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La nueva casa de LA NACION: Vicente López, un paso adelante
Torre al Río, una conjunción de innovación y sustentabilidad
Una nueva Redacción, pensada para el siglo XXI
Un diario es una historia, una cultura, un grupo de personas. Y es también, especialmente para quienes lo viven desde adentro, un edificio.
Llegué por primera vez a la vieja casona de Mitre, en San Martín al 300, a metros de Corrientes, en 1977. Tenía 21 años, y aquellas paredes centenarias me intimidaron. En una residencia vecina, propiedad de Juan María Gutiérrez, había visto la luz el primer ejemplar de LA NACION, el 4 de enero de 1870.
Intimidado, sí, y deslumbrado. La historia estaba ahí, el espíritu del fundador, la tradición, la fuerza de un diario ya convertido en institución de la República. A la primera sede, de estilo colonial, le había seguido, en 1885, la construcción de otra, contigua, de dos plantas y un subsuelo. El resultado eran unas superficies irregulares, con marcados desniveles, pasillos interminables, alturas imprecisas y un derroche de escaleras, escaleritas y escalones.
En el primer piso estaba la Redacción General, corazón del diario, sin ventanas, a la que recuerdo, a ella sí, con el señorío de maderas nobles y señores importantes. Los sábados y domingos, muchos de esos señores no estaban, y entonces los colaboradores de Deportes la invadíamos, nos adueñábamos de las máquinas de escribir y, en doble hoja pautada, con carbónico, pontificábamos sobre fútbol o rugby en los mismos teclados que otros días trabajaban con materiales más graves: la economía, la política; guerras y revoluciones, el curso de la historia, el pasado y el porvenir.
Un piso más arriba, balconeando a un patio interno, Deportes, sala larga, ruidosa, distinta, revolucionaria en sus voces y, sobre todo, irreverente en sus paredes, un estallido de procacidad artística o de gomería, según la voluntad del observador. No puede haber un diario sin sección Deportes, escuela de pluma, oficio y carácter, vocación en estado salvaje.
En la misma planta, la contracara: el Archivo, enorme, silencioso, lugar de culto, Google decimonónico, visita inexorable en la rutina diaria, un tesoro de miles de cajas, ficheros y colecciones.
Un piso y medio más abajo, el comedor, el comedor de Paco, bien lejos de la celebridad gastronómica, bien cerca de lo mejor que uno puede vivir en un diario: ese menú interminable de personas sabias, o cultas, o informadas; o viajadas, o memoriosas o divertidas; o todo eso junto. Después del cierre (¡y muchas veces también antes!, un pecado de época hoy impensable), la vida desfilaba por las largas sobremesas, con jarritas de vino ligero, con gargantas profundas que iban y venían entre lo leve y lo sublime. Cuánto periodismo y cuánto de cualquier cosa se aprendía allí, al lado de gente que para todo tenía una explicación, o parecía tenerla. Cuánta madrugada, cuánto cigarrillo, cuántas historias, como la de aquel viejo jefe que confesó una noche, llorando en la mesa, que nunca se iba a dormir sin antes postrarse frente a un Cristo para rezarle con sus brazos en cruz.
En el subsuelo, el Taller de Composición, un mar de plomo, un concierto de linotipos, unos señores que deslumbraban con su oficio para manejar (cortar, pegar) palabras esculpidas que tenían que leerse al revés. Para muchos de los periodistas, el día, la larga jornada, terminaba allí. Y allí también empezaba el siguiente, con una ojeada al diario recién salido.
El 30 de diciembre de 1979 trabajamos por última vez en San Martín, que aquella noche se cerró para siempre. Hoy se alza ahí una torre portentosa, altiva, indiferente al pedazo de historia grande que quedó sepultado bajo sus cimientos.
En lo que se consideró un prodigio para esos tiempos, el 1° de enero de 1980 hicimos el diario en tiempo y forma en la nueva sede de Bouchard al 500, entre Viamonte y Tucumán, frente a la plaza Roma. El edificio, diseño de los arquitectos Sánchez Elía, Peralta Ramos y Agostini, de seis plantas y tres subsuelos, se había empezado a construir en 1960, y en 1970 se inauguró, en sus entrañas, el sector correspondiente a las rotativas, que empezaron a funcionar allí.
Aunque distante sólo unos cientos de metros de la casona de San Martín, la sede de Bouchard, de algo más de media manzana, lucía imponente sus perfiles grises, sus amplios ventanales y sus esquinas redondeadas, en medio de un Puerto Madero por entonces inhóspito, a excepción de su legendario vecino, el Luna Park. Las dos grandes torres que hoy lo tutelan, la Bouchard y el edificio República, se harían varios años después. La ciudad, entendida como ruido, oficinas, multitudes y medios de transporte, parecía terminar en la avenida Leandro N. Alem.
La mudanza fue un paso decidido a la modernidad, y no sólo por la notable prestación de las nuevas instalaciones. Se sabe: el entorno ejerce una poderosísima influencia sobre las personas y sus formas de trabajar. No pasaría mucho tiempo para que los mismos que veníamos de San Martín ya no fuéramos los mismos en Bouchard. Cierto lirismo, cierta mística, quedaron en aquella vieja casona, pero, simultáneamente, lo artesanal y lo bohemio le dieron paso a una organización más profesional.
El avance, claro, nunca es lineal. Durante los primeros años, de madrugada, después del cierre, la sala de Comunicaciones -con sus télex, teletipos y las máquinas donde se grababan los despachos de corresponsales y enviados especiales- se convertía muchas veces en alegre y caótica canchita de fútbol, con pelotas hechas con papel de diario. Y los escritorios de Deportes se poblaban de tableros de ajedrez. Otros preferían los juegos de cartas. Creo que no conocíamos el significado de la palabra estrés.
En Bouchard llegaría el revolucionario paso del plomo al offset (de la impresión «caliente» a la «fría»), preludio del gigantesco cambio de era que se avecinaba en lo tecnológico. En Bouchard, la Redacción se terminó de dividir en secciones bien diferenciadas, al compás de un periodismo que tendía a la especialización. En Bouchard empezamos a echarle mano al diseño del diario, tocando hasta la médula lo que parecía intocable. Pasamos de las máquinas de escribir a las PC, los teléfonos respondían solos y grababan mensajes cuando no estábamos, desaparecieron las teletipos, irrumpieron el fax (tan revolucionario como efímero), los celulares, las tabletas. Y en el seno de la Redacción fue ganando su lugar, ya en este siglo, la plataforma digital, el hijo hecho y derecho que hoy es lanacion.com.
En noviembre de 2000, LA NACION vivió otro momento culminante: la inauguración de su nueva planta impresora en Barracas, por entonces la más moderna del mundo. Los subsuelos de Bouchard se liberaron de las rotativas. Esos mismos subsuelos se convertirían, pocos años después, en el estacionamiento de la torre que se construyó sobre el edificio existente (con nosotros adentro), otro prodigio de ingeniería.
A la vuelta de 143 años, la hoja de Mitre, el diario, la empresa que hoy es mucho más que un diario, se terminó de mudar ayer a la localidad de Vicente López, a un flamante edificio inteligente sobre la Avenida del Libertador, a metros de la General Paz. El traslado de lo poco que quedaba se hizo en la madrugada de ayer.
Anteanoche, después del cierre del último ejemplar hecho en Bouchard, el grupo de periodistas que trabajó en esa edición alzó sus copas, brindó y aplaudió, en el centro de una Redacción irreconocible, despoblada, con sus venas abiertas. Transida de nostalgia.
Un diario es una historia, una cultura, unas personas. Y un edificio, claro que sí. Un edificio. .
La nueva casa de LA NACION: Vicente López, un paso adelante
Torre al Río, una conjunción de innovación y sustentabilidad
Una nueva Redacción, pensada para el siglo XXI
Un diario es una historia, una cultura, un grupo de personas. Y es también, especialmente para quienes lo viven desde adentro, un edificio.
Llegué por primera vez a la vieja casona de Mitre, en San Martín al 300, a metros de Corrientes, en 1977. Tenía 21 años, y aquellas paredes centenarias me intimidaron. En una residencia vecina, propiedad de Juan María Gutiérrez, había visto la luz el primer ejemplar de LA NACION, el 4 de enero de 1870.
Intimidado, sí, y deslumbrado. La historia estaba ahí, el espíritu del fundador, la tradición, la fuerza de un diario ya convertido en institución de la República. A la primera sede, de estilo colonial, le había seguido, en 1885, la construcción de otra, contigua, de dos plantas y un subsuelo. El resultado eran unas superficies irregulares, con marcados desniveles, pasillos interminables, alturas imprecisas y un derroche de escaleras, escaleritas y escalones.
En el primer piso estaba la Redacción General, corazón del diario, sin ventanas, a la que recuerdo, a ella sí, con el señorío de maderas nobles y señores importantes. Los sábados y domingos, muchos de esos señores no estaban, y entonces los colaboradores de Deportes la invadíamos, nos adueñábamos de las máquinas de escribir y, en doble hoja pautada, con carbónico, pontificábamos sobre fútbol o rugby en los mismos teclados que otros días trabajaban con materiales más graves: la economía, la política; guerras y revoluciones, el curso de la historia, el pasado y el porvenir.
Un piso más arriba, balconeando a un patio interno, Deportes, sala larga, ruidosa, distinta, revolucionaria en sus voces y, sobre todo, irreverente en sus paredes, un estallido de procacidad artística o de gomería, según la voluntad del observador. No puede haber un diario sin sección Deportes, escuela de pluma, oficio y carácter, vocación en estado salvaje.
En la misma planta, la contracara: el Archivo, enorme, silencioso, lugar de culto, Google decimonónico, visita inexorable en la rutina diaria, un tesoro de miles de cajas, ficheros y colecciones.
Un piso y medio más abajo, el comedor, el comedor de Paco, bien lejos de la celebridad gastronómica, bien cerca de lo mejor que uno puede vivir en un diario: ese menú interminable de personas sabias, o cultas, o informadas; o viajadas, o memoriosas o divertidas; o todo eso junto. Después del cierre (¡y muchas veces también antes!, un pecado de época hoy impensable), la vida desfilaba por las largas sobremesas, con jarritas de vino ligero, con gargantas profundas que iban y venían entre lo leve y lo sublime. Cuánto periodismo y cuánto de cualquier cosa se aprendía allí, al lado de gente que para todo tenía una explicación, o parecía tenerla. Cuánta madrugada, cuánto cigarrillo, cuántas historias, como la de aquel viejo jefe que confesó una noche, llorando en la mesa, que nunca se iba a dormir sin antes postrarse frente a un Cristo para rezarle con sus brazos en cruz.
En el subsuelo, el Taller de Composición, un mar de plomo, un concierto de linotipos, unos señores que deslumbraban con su oficio para manejar (cortar, pegar) palabras esculpidas que tenían que leerse al revés. Para muchos de los periodistas, el día, la larga jornada, terminaba allí. Y allí también empezaba el siguiente, con una ojeada al diario recién salido.
El 30 de diciembre de 1979 trabajamos por última vez en San Martín, que aquella noche se cerró para siempre. Hoy se alza ahí una torre portentosa, altiva, indiferente al pedazo de historia grande que quedó sepultado bajo sus cimientos.
En lo que se consideró un prodigio para esos tiempos, el 1° de enero de 1980 hicimos el diario en tiempo y forma en la nueva sede de Bouchard al 500, entre Viamonte y Tucumán, frente a la plaza Roma. El edificio, diseño de los arquitectos Sánchez Elía, Peralta Ramos y Agostini, de seis plantas y tres subsuelos, se había empezado a construir en 1960, y en 1970 se inauguró, en sus entrañas, el sector correspondiente a las rotativas, que empezaron a funcionar allí.
Aunque distante sólo unos cientos de metros de la casona de San Martín, la sede de Bouchard, de algo más de media manzana, lucía imponente sus perfiles grises, sus amplios ventanales y sus esquinas redondeadas, en medio de un Puerto Madero por entonces inhóspito, a excepción de su legendario vecino, el Luna Park. Las dos grandes torres que hoy lo tutelan, la Bouchard y el edificio República, se harían varios años después. La ciudad, entendida como ruido, oficinas, multitudes y medios de transporte, parecía terminar en la avenida Leandro N. Alem.
La mudanza fue un paso decidido a la modernidad, y no sólo por la notable prestación de las nuevas instalaciones. Se sabe: el entorno ejerce una poderosísima influencia sobre las personas y sus formas de trabajar. No pasaría mucho tiempo para que los mismos que veníamos de San Martín ya no fuéramos los mismos en Bouchard. Cierto lirismo, cierta mística, quedaron en aquella vieja casona, pero, simultáneamente, lo artesanal y lo bohemio le dieron paso a una organización más profesional.
El avance, claro, nunca es lineal. Durante los primeros años, de madrugada, después del cierre, la sala de Comunicaciones -con sus télex, teletipos y las máquinas donde se grababan los despachos de corresponsales y enviados especiales- se convertía muchas veces en alegre y caótica canchita de fútbol, con pelotas hechas con papel de diario. Y los escritorios de Deportes se poblaban de tableros de ajedrez. Otros preferían los juegos de cartas. Creo que no conocíamos el significado de la palabra estrés.
En Bouchard llegaría el revolucionario paso del plomo al offset (de la impresión «caliente» a la «fría»), preludio del gigantesco cambio de era que se avecinaba en lo tecnológico. En Bouchard, la Redacción se terminó de dividir en secciones bien diferenciadas, al compás de un periodismo que tendía a la especialización. En Bouchard empezamos a echarle mano al diseño del diario, tocando hasta la médula lo que parecía intocable. Pasamos de las máquinas de escribir a las PC, los teléfonos respondían solos y grababan mensajes cuando no estábamos, desaparecieron las teletipos, irrumpieron el fax (tan revolucionario como efímero), los celulares, las tabletas. Y en el seno de la Redacción fue ganando su lugar, ya en este siglo, la plataforma digital, el hijo hecho y derecho que hoy es lanacion.com.
En noviembre de 2000, LA NACION vivió otro momento culminante: la inauguración de su nueva planta impresora en Barracas, por entonces la más moderna del mundo. Los subsuelos de Bouchard se liberaron de las rotativas. Esos mismos subsuelos se convertirían, pocos años después, en el estacionamiento de la torre que se construyó sobre el edificio existente (con nosotros adentro), otro prodigio de ingeniería.
A la vuelta de 143 años, la hoja de Mitre, el diario, la empresa que hoy es mucho más que un diario, se terminó de mudar ayer a la localidad de Vicente López, a un flamante edificio inteligente sobre la Avenida del Libertador, a metros de la General Paz. El traslado de lo poco que quedaba se hizo en la madrugada de ayer.
Anteanoche, después del cierre del último ejemplar hecho en Bouchard, el grupo de periodistas que trabajó en esa edición alzó sus copas, brindó y aplaudió, en el centro de una Redacción irreconocible, despoblada, con sus venas abiertas. Transida de nostalgia.
Un diario es una historia, una cultura, unas personas. Y un edificio, claro que sí. Un edificio. .