Hay debate respecto de qué hacer con nuestros hidrocarburos, y se da en un contexto de baja de la producción causada por la poca inversión de las concesionarias y la obligación del Estado de importar energía.
Frente a esta situación hay dos posiciones. Una es la del Gobierno y las provincias con hidrocarburos que no cuestionaron el paradigma de los años 90 de privatización y provincialización, que considera al hidrocarburo y a la energía como commodities y no como bienes estratégicos. Es más: lo profundizaron. En lo jurídico, con el DNU 546/2003, la ley 26.197 (Ley Corta) y la legislación provincial. En lo político, con una engañosa autonomía a las provincias que permite prorrogar las concesiones sin consentimiento formal del Estado Nacional, aunque con su beneplácito.
Digo engañosa porque sólo con la envergadura del Estado federal se puede negociar de igual a igual con una multinacional y porque el interés de una provincia no puede ser superior al nacional.
Esto fue hecho sin plantearse el cambio del paradigma ni exigir aún en el marco privatista y rentístico (el Estado sólo cobra tributos mientras la empresa maximiza sus ganancias) un acuerdo serio de inversiones, cuidado ambiental, desarrollo local y mayor participación en la renta.
La segunda posición es la de los sectores neoliberales, representados en el grupo de ex secretarios de energía y los voceros de las petroleras, que atribuyen la disminución de la producción a un supuestamente precio bajo, por efecto de los derechos de exportación.
Se trata de un debate donde las petroleras ganan: les prorrogan las concesiones, y se quejan por el precio.
Algunos gobiernos provinciales que hasta hace poco auspiciaban las prórrogas sin modificar casi nada las obligaciones ya incumplidas, ahora exigen que en pocos días cumplan lo que no les reclamaron por años. Cuando Chubut prorrogó Cerro Dragón a la empresa de Bulgheroni y British Petroleum, señalé que se afectaba el interés nacional. Y así fue. La por suerte frustrada venta a una sociedad china de la concesión, sin que el gobierno provincial se preocupara, fue una demostración del poco control que hay sobre la explotación de un recurso estratégico.
Santa Cruz prorrogó las concesiones de Oxy, que poco tiempo antes había comprado a Vintage Oil; luego, Oxy las transfirió a la china Sinopec logrando en pocos meses una ganancia que sería de aproximadamente 800 millones de dólares. La Nación, espectadora, advierte en su más alto nivel que la legislación de los años 90 la dejó sin herramientas.
De las prórrogas surge que no hubo una visión general del negocio hidrocarburífero ni del interés nacional, sino una relación de cada gobierno con alguna empresa privada. Por eso Neuquén defiende a YPF y Chubut a la asociación de Bulgheroni y British Petroleum.
Es también falso que haya decaído la exploración y producción por el precio bajo. Durante los años 90 el crudo rondaba los 20 dólares por barril de WTI. Y nadie se quejaba por los valores. (Otra discusión es si ese valor fue provocado por los grandes jugadores mundiales para concentrar el mercado). En 2003, el precio superó los 30 dólares el barril de WTI; las empresas no creían que se fuera a mantener y establecieron un precio testigo en 28,50; hasta se pagaban las regalías sobre ese valor. Y nadie se quejaba.
Hoy en la Argentina, a 30 dólares el barril, producir es más que rentable. Y se paga mucho más. Esto sin tener en cuenta el negocio de los derivados, tanto en crudo (naftas y aceites) como en gas: cualquier usuario de garrafas sabe de qué hablamos.
La discusión entonces se limita al precio en el mercado interno. La limitación de este análisis explica el déficit de producción de energía que genera déficit fiscal por la importación.
La alternativa son las ideas de Mosconi, Sampay y una tradición iniciada con Sáenz Peña de control y desarrollo nacional, que fue quebrada en los años 60 con los contratos que YPF daba a empresas privadas regalándoles renta, profundizada por la dictadura y llevada al extremo por Menem, con la privatización y la provincialización en la Constitución de 1994.
La Ley Corta y las prórrogas provinciales siguieron por el mismo camino. En favor del Gobierno, señalo los derechos de exportación altos, pero con demasiadas excepciones para compensar a las petroleras, como las bajas retenciones a la exportación de naftas.
La visión alternativa ve el hidrocarburo y la energía no como una commoditie cuyo precio internacional lo hace o no objeto de explotación, de exportación o consumo interno barato, sino como un recurso estratégico. El país que no controla sus fuentes de energía y las deja en manos de la decisión del lucro individual no tiene destino. El replanteo entonces debe llevar a políticas que permitan recuperar el control nacional sobre los hidrocarburos y abandonar el esquema liberal de los años 90. Pero no que en lugar de Repsol YPF aparezca la British Petroleum.
Propongo lo que hicieron desde Sáenz Peña hasta Perón, pasando por Yrigoyen (derrocado porque iba a nacionalizar el petróleo), y hace Brasil con Lula y Dilma Rouseff: declarar que el hidrocarburo es del pueblo de la Nación, no de cada provincia ni de la empresa. Ellas pueden prestar un servicio, pero el recurso es del pueblo, cuando está bajo tierra y cuando es extraído. Las decisiones de las provincias de revertir áreas concesionadas, fundamentalmente a YPF SA, merecen algunas reflexiones.
Es plausible que los poderes públicos exijan el cumplimiento de las obligaciones de los concesionarios. Y si la reversión fuera de yacimientos relevantes, el valor de la empresa sería el adecuado si el Congreso decidiera expropiar: sería insólito que a YPF SA (o a cualquier otra empresa) se lo indemnizara computando como activo un contrato que ha incumplido.
Pero esto revela los dos déficits de la visión del Gobierno.
Primero, se mantiene el modelo privatista, en el que tres empresas asignan las prioridades energéticas sin advertir que ellas responden al fin de lucro y tienen poca preocupación por las estrategias de desarrollo de la sociedad. Repsol es un ejemplo: usa las ganancias que obtiene acá para desarrollarse en otros lugares del mundo y para abastecer de capital a España. El interés de la Argentina y su desarrollo económico son secundarios.
Por otro lado, mantiene el poder decisión en cabeza de las provincias, algo incompatible con la idea de nación. Un país necesita una política energética, no 24. ¿Es razonable suponer que cada gobernador puede decidir si explota los hidrocarburos con una empresa estatal o con una multinacional, tal vez con capitales de países en conflictos con nuestra República? ¿Es admisible que una provincia pueda no explotar sus hidrocarburos a la espera de un escenario diferente o que otra resuelva hacerlo hasta agotar sus reservas porque crea que la fuente de energía cambiará en breve y el hidrocarburo dejará de utilizarse o porque sus necesidades fiscales se lo exigen? ¿O que otra pusiera como condición de la concesión la refinación en su territorio? Si se volviera a la empresa nacional testigo, ¿debería negociar con cada provincia las concesiones y ellas podrían revocarlas?
El esquema privatista va de la mano de la provincialización y ha mostrado su fracaso, luego de veinte años de aplicación ininterrumpida. No es el precio del barril lo que ha llevado al fracaso, sino la confusión de intereses y la falta de definición por el Estado Nacional de sus objetivos estratégicos. El Poder Ejecutivo debería realizar una convocatoria a todos los que creen que el hidrocarburo y la energía son bienes estratégicos cuya producción no puede estar determinada por tres grandes empresas.
El primer acto jurídico podría ser que la Presidenta dictara un DNU modificando la Ley Corta y recuperando para el gobierno nacional la facultad de conceder, revocar y prorrogar las concesiones e instruya una revisión de las concesiones prorrogadas para su revocación en caso de encontrar vicios o incumplimientos, junto con un estudio de los pasivos ambientales producidos por las empresas. Y derogar la política de desregulación y la libre disponibilidad de hidrocarburos establecida por decretos de Menem en 1989. Con esas medidas, el valor de las empresas en caso de expropiación estaría fijado en su justa medida, tomando en cuenta como corresponde sólo el daño emergente y todos los pasivos que implican los daños ambientales y la devolución de las concesiones a su finalización, sin abultamientos ni fantasías.
Tampoco deberían asustar a nuestro país las supuestas complicaciones en ámbitos internacionales o con España. Ningún país serio del mundo puede invocar la «seguridad jurídica» para mantener un régimen de depredación de recursos naturales, agotamiento de reservas, descapitalización de las empresas argentinas y fuga de capitales. Es responsabilidad del Gobierno formular una política de Estado de recuperación de la soberanía energética. De la explotación racional y con eficiencia estratégica depende mucho más que un año con mayor o menor déficit fiscal; depende el desarrollo económico, que las empresas y el pueblo en general puedan tener energía para generar trabajo y vivir dignamente. © La Nacion.
Frente a esta situación hay dos posiciones. Una es la del Gobierno y las provincias con hidrocarburos que no cuestionaron el paradigma de los años 90 de privatización y provincialización, que considera al hidrocarburo y a la energía como commodities y no como bienes estratégicos. Es más: lo profundizaron. En lo jurídico, con el DNU 546/2003, la ley 26.197 (Ley Corta) y la legislación provincial. En lo político, con una engañosa autonomía a las provincias que permite prorrogar las concesiones sin consentimiento formal del Estado Nacional, aunque con su beneplácito.
Digo engañosa porque sólo con la envergadura del Estado federal se puede negociar de igual a igual con una multinacional y porque el interés de una provincia no puede ser superior al nacional.
Esto fue hecho sin plantearse el cambio del paradigma ni exigir aún en el marco privatista y rentístico (el Estado sólo cobra tributos mientras la empresa maximiza sus ganancias) un acuerdo serio de inversiones, cuidado ambiental, desarrollo local y mayor participación en la renta.
La segunda posición es la de los sectores neoliberales, representados en el grupo de ex secretarios de energía y los voceros de las petroleras, que atribuyen la disminución de la producción a un supuestamente precio bajo, por efecto de los derechos de exportación.
Se trata de un debate donde las petroleras ganan: les prorrogan las concesiones, y se quejan por el precio.
Algunos gobiernos provinciales que hasta hace poco auspiciaban las prórrogas sin modificar casi nada las obligaciones ya incumplidas, ahora exigen que en pocos días cumplan lo que no les reclamaron por años. Cuando Chubut prorrogó Cerro Dragón a la empresa de Bulgheroni y British Petroleum, señalé que se afectaba el interés nacional. Y así fue. La por suerte frustrada venta a una sociedad china de la concesión, sin que el gobierno provincial se preocupara, fue una demostración del poco control que hay sobre la explotación de un recurso estratégico.
Santa Cruz prorrogó las concesiones de Oxy, que poco tiempo antes había comprado a Vintage Oil; luego, Oxy las transfirió a la china Sinopec logrando en pocos meses una ganancia que sería de aproximadamente 800 millones de dólares. La Nación, espectadora, advierte en su más alto nivel que la legislación de los años 90 la dejó sin herramientas.
De las prórrogas surge que no hubo una visión general del negocio hidrocarburífero ni del interés nacional, sino una relación de cada gobierno con alguna empresa privada. Por eso Neuquén defiende a YPF y Chubut a la asociación de Bulgheroni y British Petroleum.
Es también falso que haya decaído la exploración y producción por el precio bajo. Durante los años 90 el crudo rondaba los 20 dólares por barril de WTI. Y nadie se quejaba por los valores. (Otra discusión es si ese valor fue provocado por los grandes jugadores mundiales para concentrar el mercado). En 2003, el precio superó los 30 dólares el barril de WTI; las empresas no creían que se fuera a mantener y establecieron un precio testigo en 28,50; hasta se pagaban las regalías sobre ese valor. Y nadie se quejaba.
Hoy en la Argentina, a 30 dólares el barril, producir es más que rentable. Y se paga mucho más. Esto sin tener en cuenta el negocio de los derivados, tanto en crudo (naftas y aceites) como en gas: cualquier usuario de garrafas sabe de qué hablamos.
La discusión entonces se limita al precio en el mercado interno. La limitación de este análisis explica el déficit de producción de energía que genera déficit fiscal por la importación.
La alternativa son las ideas de Mosconi, Sampay y una tradición iniciada con Sáenz Peña de control y desarrollo nacional, que fue quebrada en los años 60 con los contratos que YPF daba a empresas privadas regalándoles renta, profundizada por la dictadura y llevada al extremo por Menem, con la privatización y la provincialización en la Constitución de 1994.
La Ley Corta y las prórrogas provinciales siguieron por el mismo camino. En favor del Gobierno, señalo los derechos de exportación altos, pero con demasiadas excepciones para compensar a las petroleras, como las bajas retenciones a la exportación de naftas.
La visión alternativa ve el hidrocarburo y la energía no como una commoditie cuyo precio internacional lo hace o no objeto de explotación, de exportación o consumo interno barato, sino como un recurso estratégico. El país que no controla sus fuentes de energía y las deja en manos de la decisión del lucro individual no tiene destino. El replanteo entonces debe llevar a políticas que permitan recuperar el control nacional sobre los hidrocarburos y abandonar el esquema liberal de los años 90. Pero no que en lugar de Repsol YPF aparezca la British Petroleum.
Propongo lo que hicieron desde Sáenz Peña hasta Perón, pasando por Yrigoyen (derrocado porque iba a nacionalizar el petróleo), y hace Brasil con Lula y Dilma Rouseff: declarar que el hidrocarburo es del pueblo de la Nación, no de cada provincia ni de la empresa. Ellas pueden prestar un servicio, pero el recurso es del pueblo, cuando está bajo tierra y cuando es extraído. Las decisiones de las provincias de revertir áreas concesionadas, fundamentalmente a YPF SA, merecen algunas reflexiones.
Es plausible que los poderes públicos exijan el cumplimiento de las obligaciones de los concesionarios. Y si la reversión fuera de yacimientos relevantes, el valor de la empresa sería el adecuado si el Congreso decidiera expropiar: sería insólito que a YPF SA (o a cualquier otra empresa) se lo indemnizara computando como activo un contrato que ha incumplido.
Pero esto revela los dos déficits de la visión del Gobierno.
Primero, se mantiene el modelo privatista, en el que tres empresas asignan las prioridades energéticas sin advertir que ellas responden al fin de lucro y tienen poca preocupación por las estrategias de desarrollo de la sociedad. Repsol es un ejemplo: usa las ganancias que obtiene acá para desarrollarse en otros lugares del mundo y para abastecer de capital a España. El interés de la Argentina y su desarrollo económico son secundarios.
Por otro lado, mantiene el poder decisión en cabeza de las provincias, algo incompatible con la idea de nación. Un país necesita una política energética, no 24. ¿Es razonable suponer que cada gobernador puede decidir si explota los hidrocarburos con una empresa estatal o con una multinacional, tal vez con capitales de países en conflictos con nuestra República? ¿Es admisible que una provincia pueda no explotar sus hidrocarburos a la espera de un escenario diferente o que otra resuelva hacerlo hasta agotar sus reservas porque crea que la fuente de energía cambiará en breve y el hidrocarburo dejará de utilizarse o porque sus necesidades fiscales se lo exigen? ¿O que otra pusiera como condición de la concesión la refinación en su territorio? Si se volviera a la empresa nacional testigo, ¿debería negociar con cada provincia las concesiones y ellas podrían revocarlas?
El esquema privatista va de la mano de la provincialización y ha mostrado su fracaso, luego de veinte años de aplicación ininterrumpida. No es el precio del barril lo que ha llevado al fracaso, sino la confusión de intereses y la falta de definición por el Estado Nacional de sus objetivos estratégicos. El Poder Ejecutivo debería realizar una convocatoria a todos los que creen que el hidrocarburo y la energía son bienes estratégicos cuya producción no puede estar determinada por tres grandes empresas.
El primer acto jurídico podría ser que la Presidenta dictara un DNU modificando la Ley Corta y recuperando para el gobierno nacional la facultad de conceder, revocar y prorrogar las concesiones e instruya una revisión de las concesiones prorrogadas para su revocación en caso de encontrar vicios o incumplimientos, junto con un estudio de los pasivos ambientales producidos por las empresas. Y derogar la política de desregulación y la libre disponibilidad de hidrocarburos establecida por decretos de Menem en 1989. Con esas medidas, el valor de las empresas en caso de expropiación estaría fijado en su justa medida, tomando en cuenta como corresponde sólo el daño emergente y todos los pasivos que implican los daños ambientales y la devolución de las concesiones a su finalización, sin abultamientos ni fantasías.
Tampoco deberían asustar a nuestro país las supuestas complicaciones en ámbitos internacionales o con España. Ningún país serio del mundo puede invocar la «seguridad jurídica» para mantener un régimen de depredación de recursos naturales, agotamiento de reservas, descapitalización de las empresas argentinas y fuga de capitales. Es responsabilidad del Gobierno formular una política de Estado de recuperación de la soberanía energética. De la explotación racional y con eficiencia estratégica depende mucho más que un año con mayor o menor déficit fiscal; depende el desarrollo económico, que las empresas y el pueblo en general puedan tener energía para generar trabajo y vivir dignamente. © La Nacion.