentina, o rioplatense.
La diferencia entre los dos países es menor que la que existió durante medio siglo entre la Alemania occidental y la oriental: ésta fue ideológica y política, y la rioplatense es sólo política. Una noche porteña de hace veinte años, cenando con Atilio Stampone y Horacio Ferrer, éste nos decía: Uruguay, Argentina, dos administraciones, un solo país.
Borges confesaba que, si tuviera que exiliarse, haría trampa: se iría al Uruguay. Allí consumaría un simulacro de exilio sin salir de su país . El dictamen de Ferrer y la trampa de Borges desbaratan la ceremonia de la confusión perpetrada por los historiadores nacionales, cuyo oficio es empequeñecer las mentes hasta que coincidan con la pequeñez del territorio.
Habría que asignarles tareas más decentes: inspectores de hacienda, sastres, taxistas, panaderos… La embriaguez de soberanía y las estatuas ecuestres esconden otra realidad: no verla es formar parte del pasado. Ese pasado puede ser confortable, sólo si su habitante forma parte de él: su mente ha sido formateada para que lo refleje, lo idolatre, y jamás lo cuestione.
Cuando un investigador habla para orientales, y luego comparece en Corrientes o en Córdoba, no cambia de país. A no ser que sea nacionalista. Esa minusvalía paraliza al que la padece. Se le pueden aconsejar algunas lecturas, unos años de residencia en el extranjero, una cura de sueño, paseos por el campo, yoga… Y acaso consiga arreglar su avería, esa grave pandemia de nuestro tiempo: la tara cognitiva del nacionalismo y sus sombras chinescas. Octavio Paz decía que el mito de las identidades colectivas es un oficio de sociólogos desocupados. Y una solemne pérdida de tiempo y de energías, añade uno.
El Río de la Plata es una unidad. Sólo la política diferencia sus orillas.
Unos tuvieron peronismo y confesionalismo. Otros, batllismo y laicismo.
Ciento ochenta y cuatro años después de la traumática imposición británica de la “independencia”, la antigua provincia conserva el mismo perfil que las demás: no tiene nada de Cisplatina. No es brasileña. Sigue siendo argentina, o rioplatense.
La diferencia entre los dos países es menor que la que existió durante medio siglo entre la Alemania occidental y la oriental: ésta fue ideológica y política, y la rioplatense es sólo política. Una noche porteña de hace veinte años, cenando con Atilio Stampone y Horacio Ferrer, éste nos decía: Uruguay, Argentina, dos administraciones, un solo país.
Borges confesaba que, si tuviera que exiliarse, haría trampa: se iría al Uruguay. Allí consumaría un simulacro de exilio sin salir de su país . El dictamen de Ferrer y la trampa de Borges desbaratan la ceremonia de la confusión perpetrada por los historiadores nacionales, cuyo oficio es empequeñecer las mentes hasta que coincidan con la pequeñez del territorio.
Habría que asignarles tareas más decentes: inspectores de hacienda, sastres, taxistas, panaderos… La embriaguez de soberanía y las estatuas ecuestres esconden otra realidad: no verla es formar parte del pasado. Ese pasado puede ser confortable, sólo si su habitante forma parte de él: su mente ha sido formateada para que lo refleje, lo idolatre, y jamás lo cuestione.