América latina podría evaluar dos ejemplos diplomáticos para obtener lecciones sobre lo que se podría hacer o evitar hacer en el difícil caso de Venezuela.
El primer ejemplo es Cuba y la Revolución de 1959. En los 60, la contienda entre Estados Unidos y la Unión Soviética se había intensificado con la construcción del muro de Berlín, en agosto de 1961. La introvertida China de Mao atravesaba la gran hambruna, la Comunidad Económica Europea (CEE) era un actor internacional incipiente y el Tercer Mundo intentaba aglutinarse a partir de la Cumbre de los No Alienados en 1961. Estados Unidos era, sin duda, la potencia hegemónica en el continente. Por su parte, la Organización de Estados Americanos (OEA) no reprobó la invasión de Playa Girón de 1961, ordenada por Kennedy. Este muy esquemático telón de fondo permite ubicar la resolución de la OEA de excluir a Cuba del sistema interamericano en enero de 1962; con lo cual la Guerra Fría se instaló definitivamente en América latina.
El plegamiento a Washington en su política de aislamiento y punición de La Habana, la ausencia de una mínima concertación regional para preservar puentes con Fidel Castro, la falta de visión estratégica de la mayoría de los presidentes del área y la obsesión anticomunista tuvieron, juntos, efectos lamentables. Desde entonces, y como resultado del enraizamiento continental de la Guerra Fría, las divisiones ideológicas en los países de la región se exacerbaron y se multiplicaron las dictaduras, lo que fue nefasto para el bienestar, la estabilidad y la autonomía de las naciones latinoamericanas.
El segundo ejemplo lo constituye el mosaico de crisis que vivió América Central entre finales de los años 70 y comienzos de los 80. En 1983 había tres casos: Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Para entonces, la «coexistencia pacífica» entre Washington y Moscú había cesado y la Guerra Fría se había recalentado. China era un país cuyo PBI per cápita era de apenas 282 dólares. La CEE, más autocentrada, ya contaba con diez miembros pero debía lidiar con la escéptica Gran Bretaña de Margaret Thatcher. Reagan había lanzado su «guerra de baja intensidad» contra la Nicaragua sandinista, mientras sostenía a El Salvador y Guatemala arruinados por guerras civiles. A su vez, Cuba seguía auspiciando la revolución, pero encontraba más límites externos e internos. Asimismo, el sistema interamericano estaba seriamente cuestionado a raíz del papel de la OEA en la guerra de las Malvinas de 1982.
En este marco, cuatro países -Colombia, México, Panamá y Venezuela- conformaron, en enero de 1983, el Grupo de Contadora con el propósito de procurar una salida política negociada a las crisis centroamericanas. En 1985 se sumó a la iniciativa el Grupo de Apoyo compuesto por la Argentina, Brasil, Perú y Uruguay. A pesar de encontrar un escenario internacional complejo y una situación regional inquietante, los ocho países desplegaron una diplomacia afirmativa hacia Centroamérica. En esencia, las naciones de Contadora entendieron que lo que allí sucedía podía tener consecuencias profundas y negativas hacia el norte y sur del continente.
Todos poseían intereses individuales y colectivos que estaban en juego: evitar un rebrote agresivo de la Guerra Fría a nivel interno, asegurar los embrionarios procesos de democratización en varios países, eludir la internacionalización de conflictos ya existentes (por ejemplo, en Colombia) y detener la ofensiva intervencionista de Estados Unidos.
Entre los miembros de Contadora había gobiernos de distinta orientación política, pero eso no fue un obstáculo para movilizar acciones conjuntas. La ideología no obnubiló a los mandatarios de estos ocho países, que entendían que lidiaban con casos en los que tampoco había homogeneidad ideológica: un gobierno de izquierda en Nicaragua, de derecha en El Salvador y de ultraderecha en Guatemala. Paralelamente, el estilo de Contadora se caracterizó por la mesura, sin discursos grandilocuentes: el énfasis era promover la paz y la democracia.
Hoy, el mundo y América latina viven dinámicas que rememoran algo del pasado pero que también reflejan novedades importantes. El caso de Cuba muestra lo que la región debería evitar, y el caso de Centroamérica, en cambio, lo que podría emular respecto a Venezuela antes de que sea demasiado tarde. Habrá que ver si hay aprendizaje diplomático y voluntad política en la región.
Analista internacional, profesor plenario de la UTDT
El primer ejemplo es Cuba y la Revolución de 1959. En los 60, la contienda entre Estados Unidos y la Unión Soviética se había intensificado con la construcción del muro de Berlín, en agosto de 1961. La introvertida China de Mao atravesaba la gran hambruna, la Comunidad Económica Europea (CEE) era un actor internacional incipiente y el Tercer Mundo intentaba aglutinarse a partir de la Cumbre de los No Alienados en 1961. Estados Unidos era, sin duda, la potencia hegemónica en el continente. Por su parte, la Organización de Estados Americanos (OEA) no reprobó la invasión de Playa Girón de 1961, ordenada por Kennedy. Este muy esquemático telón de fondo permite ubicar la resolución de la OEA de excluir a Cuba del sistema interamericano en enero de 1962; con lo cual la Guerra Fría se instaló definitivamente en América latina.
El plegamiento a Washington en su política de aislamiento y punición de La Habana, la ausencia de una mínima concertación regional para preservar puentes con Fidel Castro, la falta de visión estratégica de la mayoría de los presidentes del área y la obsesión anticomunista tuvieron, juntos, efectos lamentables. Desde entonces, y como resultado del enraizamiento continental de la Guerra Fría, las divisiones ideológicas en los países de la región se exacerbaron y se multiplicaron las dictaduras, lo que fue nefasto para el bienestar, la estabilidad y la autonomía de las naciones latinoamericanas.
El segundo ejemplo lo constituye el mosaico de crisis que vivió América Central entre finales de los años 70 y comienzos de los 80. En 1983 había tres casos: Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Para entonces, la «coexistencia pacífica» entre Washington y Moscú había cesado y la Guerra Fría se había recalentado. China era un país cuyo PBI per cápita era de apenas 282 dólares. La CEE, más autocentrada, ya contaba con diez miembros pero debía lidiar con la escéptica Gran Bretaña de Margaret Thatcher. Reagan había lanzado su «guerra de baja intensidad» contra la Nicaragua sandinista, mientras sostenía a El Salvador y Guatemala arruinados por guerras civiles. A su vez, Cuba seguía auspiciando la revolución, pero encontraba más límites externos e internos. Asimismo, el sistema interamericano estaba seriamente cuestionado a raíz del papel de la OEA en la guerra de las Malvinas de 1982.
En este marco, cuatro países -Colombia, México, Panamá y Venezuela- conformaron, en enero de 1983, el Grupo de Contadora con el propósito de procurar una salida política negociada a las crisis centroamericanas. En 1985 se sumó a la iniciativa el Grupo de Apoyo compuesto por la Argentina, Brasil, Perú y Uruguay. A pesar de encontrar un escenario internacional complejo y una situación regional inquietante, los ocho países desplegaron una diplomacia afirmativa hacia Centroamérica. En esencia, las naciones de Contadora entendieron que lo que allí sucedía podía tener consecuencias profundas y negativas hacia el norte y sur del continente.
Todos poseían intereses individuales y colectivos que estaban en juego: evitar un rebrote agresivo de la Guerra Fría a nivel interno, asegurar los embrionarios procesos de democratización en varios países, eludir la internacionalización de conflictos ya existentes (por ejemplo, en Colombia) y detener la ofensiva intervencionista de Estados Unidos.
Entre los miembros de Contadora había gobiernos de distinta orientación política, pero eso no fue un obstáculo para movilizar acciones conjuntas. La ideología no obnubiló a los mandatarios de estos ocho países, que entendían que lidiaban con casos en los que tampoco había homogeneidad ideológica: un gobierno de izquierda en Nicaragua, de derecha en El Salvador y de ultraderecha en Guatemala. Paralelamente, el estilo de Contadora se caracterizó por la mesura, sin discursos grandilocuentes: el énfasis era promover la paz y la democracia.
Hoy, el mundo y América latina viven dinámicas que rememoran algo del pasado pero que también reflejan novedades importantes. El caso de Cuba muestra lo que la región debería evitar, y el caso de Centroamérica, en cambio, lo que podría emular respecto a Venezuela antes de que sea demasiado tarde. Habrá que ver si hay aprendizaje diplomático y voluntad política en la región.
Analista internacional, profesor plenario de la UTDT