El debate sobre el sentido, la posibilidad y la gobernabilidad de una coalición que enfrente a Daniel Scioli inunda el debate político. Hay quienes no quieren saber nada de aliarse con Mauricio Macri. Otros, de una ingenuidad irredimible, plantean que con una lista de «políticas de Estado» se crearía el terreno para alcanzar un acuerdo en torno a la candidatura del jefe de gobierno porteño.
Pienso que un acuerdo es necesario; que si ese acuerdo es sólo electoral está condenado a fracasar; que debe ser un acuerdo de gobierno; que debe evitar la abstracción de las llamadas «políticas de Estado» y contener políticas públicas concretas para la coyuntura y para los próximos cuatro años; que debe ser creíble para la sociedad y para las partes que lo conforman, para lo cual precisa basarse en un mecanismo que asegure que sus integrantes cumplan lo pactado so pena de un alto costo personal y político.
Si estas condiciones no se cumplieran, sería un acuerdo de cotillón que no obtendría la mayoría de los votos. Y si, por azar, lo lograra, no iría más lejos que el gobierno de la Alianza. Presento aquí algunas reflexiones sobre estas condiciones que no he visto, hasta ahora, reflejadas en el debate público.
Una coalición requiere un objetivo común cuya importancia sea suficientemente grande como para permitir el trabajo conjunto de personas y organizaciones que vienen de historias y pertenencias políticas diferentes. Hay dos objetivos generales: uno defensivo y otro constructivo.
El objetivo defensivo común es impedir la profundización de un tipo de gobierno que aleja cada vez más las posibilidades de que la Argentina entre en un círculo positivo de transformación y modernización. Hoy el país se disgrega y degrada culturalmente; se bloquean oportunidades de un crecimiento sostenido; el sistema institucional republicano no funciona; las condiciones de vida pasan períodos de mejoras provisorias que concluyen en mayor pobreza y desamparo. Nuestra sociedad no logra salir de su historia pendular, entre esperanzas y fracasos. Así, el primer objetivo común, el electoral, es evitar el triunfo de Scioli.
Si ganara, el gobernador tendría que elegir entre dos caminos. Por un lado, podría seguir con el actual manejo de la economía. Pero entonces comprobaríamos que el peligro de la ingobernabilidad no consiste en gobernar sin los «K», sino en continuar con lo que hicieron: el país se encaminaría a una situación de desequilibrios insostenibles.
Por otro lado, Scioli ha visto su camino despejado hacia la candidatura presidencial a cambio de garantías dadas al núcleo kirchnerista. Si no fueran cumplidas, abrirían un enfrentamiento interno que afectaría la conducción misma del Estado. De allí que si el gobernador decidiera romper con el populismo, lo más probable es que se desplomarían sobre él las furias de las organizaciones kirchneristas, que continuarán teniendo un poder considerable en la estructura política y administrativa del Estado. Éste es el dilema de Scioli: o deja de ser populista y se enfrenta con el aparato político K, o sigue siéndolo y conduce a la Argentina a una gravísima situación social, política y económica.
Sin embargo, evitar estos males no alcanza para justificar una coalición como la que precisa nuestro país. Además de esa meta defensiva deben existir la decisión y los instrumentos políticos para iniciar una nueva etapa sustentable, que abra el camino a la modernización de la Argentina.
Para esta etapa las diferencias ideológicas no deberían representar una valla insuperable. Lo que hay que hacer en los próximos cuatro años lo precisa tanto la centroderecha como la centroizquierda. Y si no lo hacen juntos, no lo hará nadie.
La coalición debería definir y hacer conocer un conjunto de políticas públicas, muy concretas e instrumentales, en cada una de las esferas críticas que deben transformarse en los próximos cuatro años: la político-institucional, la económica, la ampliación de la base de legitimidad, el funcionamiento y las prácticas del Estado, la seguridad ciudadana y la lucha contra el narco.
Para crear una coalición que gobierne cuatro años con políticas precisas acordadas existen dos obstáculos básicos. El primero es el sistema de garantías mutuas entre los que se coaligan. El segundo, la fuerte reticencia de algunos sectores opositores en apoyar la candidatura de Macri.
¿Cómo crear entonces las garantías mutuas que obliguen a las partes a cumplir con el programa de transición y eviten que alguna -en particular, quien tenga más poder, como el presidente- esté tentada de sacar los pies del plato? Hay que buscar la garantía dentro del propio sistema presidencial. Y ésta consiste en que cada parte tenga poder de veto, es decir, de amenaza de disolución del gobierno de coalición. Ese veto es, reitero, básico para que funcione el sistema, para que se integren sectores diferentes y para fortalecer la gobernabilidad de la coalición ante la opinión pública.
En primer lugar, recordemos que, aun en caso de imponerse en las elecciones, el frente que construyó Macri no tendrá las indispensables mayorías en el Congreso para la aprobación de leyes. La ampliación de su alianza será, por lo tanto, un paso imprescindible para gobernar y deberá incluir necesariamente a sectores del peronismo.
En segundo lugar, contamos con la figura del jefe de Gabinete, facultado a efectuar los nombramientos de los empleados de la administración pública, enviar al Congreso los proyectos de ley del Ejecutivo y refrendar decisiones del presidente. Por lo tanto, el presidente precisa para gobernar del jefe de Gabinete, quien puede ser removido por el voto de la mayoría absoluta de las dos cámaras del Congreso. Por lo tanto, en la necesidad de construir mayorías en el Congreso y de un jefe de Gabinete afín al presidente se encuentran las posibles llaves de las mutuas garantías de una coalición. Cualquier ruptura de lo acordado no sólo pondría en riesgo el programa de transición, sino, sobre todo, la gobernabilidad misma.
Para que este sistema pueda aplicarse deberían darse coincidencias no sólo de políticas públicas, sino en la integración del gabinete y en su modo de operación. Un gabinete de estas características sólo podría funcionar en el marco de una circunstancia excepcional: un período presidencial de transición. Un gobierno de transición no es provisorio ni débil. Es un gobierno que lleva al país de una situación de recurrentes fracasos a otra en la que se abre una nueva historia. Es una transición en la democracia para retomar el significado que le otorgó la sociedad hace 32 años. Para esa tarea se requiere un gobierno fuerte y con alta legitimidad, generada por el apoyo social y político.
La construcción de un gobierno de esas características implica una cuidadosa distribución en el gabinete entre personas que son claves en la coalición, que representan garantías para la opinión pública y que pueden ser ejecutores eficaces de las políticas públicas que les son encargadas.
En consecuencia, antes de las elecciones de octubre sería necesario, junto con la creación de la coalición, el anuncio de la formación del gabinete, sus políticas públicas y la modalidad de funcionamiento.
La garantía para la coalición es que si el gabinete se fracturara, se rompería la mayoría parlamentaria, estaría en riesgo el jefe de Gabinete y el gobierno carecería de capacidad política para funcionar. Ésas son las cláusulas llave que deberían perfeccionarse en estas semanas. Es una condición extrema, pero, a la luz de la experiencia argentina, parece necesaria.
El otro obstáculo, la falta de voluntad de sectores opositores a integrarse en un gobierno presidido por Macri, debería ser resuelto de una manera similar. Por ejemplo, si un dirigente peronista, de oposición y con votos fuese canciller en un gabinete en el que varios de sus miembros provinieran de sectores políticos afines, es probable que su opinión tendería a apoyar las iniciativas más allá de las diferencias políticas e ideológicas con Macri. En un sistema presidencial, el ministro es un secretario del presidente; en uno de coalición, es un socio político.
Si se tratara de apoyar a «Macri presidente», sin más, sólo porque es el que tiene más posibilidades de ganarle a Scioli, los recelos, las competencias y los rechazos serían difícilmente superables. Si, en cambio, se tratara de participar de un gobierno de transición, de cuatro años, de naturaleza plural y con reglas de funcionamiento interno que garanticen la expresión y decisión de ejercer ese pluralismo, es probable que la actitud no fuese la misma.
Podría pensarse que ésta es una coalición movida por el rechazo a Scioli. Borges diría que no los une el amor, sino el espanto.
Sin embargo, lector, es hora de que algo más que el espanto funde la actividad política en nuestro país. La coalición debería ser el resultado de un esfuerzo en busca de reunirnos en torno a la simple y maravillosa idea de iniciar una historia distinta, una transición dentro de la democracia.
Politólogo, canciller durante el gobierno de Raúl Alfonsín.
Pienso que un acuerdo es necesario; que si ese acuerdo es sólo electoral está condenado a fracasar; que debe ser un acuerdo de gobierno; que debe evitar la abstracción de las llamadas «políticas de Estado» y contener políticas públicas concretas para la coyuntura y para los próximos cuatro años; que debe ser creíble para la sociedad y para las partes que lo conforman, para lo cual precisa basarse en un mecanismo que asegure que sus integrantes cumplan lo pactado so pena de un alto costo personal y político.
Si estas condiciones no se cumplieran, sería un acuerdo de cotillón que no obtendría la mayoría de los votos. Y si, por azar, lo lograra, no iría más lejos que el gobierno de la Alianza. Presento aquí algunas reflexiones sobre estas condiciones que no he visto, hasta ahora, reflejadas en el debate público.
Una coalición requiere un objetivo común cuya importancia sea suficientemente grande como para permitir el trabajo conjunto de personas y organizaciones que vienen de historias y pertenencias políticas diferentes. Hay dos objetivos generales: uno defensivo y otro constructivo.
El objetivo defensivo común es impedir la profundización de un tipo de gobierno que aleja cada vez más las posibilidades de que la Argentina entre en un círculo positivo de transformación y modernización. Hoy el país se disgrega y degrada culturalmente; se bloquean oportunidades de un crecimiento sostenido; el sistema institucional republicano no funciona; las condiciones de vida pasan períodos de mejoras provisorias que concluyen en mayor pobreza y desamparo. Nuestra sociedad no logra salir de su historia pendular, entre esperanzas y fracasos. Así, el primer objetivo común, el electoral, es evitar el triunfo de Scioli.
Si ganara, el gobernador tendría que elegir entre dos caminos. Por un lado, podría seguir con el actual manejo de la economía. Pero entonces comprobaríamos que el peligro de la ingobernabilidad no consiste en gobernar sin los «K», sino en continuar con lo que hicieron: el país se encaminaría a una situación de desequilibrios insostenibles.
Por otro lado, Scioli ha visto su camino despejado hacia la candidatura presidencial a cambio de garantías dadas al núcleo kirchnerista. Si no fueran cumplidas, abrirían un enfrentamiento interno que afectaría la conducción misma del Estado. De allí que si el gobernador decidiera romper con el populismo, lo más probable es que se desplomarían sobre él las furias de las organizaciones kirchneristas, que continuarán teniendo un poder considerable en la estructura política y administrativa del Estado. Éste es el dilema de Scioli: o deja de ser populista y se enfrenta con el aparato político K, o sigue siéndolo y conduce a la Argentina a una gravísima situación social, política y económica.
Sin embargo, evitar estos males no alcanza para justificar una coalición como la que precisa nuestro país. Además de esa meta defensiva deben existir la decisión y los instrumentos políticos para iniciar una nueva etapa sustentable, que abra el camino a la modernización de la Argentina.
Para esta etapa las diferencias ideológicas no deberían representar una valla insuperable. Lo que hay que hacer en los próximos cuatro años lo precisa tanto la centroderecha como la centroizquierda. Y si no lo hacen juntos, no lo hará nadie.
La coalición debería definir y hacer conocer un conjunto de políticas públicas, muy concretas e instrumentales, en cada una de las esferas críticas que deben transformarse en los próximos cuatro años: la político-institucional, la económica, la ampliación de la base de legitimidad, el funcionamiento y las prácticas del Estado, la seguridad ciudadana y la lucha contra el narco.
Para crear una coalición que gobierne cuatro años con políticas precisas acordadas existen dos obstáculos básicos. El primero es el sistema de garantías mutuas entre los que se coaligan. El segundo, la fuerte reticencia de algunos sectores opositores en apoyar la candidatura de Macri.
¿Cómo crear entonces las garantías mutuas que obliguen a las partes a cumplir con el programa de transición y eviten que alguna -en particular, quien tenga más poder, como el presidente- esté tentada de sacar los pies del plato? Hay que buscar la garantía dentro del propio sistema presidencial. Y ésta consiste en que cada parte tenga poder de veto, es decir, de amenaza de disolución del gobierno de coalición. Ese veto es, reitero, básico para que funcione el sistema, para que se integren sectores diferentes y para fortalecer la gobernabilidad de la coalición ante la opinión pública.
En primer lugar, recordemos que, aun en caso de imponerse en las elecciones, el frente que construyó Macri no tendrá las indispensables mayorías en el Congreso para la aprobación de leyes. La ampliación de su alianza será, por lo tanto, un paso imprescindible para gobernar y deberá incluir necesariamente a sectores del peronismo.
En segundo lugar, contamos con la figura del jefe de Gabinete, facultado a efectuar los nombramientos de los empleados de la administración pública, enviar al Congreso los proyectos de ley del Ejecutivo y refrendar decisiones del presidente. Por lo tanto, el presidente precisa para gobernar del jefe de Gabinete, quien puede ser removido por el voto de la mayoría absoluta de las dos cámaras del Congreso. Por lo tanto, en la necesidad de construir mayorías en el Congreso y de un jefe de Gabinete afín al presidente se encuentran las posibles llaves de las mutuas garantías de una coalición. Cualquier ruptura de lo acordado no sólo pondría en riesgo el programa de transición, sino, sobre todo, la gobernabilidad misma.
Para que este sistema pueda aplicarse deberían darse coincidencias no sólo de políticas públicas, sino en la integración del gabinete y en su modo de operación. Un gabinete de estas características sólo podría funcionar en el marco de una circunstancia excepcional: un período presidencial de transición. Un gobierno de transición no es provisorio ni débil. Es un gobierno que lleva al país de una situación de recurrentes fracasos a otra en la que se abre una nueva historia. Es una transición en la democracia para retomar el significado que le otorgó la sociedad hace 32 años. Para esa tarea se requiere un gobierno fuerte y con alta legitimidad, generada por el apoyo social y político.
La construcción de un gobierno de esas características implica una cuidadosa distribución en el gabinete entre personas que son claves en la coalición, que representan garantías para la opinión pública y que pueden ser ejecutores eficaces de las políticas públicas que les son encargadas.
En consecuencia, antes de las elecciones de octubre sería necesario, junto con la creación de la coalición, el anuncio de la formación del gabinete, sus políticas públicas y la modalidad de funcionamiento.
La garantía para la coalición es que si el gabinete se fracturara, se rompería la mayoría parlamentaria, estaría en riesgo el jefe de Gabinete y el gobierno carecería de capacidad política para funcionar. Ésas son las cláusulas llave que deberían perfeccionarse en estas semanas. Es una condición extrema, pero, a la luz de la experiencia argentina, parece necesaria.
El otro obstáculo, la falta de voluntad de sectores opositores a integrarse en un gobierno presidido por Macri, debería ser resuelto de una manera similar. Por ejemplo, si un dirigente peronista, de oposición y con votos fuese canciller en un gabinete en el que varios de sus miembros provinieran de sectores políticos afines, es probable que su opinión tendería a apoyar las iniciativas más allá de las diferencias políticas e ideológicas con Macri. En un sistema presidencial, el ministro es un secretario del presidente; en uno de coalición, es un socio político.
Si se tratara de apoyar a «Macri presidente», sin más, sólo porque es el que tiene más posibilidades de ganarle a Scioli, los recelos, las competencias y los rechazos serían difícilmente superables. Si, en cambio, se tratara de participar de un gobierno de transición, de cuatro años, de naturaleza plural y con reglas de funcionamiento interno que garanticen la expresión y decisión de ejercer ese pluralismo, es probable que la actitud no fuese la misma.
Podría pensarse que ésta es una coalición movida por el rechazo a Scioli. Borges diría que no los une el amor, sino el espanto.
Sin embargo, lector, es hora de que algo más que el espanto funde la actividad política en nuestro país. La coalición debería ser el resultado de un esfuerzo en busca de reunirnos en torno a la simple y maravillosa idea de iniciar una historia distinta, una transición dentro de la democracia.
Politólogo, canciller durante el gobierno de Raúl Alfonsín.