A medida que se acercan los comicios es más fácil entender por qué Cristina Kirchner se empeña tanto en reclamar la sanción del proyecto de ley que limita la propiedad extranjera de la tierra. Y por qué sus adversarios se muestran, como ayer, muy remisos a darle el gusto.
La iniciativa reúne varios rasgos que la convierten en un formidable vector proselitista. No sólo tiene la dosis de nacionalismo indispensable para desatar las inclinaciones xenófobas de un buen número de votantes. Hay otra conveniencia para la presidenta-candidata, y es que la propuesta siembra el desconcierto entre sus rivales.
Casi toda la oposición ha venido impulsando medidas similares a la que promueve la Casa Rosada en estos días. El debate se transforma, entonces, en una broma pesada para los adversarios del kirchnerismo, que no tienen más remedio que contradecirse o adherir a la política oficial. Sólo el macrismo se salva de la trampa. No hay espectáculo más reconfortante para un candidato que ver caer a sus contendientes en un enredo semejante en plena carrera electoral.
La primera definición de la señora de Kirchner después de su victoria en las primarias fue urgir el tratamiento del proyecto. Es comprensible. Más allá de cualquier consideración técnica, la restricción al derecho de los extranjeros a comprar tierras despierta ese reflejo de «defensa de lo nuestro» que es intrínseco al sentido común del populismo, sobre todo en meses de campaña. Para ese atavismo, la iniciativa ofrece un encanto muy superior al de proclamar la supremacía de las heladeras argentinas, como hizo la Presidenta días atrás. Sobre todo porque el kirchnerismo no se atreve a hazañas más audaces, como alguna estatización energética, a la boliviana.
Las razones por las cuales es mejor que la tierra esté en poder de quienes nacieron del lado de adentro de los límites del país, y no del otro, no aparecen demasiado claras en los textos en debate. Quizá los autores, de las más variadas corrientes, no crean necesario justificarlo. Para ellos ha de ser evidente que la argentinidad goza de un estatus ontológico superior.
Pero esa explicación es inconfesable, y si se tira mucho de su cuerda desnuda movimientos del alma un poco turbios. Por esos motivos los promotores de la restricción esgrimen otros argumentos. Por ejemplo, que hay congresos -extranjeros, por supuesto- que ya fijaron ese límite. Y que, como explicó el ministro de Agricultura, Julián Domínguez, en Diputados el último 14 de junio, «hay países que pretenden 300.000 hectáreas». Una alusión obvia al inconfundible «peligro chino».
Para conjurar ese fantasma, todas las propuestas, incluso la de Federico Pinedo, que es la menos chauvinista, prohíben a otros Estados el acceso a la propiedad de la tierra. También ponen un obstáculo a los extranjeros que quieran hacerse de campos en zonas de frontera, y dejan en manos del Congreso la determinación casuística de zonas especiales, exclusivas para nativos.
El proyecto del Ejecutivo fija dos topes mucho más controvertidos: un cupo del 20% para la totalidad de la tierra en manos de extranjeros, que, además, no podrán poseer más de 1000 hectáreas.
Según Domínguez, la cuota del 20% fue calcada de Brasil. Debería informarse. En ese país se encendió una polémica porque Dilma Rousseff pretende no sólo más controles a las compras extranjeras -si superan las 500.000 hectáreas deben pasar por el Congreso-, sino asociar al Estado con esos propietarios a través de una acción de oro. En Uruguay se extiende la misma moda. Contra el juicio de sus ministros de Economía y Agricultura, José Mujica propuso un gravamen para los propietarios rurales que no sean uruguayos. ¿Qué pensarán los argentinos que lo aplaudieron el año pasado en Punta del Este porque les prometió no aplicar nuevos impuestos?
La nota sobresaliente del debate en la Argentina es la incoherencia de casi todos los polemistas. Para empezar: hasta ahora el único que abrió la puerta al «peligro amarillo» fue el kirchnerista Miguel Saiz, gobernador de Río Negro, que firmó un tratado para que la República Popular China pueda apropiarse de tierras.
La Coalición Cívica, en cambio, fue pionera en discriminar a los que ansían «quedarse con lo nuestro». Elisa Carrió presentó un proyecto más severo que el del Ejecutivo, y Patricia Bullrich exigió tratarlo el 11 de agosto del año pasado, con o sin despacho de comisión. Por entonces el moderado era Carlos Kunkel, que pedía a Bullrich estudiar más la idea. La semana pasada Bullrich confesó no estar de acuerdo con el texto de Carrió. Kunkel apura el trámite.
El último 1º de marzo, cuando abrió las sesiones del Congreso, Cristina Kirchner fue sorprendida por un diputado que le gritó desde su banca: «¡Tiene que haber una ley que limite la propiedad de la tierra!». «¿Quién es el diputado?», reaccionó ella, y prometió, astutísima: «Me hizo acordar de que vamos a mandar un proyecto sobre el tema». El exaltado era Pablo Orsolini, de la UCR y la Federación Agraria, autor de un proyecto como el que estaba reclamando.
Era comprensible que Orsolini estuviera ansioso. El 16 de septiembre de 2010, el ministro Domínguez había enviado a la Comisión de Legislación General, que preside Vilma Ibarra, a su asesor Julio César Vitale para aplacar el nacionalismo opositor. Vitale recordó que la limitación a los extranjeros chocaba con el artículo 20 de la Constitución, que los iguala a los argentinos. También observó que ignora tratados internacionales. «Aunque esos tratados pueden ser denunciados», se cubrió, prudente. Ahora, los que piden contemplar ese impedimento constitucional son radicales como Juan Pedro Tunessi, quien hace ocho días pidió más tiempo. Tunessi pensaba distinto el 2 de septiembre del año pasado, cuando, contra la reticencia kirchnerista, defendió la constitucionalidad del texto de Orsolini.
El articulado oficial tiene tantas inconsistencias técnicas que da la impresión de ser sólo un papel de campaña destinado a morir en tribunales. Además, pasarán años antes de que exista un catastro digital para controlar el cupo del 20%. Ese porcentaje suena, de tan generoso, extranjerizante: sólo 4 o 5% de la propiedad rural está hoy en manos foráneas.
El límite de 1000 hectáreas también es impreciso. Esa superficie, insignificante en Chubut, es carísima en Pergamino. En el corazón sojero puede costar 18 millones de dólares. Y en tierras pasables de Entre Ríos, 9 millones. Es difícil que un chacarero nacional y popular acceda a heredades como ésas, aun cuando el valor de los campos se deteriore con esta iniciativa. Lo más probable, aunque increíble, es que Cristina Kirchner esté ofreciendo un cómodo resguardo a los ricos argentinos frente a los ricos extranjeros. Es decir: que haya decidido proteger a la oligarquía terrateniente que hace tres años convocaba a los generales multimediáticos para desatar un movimiento destituyente en contra de ella. Lo que puede la xenofobia..
La iniciativa reúne varios rasgos que la convierten en un formidable vector proselitista. No sólo tiene la dosis de nacionalismo indispensable para desatar las inclinaciones xenófobas de un buen número de votantes. Hay otra conveniencia para la presidenta-candidata, y es que la propuesta siembra el desconcierto entre sus rivales.
Casi toda la oposición ha venido impulsando medidas similares a la que promueve la Casa Rosada en estos días. El debate se transforma, entonces, en una broma pesada para los adversarios del kirchnerismo, que no tienen más remedio que contradecirse o adherir a la política oficial. Sólo el macrismo se salva de la trampa. No hay espectáculo más reconfortante para un candidato que ver caer a sus contendientes en un enredo semejante en plena carrera electoral.
La primera definición de la señora de Kirchner después de su victoria en las primarias fue urgir el tratamiento del proyecto. Es comprensible. Más allá de cualquier consideración técnica, la restricción al derecho de los extranjeros a comprar tierras despierta ese reflejo de «defensa de lo nuestro» que es intrínseco al sentido común del populismo, sobre todo en meses de campaña. Para ese atavismo, la iniciativa ofrece un encanto muy superior al de proclamar la supremacía de las heladeras argentinas, como hizo la Presidenta días atrás. Sobre todo porque el kirchnerismo no se atreve a hazañas más audaces, como alguna estatización energética, a la boliviana.
Las razones por las cuales es mejor que la tierra esté en poder de quienes nacieron del lado de adentro de los límites del país, y no del otro, no aparecen demasiado claras en los textos en debate. Quizá los autores, de las más variadas corrientes, no crean necesario justificarlo. Para ellos ha de ser evidente que la argentinidad goza de un estatus ontológico superior.
Pero esa explicación es inconfesable, y si se tira mucho de su cuerda desnuda movimientos del alma un poco turbios. Por esos motivos los promotores de la restricción esgrimen otros argumentos. Por ejemplo, que hay congresos -extranjeros, por supuesto- que ya fijaron ese límite. Y que, como explicó el ministro de Agricultura, Julián Domínguez, en Diputados el último 14 de junio, «hay países que pretenden 300.000 hectáreas». Una alusión obvia al inconfundible «peligro chino».
Para conjurar ese fantasma, todas las propuestas, incluso la de Federico Pinedo, que es la menos chauvinista, prohíben a otros Estados el acceso a la propiedad de la tierra. También ponen un obstáculo a los extranjeros que quieran hacerse de campos en zonas de frontera, y dejan en manos del Congreso la determinación casuística de zonas especiales, exclusivas para nativos.
El proyecto del Ejecutivo fija dos topes mucho más controvertidos: un cupo del 20% para la totalidad de la tierra en manos de extranjeros, que, además, no podrán poseer más de 1000 hectáreas.
Según Domínguez, la cuota del 20% fue calcada de Brasil. Debería informarse. En ese país se encendió una polémica porque Dilma Rousseff pretende no sólo más controles a las compras extranjeras -si superan las 500.000 hectáreas deben pasar por el Congreso-, sino asociar al Estado con esos propietarios a través de una acción de oro. En Uruguay se extiende la misma moda. Contra el juicio de sus ministros de Economía y Agricultura, José Mujica propuso un gravamen para los propietarios rurales que no sean uruguayos. ¿Qué pensarán los argentinos que lo aplaudieron el año pasado en Punta del Este porque les prometió no aplicar nuevos impuestos?
La nota sobresaliente del debate en la Argentina es la incoherencia de casi todos los polemistas. Para empezar: hasta ahora el único que abrió la puerta al «peligro amarillo» fue el kirchnerista Miguel Saiz, gobernador de Río Negro, que firmó un tratado para que la República Popular China pueda apropiarse de tierras.
La Coalición Cívica, en cambio, fue pionera en discriminar a los que ansían «quedarse con lo nuestro». Elisa Carrió presentó un proyecto más severo que el del Ejecutivo, y Patricia Bullrich exigió tratarlo el 11 de agosto del año pasado, con o sin despacho de comisión. Por entonces el moderado era Carlos Kunkel, que pedía a Bullrich estudiar más la idea. La semana pasada Bullrich confesó no estar de acuerdo con el texto de Carrió. Kunkel apura el trámite.
El último 1º de marzo, cuando abrió las sesiones del Congreso, Cristina Kirchner fue sorprendida por un diputado que le gritó desde su banca: «¡Tiene que haber una ley que limite la propiedad de la tierra!». «¿Quién es el diputado?», reaccionó ella, y prometió, astutísima: «Me hizo acordar de que vamos a mandar un proyecto sobre el tema». El exaltado era Pablo Orsolini, de la UCR y la Federación Agraria, autor de un proyecto como el que estaba reclamando.
Era comprensible que Orsolini estuviera ansioso. El 16 de septiembre de 2010, el ministro Domínguez había enviado a la Comisión de Legislación General, que preside Vilma Ibarra, a su asesor Julio César Vitale para aplacar el nacionalismo opositor. Vitale recordó que la limitación a los extranjeros chocaba con el artículo 20 de la Constitución, que los iguala a los argentinos. También observó que ignora tratados internacionales. «Aunque esos tratados pueden ser denunciados», se cubrió, prudente. Ahora, los que piden contemplar ese impedimento constitucional son radicales como Juan Pedro Tunessi, quien hace ocho días pidió más tiempo. Tunessi pensaba distinto el 2 de septiembre del año pasado, cuando, contra la reticencia kirchnerista, defendió la constitucionalidad del texto de Orsolini.
El articulado oficial tiene tantas inconsistencias técnicas que da la impresión de ser sólo un papel de campaña destinado a morir en tribunales. Además, pasarán años antes de que exista un catastro digital para controlar el cupo del 20%. Ese porcentaje suena, de tan generoso, extranjerizante: sólo 4 o 5% de la propiedad rural está hoy en manos foráneas.
El límite de 1000 hectáreas también es impreciso. Esa superficie, insignificante en Chubut, es carísima en Pergamino. En el corazón sojero puede costar 18 millones de dólares. Y en tierras pasables de Entre Ríos, 9 millones. Es difícil que un chacarero nacional y popular acceda a heredades como ésas, aun cuando el valor de los campos se deteriore con esta iniciativa. Lo más probable, aunque increíble, es que Cristina Kirchner esté ofreciendo un cómodo resguardo a los ricos argentinos frente a los ricos extranjeros. Es decir: que haya decidido proteger a la oligarquía terrateniente que hace tres años convocaba a los generales multimediáticos para desatar un movimiento destituyente en contra de ella. Lo que puede la xenofobia..
El punto donde la ley parece ser electoralera es el artículo 3, y la falsa urgencia.
El art 3, que es el que establece quien debe ser considerado extranjero a los efectos de este proyecto, esta en abierta contradicción con el art 20 de la Constitución Nacional(fue patético hoy el argumento de Barcesat de que los constituyentes eran en realidad clasistas tipo Altamira).
Qué sentido tiene sacar a las apuradas una ley para que todos los jueces la consideren inaplicable?
Se sacan, hace rato que están fuera de quicio, pero peor es que estar en quicio se quedarían como siempre, girando en el mismo lugar.
POrque resulta que la ‘urgencia’ viene porque se elabora este proyecto hace 2 años? Se trata en realidad de que TODOS, pero TODOS, los opositores, al gobierno y al proyecto, estaban a favor hace un año pero ahora que se incorporaron sus puntos se niegan a debatir?
Es inconstitucional por el art. 3? por el constitucional 20? entonces por qué no puede venir Murdoch o como se escriba a comprarse diarios y canales acá? Ahhh, por la ‘inconstitucional’ ley de bienes culturales o ley Clarín. Sí, claro. También aclaremos entonces que los proyectos alternativos, el de Carrió p.e. tenía más restricciones, o que directamente como el de los radicales plantea que sí es ‘constitucional’ hacerlo en las fronteras.
Yo también soy constitucionalista así eh. Vivo en el barrio de Constitución.
Lo ridículo no es Barcesat, porque el análisis constitucional implica revisar sentidos de la constitución y el sentido de la legislación, o sea la intencionalidad del constituyente.
No, lo ridículo es verla una vez más a Pato Bullrich des-diciéndose. POr oponerse nomás.
Vamos viejo, se declaman en consensos y después se hacen enemas de consenso. Que le vas a hacer… gustos son gustos.