Cuando, en la Rusia revolucionaria, los soldados vuelcan sus gorras en desconocimiento de la vieja jerarquía militar; cuando las mujeres que salen a las calles optan por usar pantalones y botas militares, invirtiendo el viejo orden social y sexual; cuando los meseros (camareros) marchan rechazando las propinas y reclamando un trato digno por su trabajo; cuando las trabajadoras del hogar reclaman que se las trate de “usted” y ya no del “tú” utilizado anteriormente con los siervos; en fin, cuando los campesinos queman las casas de los terratenientes que habían gobernado sus vidas durante siglos, o cuando los obreros ocupan las fábricas para hacerlas trabajar por su cuenta y mando, todo el orden lógico de la vieja sociedad queda literalmente invertido por la fuerza de una decisión moral de los subalternos, que, al tomarla, automáticamente dejan de serlo. Así, la revolución se muestra fundamentalmente como una revolución cultural, una revolución cognitiva que vuelve lo imposible y lo impensado en realidad. Los preceptos lógicos, normas morales, conocimientos y tradiciones que anteriormente cohesionaban todas las dominaciones, estallaban ahora en mil pedazos y habilitan otros criterios morales y otras maneras de conocer, otras razones lógicas que colocan a los dominados, es decir, a la inmensa mayoría del pueblo, como seres constructores de orden en un orden en el que ellos mandan, deciden y dominan.
Toda revolución es fundamentalmente una transformación radical de los esquemas de sentido común de la sociedad, del orden moral y del orden lógico que monopoliza el poder político centralizado. El asalto armado al Palacio de Invierno representa la eventualidad de un proceso de profundas transformaciones ideológico-políticas que construyen el poder político soviético, antes que este quede refrendado por un hecho de ocupación institucional de los símbolos del poder. En este sentido, se puede hablar de un “Lenin gramsciano” que deposita en la hegemonía cultural y política la llave del momento revolucionario.
No obstante, lo que sí puede ser asumido como una excepcionalidad rusa, más que “oriental”, es la compresión de los tiempos de esa “guerra de posiciones”. Normalmente, la construcción de un nuevo sentido común y del monopolio de los esquemas de orden que guían los comportamientos cotidianos de las personas son procesos de construcción hegemónica a largo plazo. Pueden transcurrir décadas, incluso siglos, durante los cuales se va sedimentando en las estructuras mentales de las personas, de las clases y de los subalternos, el conformismo moral y lógico con la dominación. Por lo general, romper estas baldosas que comprimen el cerebro de las personas es una tarea titánica, también de décadas, que requiere, a decir de Gramsci, “tácticas más complejas” y “cualidades excepcionales de paciencia y de espíritu inventivo”. En Rusia, esto acontece extraordinariamente más rápido. Pero no hay que dejar de lado el hecho de que en medio había una guerra mundial que estaba llevando a la muerte a millones de jóvenes del Imperio ruso; que se tenía un país económicamente quebrado que había arrastrado a su población hacia condiciones de consumo inferiores a las existentes años atrás; que se tenía una estructura mundial imperial estallando en crisis y en reconfiguración, etcétera.
Esta excepcionalidad de circunstancias irrepetibles para cualquier otro país en cualquier otro momento, comprime los tiempos, acorta los plazos y lleva a la sociedad rusa a una crisis de hegemonía, a una disponibilidad social general de nuevas certidumbres y a una porosidad y predisposición de las clases populares a recepcionar nuevas emisiones discursivas capaces de ordenar el mundo incorporándolo a ellos como sujetos activos e influyentes de ese nuevo mundo a erigir. Lo que en otros tiempos habría requerido décadas e incluso siglos, se puede alcanzar en meses, y está claro que algo así difícilmente podrá volver a suceder en mucho tiempo. Excepcionalidades como estas, únicas e irrepetibles en la historia, suelen acontecer en la vida de todas las naciones y, por lo general, quedan registradas en la historia como un extraño, pasajero y confuso tiempo turbulento. Y cuando esta excepcionalidad de la historia viene acompañada de una férrea voluntad política organizada para buscar gatillar todas las potencialidades creativas contenidas en ese excepcional tiempo turbulento, las revoluciones que cambian la historia del mundo estallan. Eso pasó con la Revolución rusa: la excepcionalidad devino regla, la potencia se convirtió en flujo creativo y la lucha por el nuevo sentido común se hizo institución.
Fragmentos del artículo “Tiempos salvajes: a cien años de la Revolución rusa” .
Toda revolución es fundamentalmente una transformación radical de los esquemas de sentido común de la sociedad, del orden moral y del orden lógico que monopoliza el poder político centralizado. El asalto armado al Palacio de Invierno representa la eventualidad de un proceso de profundas transformaciones ideológico-políticas que construyen el poder político soviético, antes que este quede refrendado por un hecho de ocupación institucional de los símbolos del poder. En este sentido, se puede hablar de un “Lenin gramsciano” que deposita en la hegemonía cultural y política la llave del momento revolucionario.
No obstante, lo que sí puede ser asumido como una excepcionalidad rusa, más que “oriental”, es la compresión de los tiempos de esa “guerra de posiciones”. Normalmente, la construcción de un nuevo sentido común y del monopolio de los esquemas de orden que guían los comportamientos cotidianos de las personas son procesos de construcción hegemónica a largo plazo. Pueden transcurrir décadas, incluso siglos, durante los cuales se va sedimentando en las estructuras mentales de las personas, de las clases y de los subalternos, el conformismo moral y lógico con la dominación. Por lo general, romper estas baldosas que comprimen el cerebro de las personas es una tarea titánica, también de décadas, que requiere, a decir de Gramsci, “tácticas más complejas” y “cualidades excepcionales de paciencia y de espíritu inventivo”. En Rusia, esto acontece extraordinariamente más rápido. Pero no hay que dejar de lado el hecho de que en medio había una guerra mundial que estaba llevando a la muerte a millones de jóvenes del Imperio ruso; que se tenía un país económicamente quebrado que había arrastrado a su población hacia condiciones de consumo inferiores a las existentes años atrás; que se tenía una estructura mundial imperial estallando en crisis y en reconfiguración, etcétera.
Esta excepcionalidad de circunstancias irrepetibles para cualquier otro país en cualquier otro momento, comprime los tiempos, acorta los plazos y lleva a la sociedad rusa a una crisis de hegemonía, a una disponibilidad social general de nuevas certidumbres y a una porosidad y predisposición de las clases populares a recepcionar nuevas emisiones discursivas capaces de ordenar el mundo incorporándolo a ellos como sujetos activos e influyentes de ese nuevo mundo a erigir. Lo que en otros tiempos habría requerido décadas e incluso siglos, se puede alcanzar en meses, y está claro que algo así difícilmente podrá volver a suceder en mucho tiempo. Excepcionalidades como estas, únicas e irrepetibles en la historia, suelen acontecer en la vida de todas las naciones y, por lo general, quedan registradas en la historia como un extraño, pasajero y confuso tiempo turbulento. Y cuando esta excepcionalidad de la historia viene acompañada de una férrea voluntad política organizada para buscar gatillar todas las potencialidades creativas contenidas en ese excepcional tiempo turbulento, las revoluciones que cambian la historia del mundo estallan. Eso pasó con la Revolución rusa: la excepcionalidad devino regla, la potencia se convirtió en flujo creativo y la lucha por el nuevo sentido común se hizo institución.
Fragmentos del artículo “Tiempos salvajes: a cien años de la Revolución rusa” .