Foto: LA NACION
La mayoría de los argentinos sospechamos que este año será tormentoso. Semejante perspectiva genera ansiedad. El final del gobierno kirchnerista no se vislumbra ordenado ni pacífico. Sin embargo, las perspectivas a mediano y largo plazo muestran vigorosas lonjas de esperanza.
La torpeza, agresividad y soberbia del agónico oficialismo estimula el deseo de un cambio. No hay que perder de vista semejante ecuación. Pero no sólo cambiar el Gobierno, sino el régimen. De esta forma, las próximas elecciones no son unas elecciones más, sino la perspectiva de una opción trascendental.
En nuestra breve historia tuvimos varias opciones. La primera fue acabar con la larga y monótona etapa de la Colonia. Declarar la Independencia no fue fácil ni gratuito. Pero ella no condujo al Edén. El 20 de junio de 1820 falleció Manuel Belgrano pronunciando las palabras que hace unos años me inspiró el título de uno de mis libros más dolorosos: ¡Pobre patria mía!
Recién en el año 1853 se optó por terminar con la anarquía mediante la Constitución propuesta por Alberdi, fogoneada por Urquiza y consensuada por la mayoría de los dirigentes de entonces, ilustrados o no. El rumbo inaugurado entonces, sin embargo, tampoco fue seguido por un triunfo manifiesto: hubo crímenes, alzamientos, luchas contra los malones, confusión. Pero se mantuvo, extendió y afianzó la Constitución Nacional. Hasta que, luego de casi tres décadas de una inestabilidad cruzada por avances notables, llegó la Generación del 80, que produjo la revolucionaria ley de educación 1420, completó nuestra soberanía territorial y puso en marcha políticas de Estado que en poco tiempo convirtieron a la Argentina en una inesperada y asombrosa potencia.
Esa maravillosa etapa duró hasta el golpe de 1930. No fue una etapa sin manchas, desde luego. Pero en ella prevalecieron los pilares del trabajo, el ahorro, el esfuerzo y la decencia. Se consolidó una cultura que premiaba el mérito. No obstante, hasta nuestras tierras llegaron las pestes que brotaron en Europa luego de la Primera Guerra Mundial. En la década de 1920, la Argentina había disfrutado las administraciones de Yrigoyen y Alvear, pero ellas no crearon barreras contra esas pestes (estalinismo, fascismo, nazismo), que iban a llevar al golpe de 1930, el crecimiento de las formulaciones antidemocráticas y la descomposición moral, pintada en 1934 por Enrique Santos Discépolo en su tango «Cambalache».
Otro golpe de Estado, el 4 de junio de 1943 -que dio lugar a una marchita «patriótica» que me obligaron a cantar en la escuela-, abrió las compuertas de otra opción: el populismo. Por ella votó la sociedad argentina el 24 de febrero de 1946. Se nutría con las consignas de justicia, revolución, nacionalismo y disciplina que Perón aprendió de Mussolini durante su permanencia en Italia. Junto a ellas se impuso el culto a la personalidad, el nepotismo, la corrupción, la lealtad por sobre el mérito y el debilitamiento de los límites que exige una república auténtica. Esta opción no pudo ser cambiada por la Revolución Libertadora de 1955. El populismo había infiltrado tanto a la cultura popular como a la ilustrada. Hasta los gobiernos militares fanáticamente antiperonistas lo asimilaron. De ahí que las democracias genuinamente progresistas de Frondizi e Illia no fueran entendidas ni apreciadas. Perón, con elocuente astucia, aseguró que en la Argentina hay muchos partidos políticos, pero peronistas son todos, es decir, populistas. Era verdad, porque seguía y sigue vigente la opción votada en 1946.
El populismo es oportunista y puede cambiar la piel de su ideología cuantas veces le convenga. Sólo le interesa el poder. Y para gozar de ese poder vale todo: el dinero, la corrupción, la mentira, los aprietes, ideas de derecha o izquierda, el soborno y la manipulación de la ley. Debe seducir al electorado, porque lo único que le queda de democracia es que el poder se gana mediante elecciones. Después vale todo. O «vamos por todo». Hasta la justicia es «legítima» si se arrodilla ante el presidente de turno.
Las úlceras de esta opción están llegando a su total desenmascaramiento. El kirchnerismo es un populismo que excede los límites de la farsa o la caricatura. Su desesperación lo impulsa a extremar contradicciones, soberbia, ceguera, odio y fanatismo. Pero cada vez le quedan menos cartuchos. Si no fuera que le está haciendo tanto mal al país y llenando de piedras la gestión del próximo gobierno, deberíamos limitarnos a disfrutar de su desopilante grotesco. Pero no es así, porque la sociedad está despertando, crecen las endorfinas del coraje cívico y en el Congreso los partidos de la oposición están dejando atrás sus diferencias menores para firmar documentos que pavimenten la gobernabilidad que nuestro país necesitará a partir del 10 de diciembre.
La nueva opción debe significar el abandono del nefasto populismo. El populismo convirtió a la Argentina en un país fracasado, como se dice sin anestesia en muchos lugares del mundo. Ha cambiado los pilares del trabajo, el ahorro, el esfuerzo y la decencia por los de la limosna, el consumo, el facilismo y la corrupción. Convirtió al maestro en un trabajador de la educación y al médico en un prestador de servicios, para dar sólo algunos ejemplos. La paradoja consiste en que la mayoría de nuestra población no está conforme con semejante modelo, anhela otra cosa y no consigue ser vigorosamente representada aún.
Desde hace varios años, se ha impuesto una división en dos porciones más o menos estables: un 30% apoya al oficialismo y un 70% lo rechaza. Circunstancias pasajeras pueden modificar esas cifras, pero ellas vuelven a restablecerse. El poder del Gobierno, que controla y usufructúa al Estado, más el control absoluto del Congreso y la hasta ahora débil Justicia, a lo que se añade el lavado de cerebro de la cadena oficial y los medios de difusión sometidos, genera la impresión de que esa minoría del 30% representa a casi todo el país. No es cierto. La Marcha del Silencio que tuvo lugar el 18 de febrero lo ha desmentido de forma categórica. Esa marcha reflejó a la otra porción de la sociedad. No hubo insultos, ni silbatinas, ni escraches, ni robos, ni destrucciones. Tampoco choripanes ni vehículos que acarrean el ganado humano que dicen defender. Ahí quedó pintado el 70% más valioso del país, que quiere una república de verdad, con paz, solidaridad y dignidad. Ahí se demostró que la Argentina aún posee recursos humanos dignos, pese a los microbios inyectados por el populismo durante tantas décadas. Hubo gente de todas las edades, profesiones e ideologías, pero con una clara vocación patriótica.
El 30% del oficialismo se reducirá. De esto tienen que tomar nota los legisladores y gobernadores obsecuentes, que no se animan a sacar los pies del plato, como no lo hicieron con Perón, ni con Isabelita ni con Menem hasta el último segundo. El kirchnerismo duro quedará reducido a una banda de fanáticos que no puede renunciar a sus beneficios ni al relato inconsistente, y tampoco eludir su perspectiva de terminar en la cárcel. Ese grupo seguirá provocando y enlodando. Pero su locura incrementará el impulso de la nueva gran opción. Una opción que restablezca la continuidad con la Generación del 80, que nunca debió romperse. Y que podrá -con esfuerzo y constancia- reconstruir nuestro país. Hacia allí vamos. No debemos caer en las trampas de violencia física o verbal a las que invita el oficialismo, desde romper un diario por TV o descalificar la marcha de duelo y protesta por el asesinato del fiscal Nisman. La inmensa mayoría del país quiere otra cosa..
La mayoría de los argentinos sospechamos que este año será tormentoso. Semejante perspectiva genera ansiedad. El final del gobierno kirchnerista no se vislumbra ordenado ni pacífico. Sin embargo, las perspectivas a mediano y largo plazo muestran vigorosas lonjas de esperanza.
La torpeza, agresividad y soberbia del agónico oficialismo estimula el deseo de un cambio. No hay que perder de vista semejante ecuación. Pero no sólo cambiar el Gobierno, sino el régimen. De esta forma, las próximas elecciones no son unas elecciones más, sino la perspectiva de una opción trascendental.
En nuestra breve historia tuvimos varias opciones. La primera fue acabar con la larga y monótona etapa de la Colonia. Declarar la Independencia no fue fácil ni gratuito. Pero ella no condujo al Edén. El 20 de junio de 1820 falleció Manuel Belgrano pronunciando las palabras que hace unos años me inspiró el título de uno de mis libros más dolorosos: ¡Pobre patria mía!
Recién en el año 1853 se optó por terminar con la anarquía mediante la Constitución propuesta por Alberdi, fogoneada por Urquiza y consensuada por la mayoría de los dirigentes de entonces, ilustrados o no. El rumbo inaugurado entonces, sin embargo, tampoco fue seguido por un triunfo manifiesto: hubo crímenes, alzamientos, luchas contra los malones, confusión. Pero se mantuvo, extendió y afianzó la Constitución Nacional. Hasta que, luego de casi tres décadas de una inestabilidad cruzada por avances notables, llegó la Generación del 80, que produjo la revolucionaria ley de educación 1420, completó nuestra soberanía territorial y puso en marcha políticas de Estado que en poco tiempo convirtieron a la Argentina en una inesperada y asombrosa potencia.
Esa maravillosa etapa duró hasta el golpe de 1930. No fue una etapa sin manchas, desde luego. Pero en ella prevalecieron los pilares del trabajo, el ahorro, el esfuerzo y la decencia. Se consolidó una cultura que premiaba el mérito. No obstante, hasta nuestras tierras llegaron las pestes que brotaron en Europa luego de la Primera Guerra Mundial. En la década de 1920, la Argentina había disfrutado las administraciones de Yrigoyen y Alvear, pero ellas no crearon barreras contra esas pestes (estalinismo, fascismo, nazismo), que iban a llevar al golpe de 1930, el crecimiento de las formulaciones antidemocráticas y la descomposición moral, pintada en 1934 por Enrique Santos Discépolo en su tango «Cambalache».
Otro golpe de Estado, el 4 de junio de 1943 -que dio lugar a una marchita «patriótica» que me obligaron a cantar en la escuela-, abrió las compuertas de otra opción: el populismo. Por ella votó la sociedad argentina el 24 de febrero de 1946. Se nutría con las consignas de justicia, revolución, nacionalismo y disciplina que Perón aprendió de Mussolini durante su permanencia en Italia. Junto a ellas se impuso el culto a la personalidad, el nepotismo, la corrupción, la lealtad por sobre el mérito y el debilitamiento de los límites que exige una república auténtica. Esta opción no pudo ser cambiada por la Revolución Libertadora de 1955. El populismo había infiltrado tanto a la cultura popular como a la ilustrada. Hasta los gobiernos militares fanáticamente antiperonistas lo asimilaron. De ahí que las democracias genuinamente progresistas de Frondizi e Illia no fueran entendidas ni apreciadas. Perón, con elocuente astucia, aseguró que en la Argentina hay muchos partidos políticos, pero peronistas son todos, es decir, populistas. Era verdad, porque seguía y sigue vigente la opción votada en 1946.
El populismo es oportunista y puede cambiar la piel de su ideología cuantas veces le convenga. Sólo le interesa el poder. Y para gozar de ese poder vale todo: el dinero, la corrupción, la mentira, los aprietes, ideas de derecha o izquierda, el soborno y la manipulación de la ley. Debe seducir al electorado, porque lo único que le queda de democracia es que el poder se gana mediante elecciones. Después vale todo. O «vamos por todo». Hasta la justicia es «legítima» si se arrodilla ante el presidente de turno.
Las úlceras de esta opción están llegando a su total desenmascaramiento. El kirchnerismo es un populismo que excede los límites de la farsa o la caricatura. Su desesperación lo impulsa a extremar contradicciones, soberbia, ceguera, odio y fanatismo. Pero cada vez le quedan menos cartuchos. Si no fuera que le está haciendo tanto mal al país y llenando de piedras la gestión del próximo gobierno, deberíamos limitarnos a disfrutar de su desopilante grotesco. Pero no es así, porque la sociedad está despertando, crecen las endorfinas del coraje cívico y en el Congreso los partidos de la oposición están dejando atrás sus diferencias menores para firmar documentos que pavimenten la gobernabilidad que nuestro país necesitará a partir del 10 de diciembre.
La nueva opción debe significar el abandono del nefasto populismo. El populismo convirtió a la Argentina en un país fracasado, como se dice sin anestesia en muchos lugares del mundo. Ha cambiado los pilares del trabajo, el ahorro, el esfuerzo y la decencia por los de la limosna, el consumo, el facilismo y la corrupción. Convirtió al maestro en un trabajador de la educación y al médico en un prestador de servicios, para dar sólo algunos ejemplos. La paradoja consiste en que la mayoría de nuestra población no está conforme con semejante modelo, anhela otra cosa y no consigue ser vigorosamente representada aún.
Desde hace varios años, se ha impuesto una división en dos porciones más o menos estables: un 30% apoya al oficialismo y un 70% lo rechaza. Circunstancias pasajeras pueden modificar esas cifras, pero ellas vuelven a restablecerse. El poder del Gobierno, que controla y usufructúa al Estado, más el control absoluto del Congreso y la hasta ahora débil Justicia, a lo que se añade el lavado de cerebro de la cadena oficial y los medios de difusión sometidos, genera la impresión de que esa minoría del 30% representa a casi todo el país. No es cierto. La Marcha del Silencio que tuvo lugar el 18 de febrero lo ha desmentido de forma categórica. Esa marcha reflejó a la otra porción de la sociedad. No hubo insultos, ni silbatinas, ni escraches, ni robos, ni destrucciones. Tampoco choripanes ni vehículos que acarrean el ganado humano que dicen defender. Ahí quedó pintado el 70% más valioso del país, que quiere una república de verdad, con paz, solidaridad y dignidad. Ahí se demostró que la Argentina aún posee recursos humanos dignos, pese a los microbios inyectados por el populismo durante tantas décadas. Hubo gente de todas las edades, profesiones e ideologías, pero con una clara vocación patriótica.
El 30% del oficialismo se reducirá. De esto tienen que tomar nota los legisladores y gobernadores obsecuentes, que no se animan a sacar los pies del plato, como no lo hicieron con Perón, ni con Isabelita ni con Menem hasta el último segundo. El kirchnerismo duro quedará reducido a una banda de fanáticos que no puede renunciar a sus beneficios ni al relato inconsistente, y tampoco eludir su perspectiva de terminar en la cárcel. Ese grupo seguirá provocando y enlodando. Pero su locura incrementará el impulso de la nueva gran opción. Una opción que restablezca la continuidad con la Generación del 80, que nunca debió romperse. Y que podrá -con esfuerzo y constancia- reconstruir nuestro país. Hacia allí vamos. No debemos caer en las trampas de violencia física o verbal a las que invita el oficialismo, desde romper un diario por TV o descalificar la marcha de duelo y protesta por el asesinato del fiscal Nisman. La inmensa mayoría del país quiere otra cosa..
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