Una noche lúdica en el casino de Punta del Este

Foto: Rodrigo Néspolo/Enviado especial
Punta del este.- «Bienvenidos al casino del Conrad.» Nadie te lo dice, pero lo imagino apenas salgo de la escalera mecánica y piso por primera vez sus alfombras negras y coloradas. Pienso también en la adrenalina que deben sentir los que entran delante y detrás mío, esos que se preguntan si será su noche y a quienes los billetes les queman los bolsillos. Yo no voy a jugar. Seré un testigo que deambula por esos pasillos luminosos, rodeado de máquinas chillonas con motivos infantiles, gatitos, perros , Batman, Alice the Mad Tea Party; de los adultos sentados ahí, repitiendo movimientos como si jugaran a los videojuegos y que sólo hablan para pedir una bebida; de esas mesas llenas de sus croupiers , anfitriones y guardianes, donde fluye la interacción, el dinamismo. Siendo específicos: 75 mesas, 500 máquinas.
Un auto alemán y una moto de la misma marca reciben en la entrada. El movimiento de los guardias de seguridad con sus handies es constante. Se mezcla el olor a comida, los tragos frutados, los perfumes, el mar. La mayoría de las mujeres elige vestirse con elegancia, sacan a relucir joyas y cruzan los pasillos en tacos. Quienes juegan no hablan. Hay excepciones, claro. Suena el tema del verano, Avicii, Wake me up . Parece un llamado a los que están inmóviles mirando el video en la megapantalla con escenario que se ubica detrás de la barra. En una de las mesas llama la atención un barco de sushi que los comensales maridan con Coca Light. Ella es una brasileña despampanante. Él tiene más de 40.
María Fernández, gerente de relaciones públicas del Conrad y nuestra anfitriona esta noche, nos cuenta que desde 2008 hay vuelos semanales desde San Pablo y Río de Janeiro que parten los jueves y retornan los domingos. Es que los brasileños se convirtieron en los grandes visitantes del hotel y casino.
Para acceder del Main Floor a los VIP no es necesario tener una billetera fuerte como pedían varios años atrás en ciertos sectores del casino de Mar del Plata: lo necesario es la frecuencia y la trayectoria.
Los VIP son más sobrios y silenciosos. La luz genera un color cobrizo en el ambiente. En el Club Conrad -así se llama esta sala- hay buffet las 24 horas. Alcanzo a ver unos bocadillos a un costado; nadie se está sirviendo aunque es la hora de la cena. Nuestro paso es fugaz. En ese sector no hay lugar para quien no juega. El segundo VIP es el de las tragamonedas. El Club Fortuna, el de ellas. Cuando el casino abrió, el 1° de enero de 1997, no estaba previsto: llegó siete años después, cuando advirtieron lo fuerte que jugaban las mujeres.
Antes el casino era ciego, como esas salas VIP. No podía verse el mar, aunque se estuviera frente a él. Hoy existe una terraza, con vista a La Mansa, sushi bar y hasta algunas máquinas.
Me llama la atención una mujer: lleva una blusa floreada suelta y desde el escote, tirante como una correa, sale un resorte plástico que la conecta con su tarjeta de fidelización -esa que da beneficios a medida que se juega- a la máquina. Recuerda a esa parte del videoclip de Pearl Jam, Do the evolution , donde unos hombres trabajan enchufados a sus computadoras en boxes cerrados. Y no puedo dejar de asociar lo que me contaron minutos atrás: que el casino ha desarrollado un programa que se llama «Jugados por ti», donde buscan acompañar al cliente para que sólo juegue por diversión.
Suena Get Lucky como alentando subliminalmente a los jugadores. La toca una banda de covers que abandona el escenario y de continuado vuelve a sonar la canción en los parlantes y en la pantalla. We are up all night to get lucky , repite, alguno la tararea, pero no todos cuentan con esa suerte. Veo tickets de ganancia en alguna mano, se parecen a los de descuento que dan en los supermercados en Buenos Aires y que siempre quedan pegados en la heladera. Estos, en cambio, se cobran enseguida.
A varios la pantalla les grita ganancia colosal, pero ni se inmutan. Siguen adelante como si nada, mientras el clink , clink , clink de la máquina atrae algunos curiosos. ¿Cuál es el mínimo de apuesta? Un centavo de dólar. Resulta raro escucharlo porque hasta ahora a los jugadores sólo los vi meter billetes verdes adentro de las máquinas. Aquí sólo valen los dólares.
Dos brasileños prolijamente vestidos de negro, él con una remera, un pantalón de vestir y zapatos, ella con un vestido, el pelo recogido y una cartera de mano, se acercan a una de las mesas. Ahí estaba un rato antes un argentino mayor que hacía todo el tiempo la misma apuesta conservadora y con la que parecía salir hecho en cada vuelta de la ruleta. Ellos pusieron 200 dólares sobre la mesa y todas las fichas al 29. El croupier tomó los billetes y los empujó por un agujero, y desparecían, como si la mesa engullera dinero. Salió el 12. Como si nada se fueron a la mesa de al lado a probar suerte otra vez con la misma técnica: otros 200 dólares, otra vez al mismo número.
Enseguida se reconoce a los que además de jugar, se divierten. Como esa pareja de argentinos de unos 70 años, que hablan de hacer plata con poca plata. Por eso se movieron a una máquina más barata. «Así pagamos la comida de mañana», bromean. Del otro lado, una mujer vestida de fiesta que apila vasos de jugo de naranja a un costado de la máquina repite todo el tiempo el mismo movimiento: tres créditos por vuelta, pac pac pac , los golpes al botón y el trac largo de la palanca. O la otra, más joven e informal, con sus ojos celestes bien abiertos, las manos arriba, los dedos cruzados implorando suerte cada vez que lanza su juego. Parecen niños frente a la pantalla, cada uno con su estilo, sus propios movimientos, sus gestos y posturas. Y la señora que observo durante largos minutos. Una abuelita de trajecito rosa pálido, melena blanca y corta, que no llega a apoyar los pies en el suelo. En sus manos, una pequeña cartera a tono donde, de tanto en tanto, cuenta cuántos billetes de diez dólares le quedan. Cada vez que juega sucede lo mismo: no logra una línea de iguales y empieza a golpear la pantalla como si fuera touch screen . Lo hace repetidamente y me quedo pensando si eso es parte del juego. Pero la mujer que juega al lado, en una máquina igual, no lo hace. ¿Habrá venido sola? ¿Será viuda? Los golpes en la pantalla no parecen cambiar su suerte.
Son las tres de la mañana. El movimiento es importante aún. Me quedo con una imagen. En una de las máquinas de Alice the Mad Tea Party, con una estética que podría tener un juego de té de una niña de no más de seis años, lleva varios minutos un hombre mayor, de camisa blanca de manga corta, pantalón pinzado, mocasines sin medias, canoso, peinado con raya al costado, engominado y con un mullido bigote blanco. Podría ser uno de esos tíos serios que nunca se ríen y que menos aún probarían un videojuego. Porque lo que parece es justamente eso: un señor grande frente a la Play sin sus nietos al lado. Su pantalla se llena de luces y en la parte superior aparecen tres teteras de colores para elegir. Elige siempre la misma, la primera. Al acariciarla se pone de un brillante color rosado. La máquina balbucea algo y aparecen más destellos. Él gana. Yo me quedo pensando si alguna vez habrá retado a sus hijos o nietos por pasar demasiado tiempo jugando frente a una pantalla. .

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