México
La desaparición de 43 estudiantes reveló las fisuras del discurso oficial sobre la violencia y las instituciones
En Guerrero, reclamos por la aparición de los jóvenes. Foto: Reuters
CIUDAD DE MÉXICO.- Un pacto tenebroso entre un alcalde, su esposa, policías y criminales que causó la desaparición de 43 estudiantes y el hallazgo de fosas clandestinas en México han puesto en una encrucijada al presidente Enrique Peña Nieto, y al país, frente al espejo.
Después de dos años de gobierno, cuando ya casi se hablaba de México sólo por sus profundas reformas estructurales y por un moderno proyecto de un aeropuerto para la capital, el país volvió a los titulares por la violencia y la fragilidad institucional, que nunca se habían ido.
El caso Iguala mostró la otra cara: la corrupción y la impunidad, que permitieron al alcalde de una ciudad de 140.000 habitantes, a 200 kilómetros de la capital, asociarse con un cartel de drogas y mandar a la policía y a sicarios a disparar y perseguir a estudiantes para que no arruinaran un acto de su esposa.
«En México tiene que haber un antes y un después de estos hechos, y el Estado tendría que demostrar su compromiso con los derechos humanos porque falló», dijo Perseo Quiroz, de Amnistía Internacional en México. «Si no hay un viraje, vamos a seguir recogiendo cadáveres», añadió.
El alcalde prófugo José Luis Abarca, del Partido de la Revolución Democrática (opositor, de centroizquierda), bailaba en una plaza cuando el 26 de septiembre llegaron a Iguala 80 estudiantes de la escuela Raúl Isidro Burgos, conocida como la Normal de Ayotzinapa.
Su esposa y aspirante a sucederlo, María de los Ángeles Pineda Villa, hermana de tres ex operadores del cartel de los Beltrán Leyva, encabezaba ahí una celebración.
Policías y «halcones» (informantes) de Guerreros Unidos, cartel para el cual trabajan el alcalde y su esposa según la fiscalía, alertaron sobre la presencia de los jóvenes. Abarca dio la orden de bloquearles el paso. Los «normalistas» de Ayotzinapa, alumnos de comunas pobres bajo régimen de internado, tienen una tradición combativa con acciones como bloqueos callejeros y toma de garitas de peaje de autopistas.
La policía bloqueó la ruta, abrió fuego y persiguió a los estudiantes. Confundió el ómnibus de un equipo de fútbol con los perseguidos. También les dispararon. Hubo seis muertos: tres alumnos de Ayotzinapa, un futbolista de 15 años, un chofer y una mujer que iba en un taxi. A uno de los alumnos además le fue arrancada la piel de la cara y le sacaron los ojos. Tras el tiroteo, los agentes entregaron a los estudiantes de un ómnibus a sicarios de Guerreros Unidos, que dieron por hecho que eran integrantes del grupo rival Los Rojos.
¿Qué pasó después? No se sabe. Los llevaron en una camioneta hasta un paraje. Dos criminales detenidos dijeron que ellos habían matado a 17 y que los habían enterrado en fosas clandestinas en un cerro. Hay 52 arrestados. Se encontraron nueve fosas con 30 cadáveres, pero aún no se sabe quiénes son los muertos.
Aunque cada vez parecen desvanecerse más las esperanzas, padres y hermanos no se resignan a pensar que puedan estar muertos, como tampoco los familiares de otros 22.000 desaparecidos en México, en los últimos años.
«Este evento pone en discusión toda la narrativa que el gobierno federal ha tenido sobre los éxitos en materia de combate a los delitos», dijo Francisco Rivas, director del Observatorio Nacional Ciudadano sobre la seguridad.
«Podría servir para algo, pero sólo si lo entienden no como un evento aislado -señaló Rivas-. Es una excelente oportunidad para el gobierno para sentarse y replantear si existe o no una estrategia profunda para reconstruir las instituciones.».
La desaparición de 43 estudiantes reveló las fisuras del discurso oficial sobre la violencia y las instituciones
En Guerrero, reclamos por la aparición de los jóvenes. Foto: Reuters
CIUDAD DE MÉXICO.- Un pacto tenebroso entre un alcalde, su esposa, policías y criminales que causó la desaparición de 43 estudiantes y el hallazgo de fosas clandestinas en México han puesto en una encrucijada al presidente Enrique Peña Nieto, y al país, frente al espejo.
Después de dos años de gobierno, cuando ya casi se hablaba de México sólo por sus profundas reformas estructurales y por un moderno proyecto de un aeropuerto para la capital, el país volvió a los titulares por la violencia y la fragilidad institucional, que nunca se habían ido.
El caso Iguala mostró la otra cara: la corrupción y la impunidad, que permitieron al alcalde de una ciudad de 140.000 habitantes, a 200 kilómetros de la capital, asociarse con un cartel de drogas y mandar a la policía y a sicarios a disparar y perseguir a estudiantes para que no arruinaran un acto de su esposa.
«En México tiene que haber un antes y un después de estos hechos, y el Estado tendría que demostrar su compromiso con los derechos humanos porque falló», dijo Perseo Quiroz, de Amnistía Internacional en México. «Si no hay un viraje, vamos a seguir recogiendo cadáveres», añadió.
El alcalde prófugo José Luis Abarca, del Partido de la Revolución Democrática (opositor, de centroizquierda), bailaba en una plaza cuando el 26 de septiembre llegaron a Iguala 80 estudiantes de la escuela Raúl Isidro Burgos, conocida como la Normal de Ayotzinapa.
Su esposa y aspirante a sucederlo, María de los Ángeles Pineda Villa, hermana de tres ex operadores del cartel de los Beltrán Leyva, encabezaba ahí una celebración.
Policías y «halcones» (informantes) de Guerreros Unidos, cartel para el cual trabajan el alcalde y su esposa según la fiscalía, alertaron sobre la presencia de los jóvenes. Abarca dio la orden de bloquearles el paso. Los «normalistas» de Ayotzinapa, alumnos de comunas pobres bajo régimen de internado, tienen una tradición combativa con acciones como bloqueos callejeros y toma de garitas de peaje de autopistas.
La policía bloqueó la ruta, abrió fuego y persiguió a los estudiantes. Confundió el ómnibus de un equipo de fútbol con los perseguidos. También les dispararon. Hubo seis muertos: tres alumnos de Ayotzinapa, un futbolista de 15 años, un chofer y una mujer que iba en un taxi. A uno de los alumnos además le fue arrancada la piel de la cara y le sacaron los ojos. Tras el tiroteo, los agentes entregaron a los estudiantes de un ómnibus a sicarios de Guerreros Unidos, que dieron por hecho que eran integrantes del grupo rival Los Rojos.
¿Qué pasó después? No se sabe. Los llevaron en una camioneta hasta un paraje. Dos criminales detenidos dijeron que ellos habían matado a 17 y que los habían enterrado en fosas clandestinas en un cerro. Hay 52 arrestados. Se encontraron nueve fosas con 30 cadáveres, pero aún no se sabe quiénes son los muertos.
Aunque cada vez parecen desvanecerse más las esperanzas, padres y hermanos no se resignan a pensar que puedan estar muertos, como tampoco los familiares de otros 22.000 desaparecidos en México, en los últimos años.
«Este evento pone en discusión toda la narrativa que el gobierno federal ha tenido sobre los éxitos en materia de combate a los delitos», dijo Francisco Rivas, director del Observatorio Nacional Ciudadano sobre la seguridad.
«Podría servir para algo, pero sólo si lo entienden no como un evento aislado -señaló Rivas-. Es una excelente oportunidad para el gobierno para sentarse y replantear si existe o no una estrategia profunda para reconstruir las instituciones.».