Hoy es la expropiación de YPF. Ayer fue la estatización de las administradoras de fondos de pensión (AFJP). Y mañana podría ser el quite de las concesiones de la minería a cielo abierto, la nacionalización de los casinos y máquinas tragamonedas o la recuperación de enormes extensiones de tierras que hoy poseen dueños extranjeros. No es una locura suponerlo. Nada debe ser descartado si se lo piensa desde la lógica pura y dura del vamos por todo, este método compulsivo y estridente de gobernar que consiste en apropiarse de negocios privados que aportan caja, pero, en especial, que devuelven intención de voto, imagen positiva y posibilidades de ser reelegida a la presidenta de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner.
Analicemos con detenimiento por lo menos una de las hipótesis. ¿Qué costo político inmediato implicaría, por ejemplo, quitarle a la Barrick Gold la parte argentina de Pascua Lama, un negocio que, en su conjunto, podría generar 40.000 millones de dólares en los próximos veinte años? Más allá del pataleo inicial de los accionistas privados, el Gobierno sólo debería denunciar los ventajosos contratos que firmó la minera con el Estado, incluido el acuerdo secreto de doble imposición que le permite a la compañía un trato privilegiado en el pago de tributos del lado argentino. Al mismo tiempo, la administración le podría encargar una encuesta a consultores amigos como Artemio López con esta sencilla pregunta: «¿Está usted de acuerdo con la nacionalización de las concesiones mineras?». Después, una vez confirmados los altísimos porcentajes de aceptación, los funcionarios transformarían a los dueños de Barrick Gold en los nuevos enemigos públicos de la Argentina, recomendarían la lectura de El Mal , el último libro de Miguel Bonasso, elegirían a un joven de La Cámpora para explicar cómo se explotará el negocio a partir de este momento y el secretario de Minería convocaría a otras empresas del mundo con objeto de cerrar acuerdos de explotación «más ventajosos» para el país. No es necesario aclarar que Fernando «Pino» Solanas, Hermes Binner, Ricardo Alfonsín, Luis Juez y la mayoría de los diputados y senadores del Frente para la Victoria y el Peronismo Federal apoyarían la iniciativa, y probablemente Mauricio Macri, Elisa Carrió y otros dirigentes de Pro y de la Coalición Cívica serían acusados de privatistas, promineros y vendepatrias por los medios oficiales y paraoficiales.
Pero eso no sería todo. Porque, una vez más, Ella sería vista como una gran estadista, audaz y decidida como pocas, y entonces sus seguidores podrían pensar, como hoy, que no existe otra persona capaz de gobernar con el mismo coraje que Cristina, y empujarían con más energía el proyecto de reforma de la Constitución, con la cláusula de reelección incluida.
Pero volvamos por un instante a la expropiación de YPF. Si se la estudia con frialdad y la mínima memoria histórica, no tardaremos en darnos cuenta de que estamos ante una estrategia muy parecida a la del menemismo de los años 90, pero de -aparente- signo ideológico contrario. En aquellos años había convertibilidad, lo que hacía suponer que la moneda nacional era casi más fuerte que el dólar y permitía que unos cuantos millones de argentinos viajaran a Miami y compraran dos modelos de los mismos electrodomésticos. Es decir: igual que ahora. En aquellos años Carlos Menem era presentado como el gran transformador, un estadista que parecía muy por encima del resto de los dirigentes de su propio partido y de la oposición. Ni más ni menos que lo que sucede en la actualidad. En ese entonces, las privatizaciones eran analizadas como una movida casi revolucionaria que no sólo serviría para hacer caja, sino también para modernizar la Argentina. Además, los pocos dirigentes de la oposición que vaticinaban que todo terminaría en un verdadero desastre eran ninguneados por la mayoría oficialista y por el conglomerado de medios que apoyaba a Menem a cambio de publicidad oficial y buenos negocios, igual que ahora. Como se sabe, entre los que se sumaron a la ideología de moda y la demagogia triunfalista estuvieron, con mayor o menor estruendo, el entonces gobernador de Santa Cruz, Néstor Kirchner, y la legisladora Cristina Fernández.
Ella «saldó» su parte de responsabilidad la semana pasada, con una breve y contundente frase. «La historia no se construye como uno quiere, sino como se puede, según el grado y la naturaleza del obstáculo», explicó en uno de sus monólogos, que no permiten ni resisten preguntas. Y sanseacabó. Pero seamos serios: la única diferencia ostensible entre un momento político y otro es que durante el menemato las condiciones internacionales como el efecto tequila aceleraron la crisis y revelaron la profundidad del subdesarrollo económico, social y educativo que padecía el país. Ahora, más allá de la tenue desaceleración económica y la tragedia de Once, no hay, todavía, en la vida cotidiana de los argentinos, datos tan evidentes como para pensar que el modelo «nacional y popular» podría derrumbarse de un día para el otro.
De cualquier manera, igual que lo hizo Menem, los cerebros de la jefa del Estado están organizando las cosas como para patear las consecuencias más graves de sus imprudentes decisiones más allá de 2015. Total, mientras el precio de la soja siga aumentando y el nivel de consumo se mantenga en los índices actuales, una buena parte de la sociedad seguirá pensando que éste es el mejor gobierno del mundo, del mismo modo que antes se suponía que la dupla Menem-Domingo Cavallo llevaría a la Argentina a transformarse en una potencia mundial.
¿A quién podría importarle, en este contexto de aparente bienestar, que, por ejemplo, la hija de la Presidenta utilice el avión presidencial para llegar a tiempo al cumpleaños de una amiga? ¿En qué cambiaría la vida de un habitante del conurbano bonaerense la renuncia del ex procurador general Esteban Righi, el apartamiento del juez Daniel Rafecas del caso que involucra al vicepresidente Amado Boudou o los detalles de la causa que podría llevar de nuevo a la cárcel a Sergio Schoklender? Así como la euforia por la precaria recuperación de las Malvinas hizo olvidar las atrocidades de la dictadura militar, el triunfalismo de la expropiación por YPF y el éxito del relato oficial encubren la prepotencia del actual gobierno democrático ante los confundidos dirigentes de la oposición y la prensa crítica. Los que manejan ahora el Gobierno son una mayoría circunstancial, pero actúan como si fueran eternos. O inmortales. En eso también se parecen al menemismo. Y hasta reaccionan igual. Todavía recuerdo cuál fue la primera descalificación que recibimos los periodistas que entonces denunciamos hechos de corrupción. Era la misma acusación que se blandía contra Carlos «Chacho» Alvarez, una de las caras visibles del Grupo de los Ocho. Como no podían desmentir los hechos, nos decían «gorilas». Después, el tiempo puso las cosas en su lugar.
© La Nacion.
Analicemos con detenimiento por lo menos una de las hipótesis. ¿Qué costo político inmediato implicaría, por ejemplo, quitarle a la Barrick Gold la parte argentina de Pascua Lama, un negocio que, en su conjunto, podría generar 40.000 millones de dólares en los próximos veinte años? Más allá del pataleo inicial de los accionistas privados, el Gobierno sólo debería denunciar los ventajosos contratos que firmó la minera con el Estado, incluido el acuerdo secreto de doble imposición que le permite a la compañía un trato privilegiado en el pago de tributos del lado argentino. Al mismo tiempo, la administración le podría encargar una encuesta a consultores amigos como Artemio López con esta sencilla pregunta: «¿Está usted de acuerdo con la nacionalización de las concesiones mineras?». Después, una vez confirmados los altísimos porcentajes de aceptación, los funcionarios transformarían a los dueños de Barrick Gold en los nuevos enemigos públicos de la Argentina, recomendarían la lectura de El Mal , el último libro de Miguel Bonasso, elegirían a un joven de La Cámpora para explicar cómo se explotará el negocio a partir de este momento y el secretario de Minería convocaría a otras empresas del mundo con objeto de cerrar acuerdos de explotación «más ventajosos» para el país. No es necesario aclarar que Fernando «Pino» Solanas, Hermes Binner, Ricardo Alfonsín, Luis Juez y la mayoría de los diputados y senadores del Frente para la Victoria y el Peronismo Federal apoyarían la iniciativa, y probablemente Mauricio Macri, Elisa Carrió y otros dirigentes de Pro y de la Coalición Cívica serían acusados de privatistas, promineros y vendepatrias por los medios oficiales y paraoficiales.
Pero eso no sería todo. Porque, una vez más, Ella sería vista como una gran estadista, audaz y decidida como pocas, y entonces sus seguidores podrían pensar, como hoy, que no existe otra persona capaz de gobernar con el mismo coraje que Cristina, y empujarían con más energía el proyecto de reforma de la Constitución, con la cláusula de reelección incluida.
Pero volvamos por un instante a la expropiación de YPF. Si se la estudia con frialdad y la mínima memoria histórica, no tardaremos en darnos cuenta de que estamos ante una estrategia muy parecida a la del menemismo de los años 90, pero de -aparente- signo ideológico contrario. En aquellos años había convertibilidad, lo que hacía suponer que la moneda nacional era casi más fuerte que el dólar y permitía que unos cuantos millones de argentinos viajaran a Miami y compraran dos modelos de los mismos electrodomésticos. Es decir: igual que ahora. En aquellos años Carlos Menem era presentado como el gran transformador, un estadista que parecía muy por encima del resto de los dirigentes de su propio partido y de la oposición. Ni más ni menos que lo que sucede en la actualidad. En ese entonces, las privatizaciones eran analizadas como una movida casi revolucionaria que no sólo serviría para hacer caja, sino también para modernizar la Argentina. Además, los pocos dirigentes de la oposición que vaticinaban que todo terminaría en un verdadero desastre eran ninguneados por la mayoría oficialista y por el conglomerado de medios que apoyaba a Menem a cambio de publicidad oficial y buenos negocios, igual que ahora. Como se sabe, entre los que se sumaron a la ideología de moda y la demagogia triunfalista estuvieron, con mayor o menor estruendo, el entonces gobernador de Santa Cruz, Néstor Kirchner, y la legisladora Cristina Fernández.
Ella «saldó» su parte de responsabilidad la semana pasada, con una breve y contundente frase. «La historia no se construye como uno quiere, sino como se puede, según el grado y la naturaleza del obstáculo», explicó en uno de sus monólogos, que no permiten ni resisten preguntas. Y sanseacabó. Pero seamos serios: la única diferencia ostensible entre un momento político y otro es que durante el menemato las condiciones internacionales como el efecto tequila aceleraron la crisis y revelaron la profundidad del subdesarrollo económico, social y educativo que padecía el país. Ahora, más allá de la tenue desaceleración económica y la tragedia de Once, no hay, todavía, en la vida cotidiana de los argentinos, datos tan evidentes como para pensar que el modelo «nacional y popular» podría derrumbarse de un día para el otro.
De cualquier manera, igual que lo hizo Menem, los cerebros de la jefa del Estado están organizando las cosas como para patear las consecuencias más graves de sus imprudentes decisiones más allá de 2015. Total, mientras el precio de la soja siga aumentando y el nivel de consumo se mantenga en los índices actuales, una buena parte de la sociedad seguirá pensando que éste es el mejor gobierno del mundo, del mismo modo que antes se suponía que la dupla Menem-Domingo Cavallo llevaría a la Argentina a transformarse en una potencia mundial.
¿A quién podría importarle, en este contexto de aparente bienestar, que, por ejemplo, la hija de la Presidenta utilice el avión presidencial para llegar a tiempo al cumpleaños de una amiga? ¿En qué cambiaría la vida de un habitante del conurbano bonaerense la renuncia del ex procurador general Esteban Righi, el apartamiento del juez Daniel Rafecas del caso que involucra al vicepresidente Amado Boudou o los detalles de la causa que podría llevar de nuevo a la cárcel a Sergio Schoklender? Así como la euforia por la precaria recuperación de las Malvinas hizo olvidar las atrocidades de la dictadura militar, el triunfalismo de la expropiación por YPF y el éxito del relato oficial encubren la prepotencia del actual gobierno democrático ante los confundidos dirigentes de la oposición y la prensa crítica. Los que manejan ahora el Gobierno son una mayoría circunstancial, pero actúan como si fueran eternos. O inmortales. En eso también se parecen al menemismo. Y hasta reaccionan igual. Todavía recuerdo cuál fue la primera descalificación que recibimos los periodistas que entonces denunciamos hechos de corrupción. Era la misma acusación que se blandía contra Carlos «Chacho» Alvarez, una de las caras visibles del Grupo de los Ocho. Como no podían desmentir los hechos, nos decían «gorilas». Después, el tiempo puso las cosas en su lugar.
© La Nacion.