La globalización del mundo moderno
Lunes 01 de agosto de 2011 | Publicado en edición impresa
Como todos los años impares, el coro de los profetas de la desglobalización hace hoy su reaparición estelar. Su repertorio es el de siempre. Parte de un ritual cuyo único sentido es confirmar la vitalidad de lo que declara inexistente; se intenta nuevamente equiparar globalización con neoliberalismo y se confunde la emergencia de fenómenos globales con una supuesta uniformización mundial. Hechos aislados son presentados como reveladores de la totalidad; breves contramarchas adquieren el grado de inversión de tendencia, y se declara otra vez el fin de la globalización, hasta nuevo aviso.
Indiferente a tales desmesuras, la conexión entre los diferentes puntos del planeta se incrementa día tras día; el destino de cada país, cada pueblo y cada ser humano se hace cada vez más interdependiente y los fenómenos y procesos que exceden el marco nacional cobran centralidad al compás de una revolución permanente: la tecnológica. La historia de la humanidad se nos revela, entonces, como historia de la globalización de la humanidad, la larga saga de una pequeña manada de animales físicamente frágiles, pero extremadamente inteligentes, que abandonaron, a modo de diáspora, la sabana africana para conquistar el planeta.
La globalización comenzó cuando el primer homínido usó un tronco para cruzar un río o domesticó un caballo para ampliar su control del territorio. Sin embargo, dos elementos denotan la superación de las Modernidades nacionales y el pasaje a una Modernidad global. En primer lugar, el debilitamiento de las categorías territoriales cuyos sucedáneos (la economía, la política, la cultura y la identidad nacionales) constituyeron durante siglos el centro de los asuntos humanos. En segundo lugar, la aparición de procesos críticos (el cambio climático, la volatilidad financiera, la proliferación nuclear, las migraciones, el terrorismo, etc.) que afectan, de manera diferente, a todos los seres humanos, que se convierten en el centro del sistema.
Se trata de una revolución copernicana por la cual el mundo, que era el mero producto de una suma algebraica de acontecimientos nacionales y giraba obedientemente alrededor de los Estados-nación, se apodera del centro y condena a la periferia a las entidades territoriales, que no desaparecen -como se presagiaba en los años noventa-, pero ven disminuidas sus soberanías y potestades y alterado radicalmente el escenario de sus intervenciones. Es tan necesario discutir el punto de ruptura y su profundidad como imposible ignorar el tránsito desde una era industrial-nacional a otra en la cual naciones, industrias y Estados son reconfigurados, su monopolio de los asuntos públicos es cuestionado y las viejas reglas y estatutos son superados.
La idea del «cambio de paradigmas» se ha convertido en un lugar común, pero ¿en qué consisten estas nuevas tendencias? La modernidad global supone una reconfiguración general del contexto en que transcurre la experiencia humana, cuyas tendencias básicas son el achicamiento del espacio por medios tecnológicos, la porosidad y caída de fronteras, y el debilitamiento de lo territorialmente centrado. Los procesos de la modernidad global reconfiguran también el contexto temporal, con la aceleración del ritmo de vida y el cambio histórico, el incremento de la importancia de las categorías temporales sobre las espaciales, la consagración del triunfo de la historia sobre la geografía, de lo moderno sobre lo tradicional, y del futuro sobre el presente. La globalización revela ser aceleración de la globalización, y la emergencia de fenómenos y procesos acelerados, y de sistemas deslocalizados, desterritorializados y descentrados origina crisis de escala global que afectan la vida de todos y amenazan la continuidad de la civilización y de la especie.
La divergente velocidad evolutiva de los diversos campos de la actividad humana crea asincronías globales. Impulsada por las redes digitales y las ondas hertzianas, la tecnología avanza a la velocidad de la luz. Escondida en los portafolios de los CEO, la economía se mueve a la del sonido. En tanto, la política avanza al lento ritmo del artefacto emblemático de la era nacional-industrial: el tren; único entre los mencionados con capacidad de retroceso. Este desarrollo asincrónico de la tecnología, la economía y la política determina su extensión y capacidad y las relaciones de fuerza entre subsistemas. En una era global, el poder depende de la escala -y no de la magnitud- alcanzada por las estructuras organizacionales; en consecuencia, las instituciones y sistemas territorialmente establecidos son corrompidos por la lógica de los sistemas ampliados; en especial, por la del más global de ellos: el financiero.
En la modernidad global, los clivajes y antagonismos sociales dejan de ser territoriales para hacerse temporales y sistémicos. Las tensiones entre el sistema político, el cultural, el económico y el tecnológico, con sus principios contrastantes, se transforman en el centro generador de los principales conflictos y tensiones: política vs. economía, religión vs. tecnología, Estado vs. mercado, cultura vs. lucro.
El conocimiento, la información, la diversidad, la comunicación, la innovación y la subjetividad se convierten en el centro de la producción económica y social. Elementos materiales de poder como la cantidad y la masa son reemplazados por factores inmaterial-virtuales que circulan por una estructura en red mundializada. Abandonamos una era hardware basada en los recursos naturales, el capital físico y el trabajo manual-repetitivo, para entrar en una era software, en la cual el capital social y el trabajo intelectual-creativo se tornan las fuentes generadoras de riqueza y significado. Los programas y aplicaciones dejan de ser «lo que hace funcionar a la computadora» y los otrora omnipotentes productores de hardware ( big blue ) se convierten en anónimos fabricantes de soportes para programas y redes sociales creados por los pequeños (micro) y suaves (soft).
En una modernidad global en que cada ser humano y cada organización adquieren una importancia creciente para el resto, la conexión a los sistemas globales se transforma en precondición del desarrollo y bienestar para individuos, grupos y Estados. Como muestra la trayectoria divergente de la desconectada Africa y la hiperconectada Asia, la desconexión tiene resultados peores que cualquier conexión inapropiada. En este mundo conectivo, las polaridades políticas se hacen globales. El escenario mundial deja de ser un campo de batalla internacional para dar lugar a tensiones mundiales entre sociedades tribales y republicanas, entre reinos petropolíticos y modernos enclaves de la sociedad del conocimiento, entre el chauvinismo del bienestar primermundista y el tercermundismo victimista.
Pero en la modernidad global, la principal lucha política se libra entre quienes proponen e impulsan la globalización de la democracia, la justicia, el bienestar y los derechos humanos, y quienes se niegan a que la política abandone el marco nacional que alcanzó cuando el mundo aún era surcado por trenes de vapor y barcos de vela; proyecto reaccionario, sistemáticamente acompañado por intentos de renacionalización de la economía y la cultura cuya consecuencia inevitable es la hegemonía global del sistema financiero y de los traficantes de guerra, terrorismo, drogas y seres humanos.
Sabemos hoy muy poco del futuro, excepto que será profundamente diferente del presente. Ante este aumento cualitativo de la incerteza, el optimismo globalifílico y el catastrofismo globalifóbico son igualmente miopes. Sin embargo, podemos ya comprender que en un mundo mundial las viejas metodologías nacional-territoriales llevan al fracaso y al caos.
Creer que las democracias nacionales perdurarán en un escenario global determinado por la tiranía y la anarquía, pensar que los Estados de bienestar continentales resistirán indefinidamente los embates de la hipercompetitividad mundial o creer que las crisis globales pueden ser manejadas internacionalmente es dar respuestas del siglo XX a los problemas del siglo XXI. Una modernidad global lleva a que la democracia y la justicia se institucionalicen globalmente o a que la combinación entre fenómenos globales y sistemas de control nacional-internacionales genere fenómenos destructivos de alcance incalculable. En la alternativa entre la globalización de la entera modernidad social y el predominio de sus elementos destructivos se juega ya la suerte del mundo.
© La Nacion
El autor es ensayista y diputado nacional por la Coalición Cívica, y publicó La modernidad global
Lunes 01 de agosto de 2011 | Publicado en edición impresa
Como todos los años impares, el coro de los profetas de la desglobalización hace hoy su reaparición estelar. Su repertorio es el de siempre. Parte de un ritual cuyo único sentido es confirmar la vitalidad de lo que declara inexistente; se intenta nuevamente equiparar globalización con neoliberalismo y se confunde la emergencia de fenómenos globales con una supuesta uniformización mundial. Hechos aislados son presentados como reveladores de la totalidad; breves contramarchas adquieren el grado de inversión de tendencia, y se declara otra vez el fin de la globalización, hasta nuevo aviso.
Indiferente a tales desmesuras, la conexión entre los diferentes puntos del planeta se incrementa día tras día; el destino de cada país, cada pueblo y cada ser humano se hace cada vez más interdependiente y los fenómenos y procesos que exceden el marco nacional cobran centralidad al compás de una revolución permanente: la tecnológica. La historia de la humanidad se nos revela, entonces, como historia de la globalización de la humanidad, la larga saga de una pequeña manada de animales físicamente frágiles, pero extremadamente inteligentes, que abandonaron, a modo de diáspora, la sabana africana para conquistar el planeta.
La globalización comenzó cuando el primer homínido usó un tronco para cruzar un río o domesticó un caballo para ampliar su control del territorio. Sin embargo, dos elementos denotan la superación de las Modernidades nacionales y el pasaje a una Modernidad global. En primer lugar, el debilitamiento de las categorías territoriales cuyos sucedáneos (la economía, la política, la cultura y la identidad nacionales) constituyeron durante siglos el centro de los asuntos humanos. En segundo lugar, la aparición de procesos críticos (el cambio climático, la volatilidad financiera, la proliferación nuclear, las migraciones, el terrorismo, etc.) que afectan, de manera diferente, a todos los seres humanos, que se convierten en el centro del sistema.
Se trata de una revolución copernicana por la cual el mundo, que era el mero producto de una suma algebraica de acontecimientos nacionales y giraba obedientemente alrededor de los Estados-nación, se apodera del centro y condena a la periferia a las entidades territoriales, que no desaparecen -como se presagiaba en los años noventa-, pero ven disminuidas sus soberanías y potestades y alterado radicalmente el escenario de sus intervenciones. Es tan necesario discutir el punto de ruptura y su profundidad como imposible ignorar el tránsito desde una era industrial-nacional a otra en la cual naciones, industrias y Estados son reconfigurados, su monopolio de los asuntos públicos es cuestionado y las viejas reglas y estatutos son superados.
La idea del «cambio de paradigmas» se ha convertido en un lugar común, pero ¿en qué consisten estas nuevas tendencias? La modernidad global supone una reconfiguración general del contexto en que transcurre la experiencia humana, cuyas tendencias básicas son el achicamiento del espacio por medios tecnológicos, la porosidad y caída de fronteras, y el debilitamiento de lo territorialmente centrado. Los procesos de la modernidad global reconfiguran también el contexto temporal, con la aceleración del ritmo de vida y el cambio histórico, el incremento de la importancia de las categorías temporales sobre las espaciales, la consagración del triunfo de la historia sobre la geografía, de lo moderno sobre lo tradicional, y del futuro sobre el presente. La globalización revela ser aceleración de la globalización, y la emergencia de fenómenos y procesos acelerados, y de sistemas deslocalizados, desterritorializados y descentrados origina crisis de escala global que afectan la vida de todos y amenazan la continuidad de la civilización y de la especie.
La divergente velocidad evolutiva de los diversos campos de la actividad humana crea asincronías globales. Impulsada por las redes digitales y las ondas hertzianas, la tecnología avanza a la velocidad de la luz. Escondida en los portafolios de los CEO, la economía se mueve a la del sonido. En tanto, la política avanza al lento ritmo del artefacto emblemático de la era nacional-industrial: el tren; único entre los mencionados con capacidad de retroceso. Este desarrollo asincrónico de la tecnología, la economía y la política determina su extensión y capacidad y las relaciones de fuerza entre subsistemas. En una era global, el poder depende de la escala -y no de la magnitud- alcanzada por las estructuras organizacionales; en consecuencia, las instituciones y sistemas territorialmente establecidos son corrompidos por la lógica de los sistemas ampliados; en especial, por la del más global de ellos: el financiero.
En la modernidad global, los clivajes y antagonismos sociales dejan de ser territoriales para hacerse temporales y sistémicos. Las tensiones entre el sistema político, el cultural, el económico y el tecnológico, con sus principios contrastantes, se transforman en el centro generador de los principales conflictos y tensiones: política vs. economía, religión vs. tecnología, Estado vs. mercado, cultura vs. lucro.
El conocimiento, la información, la diversidad, la comunicación, la innovación y la subjetividad se convierten en el centro de la producción económica y social. Elementos materiales de poder como la cantidad y la masa son reemplazados por factores inmaterial-virtuales que circulan por una estructura en red mundializada. Abandonamos una era hardware basada en los recursos naturales, el capital físico y el trabajo manual-repetitivo, para entrar en una era software, en la cual el capital social y el trabajo intelectual-creativo se tornan las fuentes generadoras de riqueza y significado. Los programas y aplicaciones dejan de ser «lo que hace funcionar a la computadora» y los otrora omnipotentes productores de hardware ( big blue ) se convierten en anónimos fabricantes de soportes para programas y redes sociales creados por los pequeños (micro) y suaves (soft).
En una modernidad global en que cada ser humano y cada organización adquieren una importancia creciente para el resto, la conexión a los sistemas globales se transforma en precondición del desarrollo y bienestar para individuos, grupos y Estados. Como muestra la trayectoria divergente de la desconectada Africa y la hiperconectada Asia, la desconexión tiene resultados peores que cualquier conexión inapropiada. En este mundo conectivo, las polaridades políticas se hacen globales. El escenario mundial deja de ser un campo de batalla internacional para dar lugar a tensiones mundiales entre sociedades tribales y republicanas, entre reinos petropolíticos y modernos enclaves de la sociedad del conocimiento, entre el chauvinismo del bienestar primermundista y el tercermundismo victimista.
Pero en la modernidad global, la principal lucha política se libra entre quienes proponen e impulsan la globalización de la democracia, la justicia, el bienestar y los derechos humanos, y quienes se niegan a que la política abandone el marco nacional que alcanzó cuando el mundo aún era surcado por trenes de vapor y barcos de vela; proyecto reaccionario, sistemáticamente acompañado por intentos de renacionalización de la economía y la cultura cuya consecuencia inevitable es la hegemonía global del sistema financiero y de los traficantes de guerra, terrorismo, drogas y seres humanos.
Sabemos hoy muy poco del futuro, excepto que será profundamente diferente del presente. Ante este aumento cualitativo de la incerteza, el optimismo globalifílico y el catastrofismo globalifóbico son igualmente miopes. Sin embargo, podemos ya comprender que en un mundo mundial las viejas metodologías nacional-territoriales llevan al fracaso y al caos.
Creer que las democracias nacionales perdurarán en un escenario global determinado por la tiranía y la anarquía, pensar que los Estados de bienestar continentales resistirán indefinidamente los embates de la hipercompetitividad mundial o creer que las crisis globales pueden ser manejadas internacionalmente es dar respuestas del siglo XX a los problemas del siglo XXI. Una modernidad global lleva a que la democracia y la justicia se institucionalicen globalmente o a que la combinación entre fenómenos globales y sistemas de control nacional-internacionales genere fenómenos destructivos de alcance incalculable. En la alternativa entre la globalización de la entera modernidad social y el predominio de sus elementos destructivos se juega ya la suerte del mundo.
© La Nacion
El autor es ensayista y diputado nacional por la Coalición Cívica, y publicó La modernidad global