El mal argentino, que no es un mal económico sino un mal político, ¿está por curarse? Para responder a esta pregunta cargada de esperanza, habría que definir primero en qué consiste el mal argentino que hemos sobrellevado por varias décadas y que recién ahora, quizá, podremos superar. El mal argentino podría definirse como el abandono del bien argentino que nos bendijo como nación en 1852-l853 a partir del Acuerdo de San Nicolás y la Constitución que aún nos rige.
Los hechos se sucedieron así. Después de cuatro décadas de tumultuosa vida independiente, que en el fondo fue una guerra civil intermitente, nuestros antecesores acordaron en dos documentos sucesivos, el Acuerdo de San Nicolás y la Constitución, los principios que guiarían nuestra convivencia pacífica. Esta apuesta casi unánime al consenso entre los argentinos nos dio un impulso tal que en las décadas siguientes, y hasta los años veinte inclusive, la Argentina se colocó entre las diez naciones con mayor ingreso por cabeza del mundo entero.
Si el bien argentino fue el consenso casi universal entre los argentinos sobre los principios de la convivencia, el mal argentino fue la quiebra de este consenso, que se anunció con el golpe de Estado de 1930 y que continuó desde entonces hasta hoy. En 1930, en lugar de expresar la continuidad del consenso que nos había convertido en una gran nación, otro principio perverso, una suerte de «virus» político, vino a alterar nuestra historia hasta el día de hoy, porque un grupo determinado concibió que sólo él poseía la verdad argentina, negándosela a los demás. Si los revolucionarios de 1930 se movilizaron a partir de este sofisma, cuando ellos cayeron en la década siguiente, la generación que los sucedió, de Perón en adelante, en vez de volver al espíritu de San Nicolás, reanimó el empeño de 1930, y, en 1955, sus sucesores volvieron a repetir el sofisma con un discurso aparentemente antagónico pero conducente, al fin, al mismo fracaso.
Desde 1852-53 hasta 1930, el bien argentino fue el consenso sobre lo fundamental. Desde 1930 hasta hoy, el mal argentino fue que un grupo determinado pretendió apropiarse de este consenso, negándoselo a los demás. Este vicio autoritario fue exhibido por diversos titulares desde 1930 hasta hoy. Sus portadores fueron civiles o militares, conservadores, radicales o kirchneristas, pero, más allá de sus notables diferencias, todos ellos comulgaron en la pretensión de representar a los argentinos en función de una supuesta superioridad que les daba un título eminente para mandar por encima de sus rivales mientras éstos, habitados por una soberbia equivalente, les desconocían ese título, pero no en nombre de la igualdad de oportunidades, sino porque ellos también lo apetecían. Todos los rivales eran sólo una parte del todo. Pero cada uno de ellos a su turno quiso convertirse en un todo aparte y al fin fue rechazado por el resto. Así son los triunfos y fracasos políticos en la Argentina: al que triunfa, al principio todos o casi todos lo acompañan; unos años después, todos o casi todos lo abandonan. Es que la consigna común a todos ellos, en el fondo, es la siguiente: «Este partido déjenmelo jugar a mí». Una consigna que no todos podrán cumplir, aunque casi todos alberguen la ilusión de alcanzarla.
Hay algunos momentos, sin embargo, en que el rechazo casi unánime a la soberbia del que cae crea la posibilidad de un nuevo consenso. Todos o casi todos se unen en decirle que no al soberbio que vacila, pero este instante de unanimidad termina por frustrarse cuando entre las filas de los opositores emerge, impenitente, una renovada ambición imperial a la que espera una nueva frustración. Éste es el momento oportuno de corregir lo que está mal, de volver a San Nicolás. El derrumbe electoral de Cristina Kirchner , que clausura sus pretensiones imperiales, nos ofrece a los argentinos una oportunidad para reconstruir el sistema abarcador de la democracia. Después de tantos fracasos, ¿habremos aprendido la lección, o tropezaremos otra vez con la misma piedra?
Hay una evidencia detrás de todo esto: que aunque no cedan en la cumbre las ilusiones del re-reeleccionismo, el fracaso popular del re-reeleccionismo ha regresado a nosotros. Primero le tocó sucumbir a Menem contra el no re-reeleccionismo y ahora le ha tocado a Cristina, según la frase rectora del presidente brasileño Fernando Henrique Cardoso: «Tres presidencias sucesivas es monarquía». Cristina la quería. El ll de agosto, los argentinos le dijeron que ellos no la quieren. Los precandidatos presidenciales argentinos que van asomando hacia 2015 – Massa , Scioli , Macri , De la Sota – no parecen albergar la pasión re-reeleccionista de Cristina. Mejor así, porque la clave de las repúblicas con destino es que sus presidentes abandonen la ilusión monárquica. Si queremos repúblicas largas, construyámoslas mediante presidencias cortas. Ésta es la fórmula de las repúblicas exitosas a las que, recién ahora, la nuestra se podría sumar.
© LA NACION .
Los hechos se sucedieron así. Después de cuatro décadas de tumultuosa vida independiente, que en el fondo fue una guerra civil intermitente, nuestros antecesores acordaron en dos documentos sucesivos, el Acuerdo de San Nicolás y la Constitución, los principios que guiarían nuestra convivencia pacífica. Esta apuesta casi unánime al consenso entre los argentinos nos dio un impulso tal que en las décadas siguientes, y hasta los años veinte inclusive, la Argentina se colocó entre las diez naciones con mayor ingreso por cabeza del mundo entero.
Si el bien argentino fue el consenso casi universal entre los argentinos sobre los principios de la convivencia, el mal argentino fue la quiebra de este consenso, que se anunció con el golpe de Estado de 1930 y que continuó desde entonces hasta hoy. En 1930, en lugar de expresar la continuidad del consenso que nos había convertido en una gran nación, otro principio perverso, una suerte de «virus» político, vino a alterar nuestra historia hasta el día de hoy, porque un grupo determinado concibió que sólo él poseía la verdad argentina, negándosela a los demás. Si los revolucionarios de 1930 se movilizaron a partir de este sofisma, cuando ellos cayeron en la década siguiente, la generación que los sucedió, de Perón en adelante, en vez de volver al espíritu de San Nicolás, reanimó el empeño de 1930, y, en 1955, sus sucesores volvieron a repetir el sofisma con un discurso aparentemente antagónico pero conducente, al fin, al mismo fracaso.
Desde 1852-53 hasta 1930, el bien argentino fue el consenso sobre lo fundamental. Desde 1930 hasta hoy, el mal argentino fue que un grupo determinado pretendió apropiarse de este consenso, negándoselo a los demás. Este vicio autoritario fue exhibido por diversos titulares desde 1930 hasta hoy. Sus portadores fueron civiles o militares, conservadores, radicales o kirchneristas, pero, más allá de sus notables diferencias, todos ellos comulgaron en la pretensión de representar a los argentinos en función de una supuesta superioridad que les daba un título eminente para mandar por encima de sus rivales mientras éstos, habitados por una soberbia equivalente, les desconocían ese título, pero no en nombre de la igualdad de oportunidades, sino porque ellos también lo apetecían. Todos los rivales eran sólo una parte del todo. Pero cada uno de ellos a su turno quiso convertirse en un todo aparte y al fin fue rechazado por el resto. Así son los triunfos y fracasos políticos en la Argentina: al que triunfa, al principio todos o casi todos lo acompañan; unos años después, todos o casi todos lo abandonan. Es que la consigna común a todos ellos, en el fondo, es la siguiente: «Este partido déjenmelo jugar a mí». Una consigna que no todos podrán cumplir, aunque casi todos alberguen la ilusión de alcanzarla.
Hay algunos momentos, sin embargo, en que el rechazo casi unánime a la soberbia del que cae crea la posibilidad de un nuevo consenso. Todos o casi todos se unen en decirle que no al soberbio que vacila, pero este instante de unanimidad termina por frustrarse cuando entre las filas de los opositores emerge, impenitente, una renovada ambición imperial a la que espera una nueva frustración. Éste es el momento oportuno de corregir lo que está mal, de volver a San Nicolás. El derrumbe electoral de Cristina Kirchner , que clausura sus pretensiones imperiales, nos ofrece a los argentinos una oportunidad para reconstruir el sistema abarcador de la democracia. Después de tantos fracasos, ¿habremos aprendido la lección, o tropezaremos otra vez con la misma piedra?
Hay una evidencia detrás de todo esto: que aunque no cedan en la cumbre las ilusiones del re-reeleccionismo, el fracaso popular del re-reeleccionismo ha regresado a nosotros. Primero le tocó sucumbir a Menem contra el no re-reeleccionismo y ahora le ha tocado a Cristina, según la frase rectora del presidente brasileño Fernando Henrique Cardoso: «Tres presidencias sucesivas es monarquía». Cristina la quería. El ll de agosto, los argentinos le dijeron que ellos no la quieren. Los precandidatos presidenciales argentinos que van asomando hacia 2015 – Massa , Scioli , Macri , De la Sota – no parecen albergar la pasión re-reeleccionista de Cristina. Mejor así, porque la clave de las repúblicas con destino es que sus presidentes abandonen la ilusión monárquica. Si queremos repúblicas largas, construyámoslas mediante presidencias cortas. Ésta es la fórmula de las repúblicas exitosas a las que, recién ahora, la nuestra se podría sumar.
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