“Es un mal acuerdo”. Esa es la caracterización en la que coincidieron casi todos los diputados que hablaron durante la sesión en la que se dio media sanción al proyecto de ley para posibilitar el pago a los fondos buitre; aun los que votaron a favor. Quedan pocas dudas sobre esa caracterización: un acuerdo que es negociado con urgencia por el Gobierno, que reconoce distintos porcentajes a distintos litigantes, que abarca solo a la mitad de los tenedores de bonos que no ingresaron a los canjes y que deja abierto un flanco para nuevas demandas que podrían poner en riesgo la reestructuración llevada a cabo en 2005 y 2010 es un mal acuerdo.
También hay un consenso bastante generalizado acerca de que el pago a los tenedores de bonos que no ingresaron a los canjes anteriores es un tema pendiente que, tarde o temprano, había que encarar.
La pregunta que entonces cabe hacernos es la siguiente: ¿por qué se busca cerrar un mal acuerdo con tanta urgencia?
Es evidente que las expectativas iniciales del Gobierno en torno a la devaluación, la eliminación de las restricciones en el mercado cambiario, la baja o eliminación de las retenciones, el préstamo “puente” de un grupo de bancos y la liquidación de divisas de los grandes exportadores como salvoconductos para la gestión de una salida “suave” no se cumplieron. Adicionalmente, las medidas que tomó el Gobierno desde su asunción (con la excepción del aumento en las tarifas de electricidad, cuyo impacto en las cuentas públicas todavía no está claro) contribuyeron a incrementar el déficit fiscal. Por último, se produjo la previsible aceleración inflacionaria, proporcional al tamaño de la devaluación, que se verá reforzada por los aumentos de tarifas y que difícilmente cederá si la cotización del dólar sigue subiendo. El remedio que hoy aplica el Banco Central para frenar la suba del dólar es una tasa de interés sumamente alta, que, si bien resulta exitosa en ese objetivo, lo hace al costo de profundizar la incipiente recesión en la que ha entrado la economía.
En este contexto, para el Gobierno se vuelve más urgente acceder al financiamiento internacional que le permita estabilizar la macroeconomía, y un acuerdo con estos fondos es presentado como condición sine qua non para lograr ese acceso y conseguir una significativa reducción de la tasa de interés. Si bien es discutible que sea condición necesaria, es evidente que no es condición suficiente.
Una rápida mirada al contexto internacional permite advertir que estamos bastante lejos de un escenario propicio para que se produzca un flujo importante de capitales y de inversiones al país. La economía global se está moviendo desde un crecimiento anémico hacia una desaceleración, y eso impactará sobre los precios de los activos de riesgo y, particularmente, sobre los llamados países “emergentes”. Nada hace pensar que, en este contexto, haya un gran interés en invertir en la Argentina, y tal vez lo más realista sería esperar financiamiento a tasas no tan bajas como las que esperaba el gobierno y eventualmente la llegada de capitales especulativos, en la medida en que puedan obtener altos rendimientos a corto plazo.
Como revela la historia argentina, desde la última dictadura, el endeudamiento externo sirvió fundamentalmente para financiar la fuga de capitales. La confianza que el nuevo Gobierno podría llegar a generar en los “mercados” no se ha producido, y la fuga de capitales continúa.
¿Por qué un nuevo ciclo de endeudamiento tendría, esta vez, resultados distintos?
También hay un consenso bastante generalizado acerca de que el pago a los tenedores de bonos que no ingresaron a los canjes anteriores es un tema pendiente que, tarde o temprano, había que encarar.
La pregunta que entonces cabe hacernos es la siguiente: ¿por qué se busca cerrar un mal acuerdo con tanta urgencia?
Es evidente que las expectativas iniciales del Gobierno en torno a la devaluación, la eliminación de las restricciones en el mercado cambiario, la baja o eliminación de las retenciones, el préstamo “puente” de un grupo de bancos y la liquidación de divisas de los grandes exportadores como salvoconductos para la gestión de una salida “suave” no se cumplieron. Adicionalmente, las medidas que tomó el Gobierno desde su asunción (con la excepción del aumento en las tarifas de electricidad, cuyo impacto en las cuentas públicas todavía no está claro) contribuyeron a incrementar el déficit fiscal. Por último, se produjo la previsible aceleración inflacionaria, proporcional al tamaño de la devaluación, que se verá reforzada por los aumentos de tarifas y que difícilmente cederá si la cotización del dólar sigue subiendo. El remedio que hoy aplica el Banco Central para frenar la suba del dólar es una tasa de interés sumamente alta, que, si bien resulta exitosa en ese objetivo, lo hace al costo de profundizar la incipiente recesión en la que ha entrado la economía.
En este contexto, para el Gobierno se vuelve más urgente acceder al financiamiento internacional que le permita estabilizar la macroeconomía, y un acuerdo con estos fondos es presentado como condición sine qua non para lograr ese acceso y conseguir una significativa reducción de la tasa de interés. Si bien es discutible que sea condición necesaria, es evidente que no es condición suficiente.
Una rápida mirada al contexto internacional permite advertir que estamos bastante lejos de un escenario propicio para que se produzca un flujo importante de capitales y de inversiones al país. La economía global se está moviendo desde un crecimiento anémico hacia una desaceleración, y eso impactará sobre los precios de los activos de riesgo y, particularmente, sobre los llamados países “emergentes”. Nada hace pensar que, en este contexto, haya un gran interés en invertir en la Argentina, y tal vez lo más realista sería esperar financiamiento a tasas no tan bajas como las que esperaba el gobierno y eventualmente la llegada de capitales especulativos, en la medida en que puedan obtener altos rendimientos a corto plazo.
Como revela la historia argentina, desde la última dictadura, el endeudamiento externo sirvió fundamentalmente para financiar la fuga de capitales. La confianza que el nuevo Gobierno podría llegar a generar en los “mercados” no se ha producido, y la fuga de capitales continúa.
¿Por qué un nuevo ciclo de endeudamiento tendría, esta vez, resultados distintos?