Para cada problema complejo hay una respuesta clara, simple y equivocada. Sin embargo, la respuesta equivocada que explica las desgracias argentinas no es una, sino que son dos: Estados Unidos y el peronismo. Como de uno se encarga Trump, examinemos el otro.
Culpar al peronismo de todos los males tiene un aspecto positivo: vende libros. En contrapartida, tiene dos aspectos negativos. El primero es que el 60% de los argentinos insiste en votar, en cada elección, a candidatos que se reconocen peronistas. Los hay kirchneristas, massistas y con capacidades electorales diferentes, porque se dividen para multiplicarse. Pero no se acaban. El peronismo es como el clima: hay que aceptarlo o emigrar.
El segundo aspecto negativo es que los peronistas gobiernan mal, casi tan mal como los demás.
¿Pero qué es el peronismo a fin de cuentas? El movimiento original incluyó tres componentes: formato populista, contenido nacionalista y mentalidad corporativa.
El populismo promueve la relación directa entre el líder y las masas. Para eludir los parlamentos y los partidos, los líderes populistas construyen una antinomia y se paran de un lado: el del pueblo. El nombre genérico del populismo es maniqueísmo. Más que las instituciones o las elites, el enemigo del populismo son los matices.
El nacionalismo coloca al país nativo en primer lugar. Pero, a diferencia del patriotismo, es despreciativo o agresivo hacia los demás. El nombre genérico del nacionalismo, primo hermano del racismo, es particularismo. Su enemigo es el universalismo de las leyes y la igualdad de las personas.
El corporativismo peronista bebió en la formación militar y la experiencia italiana del fundador. El nombre genérico del corporativismo es organicismo, y su opuesto es el pluralismo: la concepción de que las sociedades se componen de grupos múltiples, superpuestos y voluntarios, en vez de duales, excluyentes y permanentes.
Los tres componentes del peronismo se suavizaron durante la vejez de su líder, y los dos últimos desaparecieron con Cafiero (un pluralista) y Menem (un, ejem, posnacionalista). Algo de populismo quedó, aunque ya no como característica del peronismo, sino del sistema político argentino.
Pero todo lo anterior es irrelevante. Cosa vieja. Debate de intelectuales. Lo que define al peronismo es la combinación de protección social con oportunidades políticas. Protección para los de abajo (los sectores populares), oportunidades para los de arriba (los dirigentes). La protección se encarna en derechos; las oportunidades, en poder. El peronismo «amplía derechos» para el pueblo. Al mismo tiempo, garantiza a sus líderes una carrera sólo limitada por su ambición.
El radicalismo, que supo representar a las clases medias, era el peronismo en el espejo. A sus electores les prometía, en vez de protección, oportunidades: de educación, de ascenso social, de empleo. A sus dirigentes, en vez de oportunidades, protección: cargos, contratos, entrar en planta. Fue Alfonsín el que les permitió, por un tiempo, aspirar a más. Después volvió el aburguesamiento: ni con De la Rúa se recuperó el hambre de poder, conformándose con ocupar cargos y no hacer olas. Cuando el fracaso del gobierno cerró oportunidades sociales, los electores buscaron otros rumbos; cuando las derrotas electorales redujeron los cargos, los dirigentes también empezaron a emigrar.
Pro vino a mezclar las cartas. No ofreció protección, sino oportunidades en los dos niveles. Del radicalismo robó electores, ofreciendo un horizonte aspiracional a las clases medias. Del peronismo roba dirigentes, asegurando oportunidades políticas a quien se encuentre bloqueado. Y seduce a la gente sin partido. Sin embargo, esta estrategia tiene un límite: las oportunidades sociales requieren crecimiento económico; las oportunidades políticas, victorias electorales.
Pero 2017 asoma complicado. En lo económico y en lo electoral.
Este año, Cambiemos sumará legisladores en el Congreso, las legislaturas y los concejos deliberantes. Ello se debe a que las elecciones de 2011 y 2013 le fueron esquivas. El diferencial entre lo poco que arriesga y lo bastante que puede ganar le alcanza para retener a sus dirigentes y adquirir nuevos. María Eugenia Vidal lo demuestra de a un intendente por mes.
Con todo, sumar legisladores y punteros no asegura la victoria. Para ganar, Cambiemos necesita más votos y no más dirigentes que los rivales. Eso requiere que la economía crezca y que se note. Ahí es donde el mundo no ayuda.
Hace tiempo que el economista Dani Rodrik, de Harvard, alerta contra el peligro de la hiperglobalización. Rodrik postula un trilema al que llama «teorema de la imposibilidad»: no se puede tener al mismo tiempo globalización, democracia y Estados nacionales. Podemos combinar dos cualesquiera, pero no los tres. Como sería esperable de un inmigrante turco y judío en los Estados Unidos, Rodrik es internacionalista: él prefiere que se disuelvan los Estados. Pero en el corto plazo no lo cree posible y, siendo demócrata, opta por limitar la globalización. De lo contrario, argumenta, su profundización erosionará la democracia o los Estados.
La proliferación mundial de populistas y nacionalistas le está dando la razón. El populismo es la revancha de la democracia contra las elites globalizadas; el nacionalismo, la del Estado nacional contra la libre circulación de capitales y personas. Populismo y nacionalismo prometen algo parecido: protección. Contra el terrorismo, contra los inmigrantes, contra las multinacionales, contra el establishment. Para todos los problemas, el proteccionismo es la respuesta clara, simple y equivocada.
Pero, como le dijo Bartolomé Mitre al presidente Julio Roca, «cuando todos están equivocados, todos tienen razón».
Los ciudadanos de cada vez más países buscan protección antes que oportunidades. La incertidumbre y el miedo fomentan el bilardismo: conservar lo ganado, no arriesgar. El jogo bonito, además de innecesario, pone en peligro el resultado. Entrenar con instituciones y reglas de juego es exponerse a la goleada.
Los tiempos piden nacionalismo, y en la Argentina no hay mejor intérprete de los tiempos que Miguel Pichetto.
Nacionalismo, populismo, protección social. Eso es lo que ofrece el peronismo. Y lo hace en todas sus versiones: kirchnerista, massista o federal. Algo parecido debe ofrecer el gobierno si quiere ganar.
Y no está lejos. Sus políticas sociales contuvieron con éxito a la calle y a los gremios. Su relación con gobernadores e intendentes es cara, pero mutuamente ventajosa. Con Gómez Centurión apela a los nacionalistas, con Carrió a los honestistas. Vidal encarna la protección maternal. Cambiemos busca significar distintas cosas para distintos públicos: Ernesto Laclau estaría orgulloso.
La pregunta sobre cómo salir del populismo tenía, hasta ahora, dos respuestas: shock o gradualismo. El mundo sugiere una tercera, y el presidente parece interpretarla: quizá no sea el momento de salir del populismo.
Politólogo. Universidad de Lisboa
Culpar al peronismo de todos los males tiene un aspecto positivo: vende libros. En contrapartida, tiene dos aspectos negativos. El primero es que el 60% de los argentinos insiste en votar, en cada elección, a candidatos que se reconocen peronistas. Los hay kirchneristas, massistas y con capacidades electorales diferentes, porque se dividen para multiplicarse. Pero no se acaban. El peronismo es como el clima: hay que aceptarlo o emigrar.
El segundo aspecto negativo es que los peronistas gobiernan mal, casi tan mal como los demás.
¿Pero qué es el peronismo a fin de cuentas? El movimiento original incluyó tres componentes: formato populista, contenido nacionalista y mentalidad corporativa.
El populismo promueve la relación directa entre el líder y las masas. Para eludir los parlamentos y los partidos, los líderes populistas construyen una antinomia y se paran de un lado: el del pueblo. El nombre genérico del populismo es maniqueísmo. Más que las instituciones o las elites, el enemigo del populismo son los matices.
El nacionalismo coloca al país nativo en primer lugar. Pero, a diferencia del patriotismo, es despreciativo o agresivo hacia los demás. El nombre genérico del nacionalismo, primo hermano del racismo, es particularismo. Su enemigo es el universalismo de las leyes y la igualdad de las personas.
El corporativismo peronista bebió en la formación militar y la experiencia italiana del fundador. El nombre genérico del corporativismo es organicismo, y su opuesto es el pluralismo: la concepción de que las sociedades se componen de grupos múltiples, superpuestos y voluntarios, en vez de duales, excluyentes y permanentes.
Los tres componentes del peronismo se suavizaron durante la vejez de su líder, y los dos últimos desaparecieron con Cafiero (un pluralista) y Menem (un, ejem, posnacionalista). Algo de populismo quedó, aunque ya no como característica del peronismo, sino del sistema político argentino.
Pero todo lo anterior es irrelevante. Cosa vieja. Debate de intelectuales. Lo que define al peronismo es la combinación de protección social con oportunidades políticas. Protección para los de abajo (los sectores populares), oportunidades para los de arriba (los dirigentes). La protección se encarna en derechos; las oportunidades, en poder. El peronismo «amplía derechos» para el pueblo. Al mismo tiempo, garantiza a sus líderes una carrera sólo limitada por su ambición.
El radicalismo, que supo representar a las clases medias, era el peronismo en el espejo. A sus electores les prometía, en vez de protección, oportunidades: de educación, de ascenso social, de empleo. A sus dirigentes, en vez de oportunidades, protección: cargos, contratos, entrar en planta. Fue Alfonsín el que les permitió, por un tiempo, aspirar a más. Después volvió el aburguesamiento: ni con De la Rúa se recuperó el hambre de poder, conformándose con ocupar cargos y no hacer olas. Cuando el fracaso del gobierno cerró oportunidades sociales, los electores buscaron otros rumbos; cuando las derrotas electorales redujeron los cargos, los dirigentes también empezaron a emigrar.
Pro vino a mezclar las cartas. No ofreció protección, sino oportunidades en los dos niveles. Del radicalismo robó electores, ofreciendo un horizonte aspiracional a las clases medias. Del peronismo roba dirigentes, asegurando oportunidades políticas a quien se encuentre bloqueado. Y seduce a la gente sin partido. Sin embargo, esta estrategia tiene un límite: las oportunidades sociales requieren crecimiento económico; las oportunidades políticas, victorias electorales.
Pero 2017 asoma complicado. En lo económico y en lo electoral.
Este año, Cambiemos sumará legisladores en el Congreso, las legislaturas y los concejos deliberantes. Ello se debe a que las elecciones de 2011 y 2013 le fueron esquivas. El diferencial entre lo poco que arriesga y lo bastante que puede ganar le alcanza para retener a sus dirigentes y adquirir nuevos. María Eugenia Vidal lo demuestra de a un intendente por mes.
Con todo, sumar legisladores y punteros no asegura la victoria. Para ganar, Cambiemos necesita más votos y no más dirigentes que los rivales. Eso requiere que la economía crezca y que se note. Ahí es donde el mundo no ayuda.
Hace tiempo que el economista Dani Rodrik, de Harvard, alerta contra el peligro de la hiperglobalización. Rodrik postula un trilema al que llama «teorema de la imposibilidad»: no se puede tener al mismo tiempo globalización, democracia y Estados nacionales. Podemos combinar dos cualesquiera, pero no los tres. Como sería esperable de un inmigrante turco y judío en los Estados Unidos, Rodrik es internacionalista: él prefiere que se disuelvan los Estados. Pero en el corto plazo no lo cree posible y, siendo demócrata, opta por limitar la globalización. De lo contrario, argumenta, su profundización erosionará la democracia o los Estados.
La proliferación mundial de populistas y nacionalistas le está dando la razón. El populismo es la revancha de la democracia contra las elites globalizadas; el nacionalismo, la del Estado nacional contra la libre circulación de capitales y personas. Populismo y nacionalismo prometen algo parecido: protección. Contra el terrorismo, contra los inmigrantes, contra las multinacionales, contra el establishment. Para todos los problemas, el proteccionismo es la respuesta clara, simple y equivocada.
Pero, como le dijo Bartolomé Mitre al presidente Julio Roca, «cuando todos están equivocados, todos tienen razón».
Los ciudadanos de cada vez más países buscan protección antes que oportunidades. La incertidumbre y el miedo fomentan el bilardismo: conservar lo ganado, no arriesgar. El jogo bonito, además de innecesario, pone en peligro el resultado. Entrenar con instituciones y reglas de juego es exponerse a la goleada.
Los tiempos piden nacionalismo, y en la Argentina no hay mejor intérprete de los tiempos que Miguel Pichetto.
Nacionalismo, populismo, protección social. Eso es lo que ofrece el peronismo. Y lo hace en todas sus versiones: kirchnerista, massista o federal. Algo parecido debe ofrecer el gobierno si quiere ganar.
Y no está lejos. Sus políticas sociales contuvieron con éxito a la calle y a los gremios. Su relación con gobernadores e intendentes es cara, pero mutuamente ventajosa. Con Gómez Centurión apela a los nacionalistas, con Carrió a los honestistas. Vidal encarna la protección maternal. Cambiemos busca significar distintas cosas para distintos públicos: Ernesto Laclau estaría orgulloso.
La pregunta sobre cómo salir del populismo tenía, hasta ahora, dos respuestas: shock o gradualismo. El mundo sugiere una tercera, y el presidente parece interpretarla: quizá no sea el momento de salir del populismo.
Politólogo. Universidad de Lisboa