Por Pablo Marchetti
09/11/12 – 11:03
“Esto es una bolsa de gatos”. Semejante definición de la marcha del 8N no la dio Aníbal Fernández, Julio De Vido o Andrés Larroque. Mario toma de la mano a Eleonora como quien se aferra a la única convicción que le produce estar parado a pocos metros del Obelisco. “Es una bolsa de gatos”, insiste Mario, “por eso no es fácil estar acá”. Eleonora, su mujer, asiente: “Sé que muchos de los que están aquí hoy mañana estarán en la vereda de enfrente. Pero hoy debemos defender cosas básicas como la justicia o frenar el proyecto de re-re”.
Tienen razón: esta manifestación es una bolsa de gatos y lo que une a los manifestantes no es el amor sino el espanto. Lo de la bolsa de gatos suena a pelea inminente, pero aquí corre una gran vocación de diálogo. Los manifestantes quieren que el Gobierno escuche y tienen mucho para decir.
Debo admitir que fui algo temeroso a la marcha. Suponía que el hecho de trabajar como columnista en un programa de televisión con una línea editorial oficialista me convertiría en blanco de los manifestantes. Nada que ver: lejos de hostigarme con insultos, golpes o exabruptos, no paraban de hablarme, de explicarme por qué estaban ahí y qué estaban reclamando. Y como no era un reclamo, sino muchos, me pasé unas horas escuchando.
Puede que haya sido una bolsa de gatos. Pero más que eso, el 8N fue un Muro de los Lamentos, con una vaga y amplísima convocatoria general, que se llenaba de muchísimos reclamos particulares. Más que un Muro de los Lamentos, un Muro de Facebook. O un tuiteo analógico y masivo, como bien definió la profusión de pancartas individuales ese gran artista que es El Niño Rodríguez.
“Los únicos que agitan golpes son ustedes. Basta de relato”, decía uno de estos tuits analógicos. “Menos cadena nacional, más cadena de asesinos”, decía otro, y la lista seguía hasta el infinito: “Prensa libre”, “Respeto”, “No soy gorila ni nadie me arrea”, “Basta de mentira y cinismo”, “No a la re-reelección”, “Clarín miente con su plata, Cristina miente con la mía”. Hasta que alguien doblaba o triplicaba la apuesta: “Democracia plena sin bloque hegemónico ‘gramsciano’ del poder”.
El señor que tiene semejante cartel viste camisa blanca, bermuda azul, alpargatas azules, y toca insistentemente el silbato. Se llama Osvaldo, es canoso, tiene 69 años y desde hace treinta vive en Río de Janeiro. Dice que este gobierno es gramsciano: “Gramsci fue un comunista italiano que decía que para controlar a la prensa no había que hacer como en la Unión Soviética, donde se reprimía a los opositores y se los mandaba a Siberia, sino que había que dejarlos sin papel. Por eso digo que este gobierno es gramsciano y tiene como intelectual de consulta a un gramsciano como Ernesto Laclau”. No tiene una alternativa clara: “Como oposición a este gobierno pondría a un demócrata que ame el diálogo”.
A su lado, pasa una mujer con una pancarta donde se lee: “#losvamosajuzgar”. Y luego dos carteles más grandes, de esos de tela con dos palos a los costados. Uno dice: “Suboficiales junto al pueblo” y el otro: “Barrick se escribe con K”. Más allá, un chico y una chica, 19 años, miran con atención. Ella tiene la cara llena de piercings. “Vengo porque no puede ser que quienes ganan menos de 10 mil pesos tengan que pagar impuesto a las ganancias. ¡Si mil pesos se te van como si nada en el supermercado!”, se queja.
Pasan unos laburantes vestidos de blanco, con gorro y delantal, arrastrando una vaca de plástico sobre rueditas. “Miles de trabajadores de la carne desaparecieron por las políticas de este gobierno”, grita uno por un megáfono. Llegan al Obelisco, donde se puede ver reflejado por la luz la consigna “Unidos y en libertad”, en obvia respuesta al “Unidos y organizados” del oficialismo.
Abajo del Obelisco hay dos carteles sobre una bandera argentina: “La Fragata no se entrega”, dice uno, en alusión a la fragata Libertad. El otro: “Hoy todos los argentinos somos Gendarmería y Prefectura, FF.AA. y de seguridad. Familiares y civiles en apoyo a nuestros nobles compatriotas. ¡Viva la democracia! ¡Viva la Patria!”. Otra pancarta-tuit: “Si defienden el voto a partir de los 16 años, defiendan el derecho de los ciudadanos a que se castigue a menores cuando cometen un crimen”. ¡137 caracteres!
Si la gente me reconoce, me habla. Hay un tipo que me sigue con la mirada. Me voy hacia otro lado y me sigue, ahora caminando, hasta que me intercepta. “Vos sos el de Duro de domar, ¿no?”, me pregunta. “Sí”, respondo y pienso cómo voy a hacer para esquivar la trompada. “Yo te veo, me divierte el programa”, dice, para mi asombro.
Se llama Héctor y tiene 69 años. “El Gobierno hizo muchas cosas buenas, como las jubilaciones. El problema es que miente tanto. ¿Por qué no dice la verdad sobre la inflación? Y después lo que están haciendo con los pibes… los llevan a Tecnópolis y con el cuento de que aprendan los terminan adoctrinando los de La Cámpora”. Arranca el “se va a acabar, se va a acabar, la dictadura de los K”. Héctor se envalentona: “Y… esto es como una dictadura”.
No hay convencimiento en el cantito sobre la dictadura. Se canta, pero es rápidamente reemplazado si alguien comienza con el “¡Argentina, Argentina!”. También hay algún “Ole le, ola la, si éste no es el pueblo, el pueblo dónde está”, como para dar cuenta de que esa enorme marea mayoritariamente de clase media-media y media-alta también es el pueblo, que pueblo no es sólo ese morochaje poco presente en la calle esta noche y que suele pedir trabajo, sueldo digno y esos detalles.
La marcha no es muy variada en cantitos no porque no haya convencimiento de que esto sea parecido a una dictadura (o que vayamos hacia allí), sino porque no hay mística militante. Una comparación futbolera podría indicar que una marcha convocada por partidos políticos y/o sindicatos sería como una hinchada de algún equipo. En cambio, las marchas caceroleras están llenas de gente que va como van los hinchas a ver a la Selección: nadie sabe muy bien qué gritar y cada uno tiene un sentimiento muy particular y específico sobre el asunto.
Hay un marco de Selección: banderas celestes y blancas, la sensación de que sólo esos colores los une pero, sobre todo, un paladar negro en común. Los manifestantes quieren más seguridad, prensa libre, justicia independiente, no a la re-re, “basta de mentiras” y hasta “no a Monsanto”, como decía uno de los carteles-tuits analógicos. Pero no hay casi nada sobre desempleo, aumento de salarios, jubilaciones y otros reclamos más urgentes.
Claro que esto no quita el derecho a reclamar. Pero es evidente que si la coyuntura económica fuera favorable, los reclamos “republicanos” sobre calidad institucional no serían tan masivos. Porque la cantidad de gente que se movilizó es inmensa, la más masiva de la era kirchnerista, mucho más que las marchas de Blumberg, las de la Mesa de Enlace contra la 125 y hasta el velorio de Néstor Kirchner.
Curiosamente, hubo un punto en que esta marcha se pareció al velorio de Kirchner: la necesidad de los manifestantes de explicar por qué estaban ahí y de discutir política. En aquella ocasión, miles de jóvenes recién llegados a la política necesitaban decir lo suyo y se acercaban a quien quisiera escucharlos para charlar sobre Cobos, Carrió, Magnetto y la necesidad de “bancar a Cristina”. El jueves, miles de personas (jóvenes o no) también necesitaron decir lo suyo.
“Los primeros dos años del gobierno de Kirchner fueron los mejores de cualquier gobierno de los que yo viví”, dice Guillermo. Pero ahora estoy en la lona. Laburo en importaciones y me cagaron la vida, me estoy por quedar en la calle. Si no, no venía, porque los argentinos somos individualistas”.
Eso parece ser esta convocatoria: una suma de individualidades. Sí, igual que la Selección, donde juegan los mejores pero no logran conformar un equipo. Me cruzo otra vez con Mario y Eleonora, que siguen ahí, apoyando esto que no saben muy bien qué es y sin saber muy bien por qué. “Hay que construir una izquierda amplia, sin sectarismos y con capacidad de gobernar como en Uruguay o Brasil”, dice Eleonora, “una zurda que apoyó a Patricia Walsh y a Pino Solanas”.
Mario asiente. “Ya vinimos a la manifestación de septiembre y cuando vimos un cartel que decía ‘No queremos ser como Cuba o Venezuela’ nos fuimos ofendidos. Pero ahora volvimos. Medio desconcertados pero volvimos. Y ojo, hay muchas cosas del Gobierno que aplaudo: los juicios a los militares, la Asignación Universal por Hijo… que es poca y ‘para comprar electrodomésticos’, como dijo (Roberto) Gargarella, pero está muy bien”.
Esto es demasiado: un militante fustiga a Gramsci, otro elogia a Gargarella… no esperaba tanto nivel de debate. Y en cuanto a la bolsa de gatos, no hay dudas. Pero esto es Argentina y esto es política, aunque algunos insistan con la teoría de la antipolítica.
Cientos de miles de personas en la calle reclamando conforman una manifestación política. Y si es Argentina y es política, la bolsa de gatos se torna inevitable. ¿O en el oficialismo las cosas son muy distintas? Vamos, el 8N es política y merece una respuesta política. Y el que esté libre de bolsas de gatos que escupa su primera bola de pelos.
*Periodista. Ex director de la revista Barcelona.
09/11/12 – 11:03
“Esto es una bolsa de gatos”. Semejante definición de la marcha del 8N no la dio Aníbal Fernández, Julio De Vido o Andrés Larroque. Mario toma de la mano a Eleonora como quien se aferra a la única convicción que le produce estar parado a pocos metros del Obelisco. “Es una bolsa de gatos”, insiste Mario, “por eso no es fácil estar acá”. Eleonora, su mujer, asiente: “Sé que muchos de los que están aquí hoy mañana estarán en la vereda de enfrente. Pero hoy debemos defender cosas básicas como la justicia o frenar el proyecto de re-re”.
Tienen razón: esta manifestación es una bolsa de gatos y lo que une a los manifestantes no es el amor sino el espanto. Lo de la bolsa de gatos suena a pelea inminente, pero aquí corre una gran vocación de diálogo. Los manifestantes quieren que el Gobierno escuche y tienen mucho para decir.
Debo admitir que fui algo temeroso a la marcha. Suponía que el hecho de trabajar como columnista en un programa de televisión con una línea editorial oficialista me convertiría en blanco de los manifestantes. Nada que ver: lejos de hostigarme con insultos, golpes o exabruptos, no paraban de hablarme, de explicarme por qué estaban ahí y qué estaban reclamando. Y como no era un reclamo, sino muchos, me pasé unas horas escuchando.
Puede que haya sido una bolsa de gatos. Pero más que eso, el 8N fue un Muro de los Lamentos, con una vaga y amplísima convocatoria general, que se llenaba de muchísimos reclamos particulares. Más que un Muro de los Lamentos, un Muro de Facebook. O un tuiteo analógico y masivo, como bien definió la profusión de pancartas individuales ese gran artista que es El Niño Rodríguez.
“Los únicos que agitan golpes son ustedes. Basta de relato”, decía uno de estos tuits analógicos. “Menos cadena nacional, más cadena de asesinos”, decía otro, y la lista seguía hasta el infinito: “Prensa libre”, “Respeto”, “No soy gorila ni nadie me arrea”, “Basta de mentira y cinismo”, “No a la re-reelección”, “Clarín miente con su plata, Cristina miente con la mía”. Hasta que alguien doblaba o triplicaba la apuesta: “Democracia plena sin bloque hegemónico ‘gramsciano’ del poder”.
El señor que tiene semejante cartel viste camisa blanca, bermuda azul, alpargatas azules, y toca insistentemente el silbato. Se llama Osvaldo, es canoso, tiene 69 años y desde hace treinta vive en Río de Janeiro. Dice que este gobierno es gramsciano: “Gramsci fue un comunista italiano que decía que para controlar a la prensa no había que hacer como en la Unión Soviética, donde se reprimía a los opositores y se los mandaba a Siberia, sino que había que dejarlos sin papel. Por eso digo que este gobierno es gramsciano y tiene como intelectual de consulta a un gramsciano como Ernesto Laclau”. No tiene una alternativa clara: “Como oposición a este gobierno pondría a un demócrata que ame el diálogo”.
A su lado, pasa una mujer con una pancarta donde se lee: “#losvamosajuzgar”. Y luego dos carteles más grandes, de esos de tela con dos palos a los costados. Uno dice: “Suboficiales junto al pueblo” y el otro: “Barrick se escribe con K”. Más allá, un chico y una chica, 19 años, miran con atención. Ella tiene la cara llena de piercings. “Vengo porque no puede ser que quienes ganan menos de 10 mil pesos tengan que pagar impuesto a las ganancias. ¡Si mil pesos se te van como si nada en el supermercado!”, se queja.
Pasan unos laburantes vestidos de blanco, con gorro y delantal, arrastrando una vaca de plástico sobre rueditas. “Miles de trabajadores de la carne desaparecieron por las políticas de este gobierno”, grita uno por un megáfono. Llegan al Obelisco, donde se puede ver reflejado por la luz la consigna “Unidos y en libertad”, en obvia respuesta al “Unidos y organizados” del oficialismo.
Abajo del Obelisco hay dos carteles sobre una bandera argentina: “La Fragata no se entrega”, dice uno, en alusión a la fragata Libertad. El otro: “Hoy todos los argentinos somos Gendarmería y Prefectura, FF.AA. y de seguridad. Familiares y civiles en apoyo a nuestros nobles compatriotas. ¡Viva la democracia! ¡Viva la Patria!”. Otra pancarta-tuit: “Si defienden el voto a partir de los 16 años, defiendan el derecho de los ciudadanos a que se castigue a menores cuando cometen un crimen”. ¡137 caracteres!
Si la gente me reconoce, me habla. Hay un tipo que me sigue con la mirada. Me voy hacia otro lado y me sigue, ahora caminando, hasta que me intercepta. “Vos sos el de Duro de domar, ¿no?”, me pregunta. “Sí”, respondo y pienso cómo voy a hacer para esquivar la trompada. “Yo te veo, me divierte el programa”, dice, para mi asombro.
Se llama Héctor y tiene 69 años. “El Gobierno hizo muchas cosas buenas, como las jubilaciones. El problema es que miente tanto. ¿Por qué no dice la verdad sobre la inflación? Y después lo que están haciendo con los pibes… los llevan a Tecnópolis y con el cuento de que aprendan los terminan adoctrinando los de La Cámpora”. Arranca el “se va a acabar, se va a acabar, la dictadura de los K”. Héctor se envalentona: “Y… esto es como una dictadura”.
No hay convencimiento en el cantito sobre la dictadura. Se canta, pero es rápidamente reemplazado si alguien comienza con el “¡Argentina, Argentina!”. También hay algún “Ole le, ola la, si éste no es el pueblo, el pueblo dónde está”, como para dar cuenta de que esa enorme marea mayoritariamente de clase media-media y media-alta también es el pueblo, que pueblo no es sólo ese morochaje poco presente en la calle esta noche y que suele pedir trabajo, sueldo digno y esos detalles.
La marcha no es muy variada en cantitos no porque no haya convencimiento de que esto sea parecido a una dictadura (o que vayamos hacia allí), sino porque no hay mística militante. Una comparación futbolera podría indicar que una marcha convocada por partidos políticos y/o sindicatos sería como una hinchada de algún equipo. En cambio, las marchas caceroleras están llenas de gente que va como van los hinchas a ver a la Selección: nadie sabe muy bien qué gritar y cada uno tiene un sentimiento muy particular y específico sobre el asunto.
Hay un marco de Selección: banderas celestes y blancas, la sensación de que sólo esos colores los une pero, sobre todo, un paladar negro en común. Los manifestantes quieren más seguridad, prensa libre, justicia independiente, no a la re-re, “basta de mentiras” y hasta “no a Monsanto”, como decía uno de los carteles-tuits analógicos. Pero no hay casi nada sobre desempleo, aumento de salarios, jubilaciones y otros reclamos más urgentes.
Claro que esto no quita el derecho a reclamar. Pero es evidente que si la coyuntura económica fuera favorable, los reclamos “republicanos” sobre calidad institucional no serían tan masivos. Porque la cantidad de gente que se movilizó es inmensa, la más masiva de la era kirchnerista, mucho más que las marchas de Blumberg, las de la Mesa de Enlace contra la 125 y hasta el velorio de Néstor Kirchner.
Curiosamente, hubo un punto en que esta marcha se pareció al velorio de Kirchner: la necesidad de los manifestantes de explicar por qué estaban ahí y de discutir política. En aquella ocasión, miles de jóvenes recién llegados a la política necesitaban decir lo suyo y se acercaban a quien quisiera escucharlos para charlar sobre Cobos, Carrió, Magnetto y la necesidad de “bancar a Cristina”. El jueves, miles de personas (jóvenes o no) también necesitaron decir lo suyo.
“Los primeros dos años del gobierno de Kirchner fueron los mejores de cualquier gobierno de los que yo viví”, dice Guillermo. Pero ahora estoy en la lona. Laburo en importaciones y me cagaron la vida, me estoy por quedar en la calle. Si no, no venía, porque los argentinos somos individualistas”.
Eso parece ser esta convocatoria: una suma de individualidades. Sí, igual que la Selección, donde juegan los mejores pero no logran conformar un equipo. Me cruzo otra vez con Mario y Eleonora, que siguen ahí, apoyando esto que no saben muy bien qué es y sin saber muy bien por qué. “Hay que construir una izquierda amplia, sin sectarismos y con capacidad de gobernar como en Uruguay o Brasil”, dice Eleonora, “una zurda que apoyó a Patricia Walsh y a Pino Solanas”.
Mario asiente. “Ya vinimos a la manifestación de septiembre y cuando vimos un cartel que decía ‘No queremos ser como Cuba o Venezuela’ nos fuimos ofendidos. Pero ahora volvimos. Medio desconcertados pero volvimos. Y ojo, hay muchas cosas del Gobierno que aplaudo: los juicios a los militares, la Asignación Universal por Hijo… que es poca y ‘para comprar electrodomésticos’, como dijo (Roberto) Gargarella, pero está muy bien”.
Esto es demasiado: un militante fustiga a Gramsci, otro elogia a Gargarella… no esperaba tanto nivel de debate. Y en cuanto a la bolsa de gatos, no hay dudas. Pero esto es Argentina y esto es política, aunque algunos insistan con la teoría de la antipolítica.
Cientos de miles de personas en la calle reclamando conforman una manifestación política. Y si es Argentina y es política, la bolsa de gatos se torna inevitable. ¿O en el oficialismo las cosas son muy distintas? Vamos, el 8N es política y merece una respuesta política. Y el que esté libre de bolsas de gatos que escupa su primera bola de pelos.
*Periodista. Ex director de la revista Barcelona.
¿Cómo adquirió este pelafustán tanta celebridad?