Cristina Kirchner consiguió una magra victoria parlamentaria y una derrota política y social. Su «reforma judicial» podrá ser legal en términos parlamentarios (no constitucionales), pero es ilegítima según los imprescindibles ritos democráticos.
Esa reforma ya le había costado una seria advertencia de la Corte Suprema de Justicia: sus jueces estaban dispuestos a llegar hasta la renuncia en bloque del tribunal si éste desaparecía como cabeza de un poder del Estado.
Cristina Kirchner consiguió una magra victoria parlamentaria y una derrota política y social . Su «reforma judicial» podrá ser legal en términos parlamentarios (no constitucionales), pero es ilegítima según los imprescindibles ritos democráticos. Ese reforma ya le había costado una seria advertencia de la Corte Suprema de Justicia: sus jueces estaban dispuestos a llegar hasta la renuncia en bloque del tribunal si éste desaparecía como cabeza de un poder del Estado. No desapareció, pero los cambios de último momento no conformaron a los más altos magistrados del país. La judicialización de la reforma cristinista de la Justicia comenzará dentro de pocos días y llevará la batalla parlamentaria al territorio de los jueces.
Una reforma para 100 años, según el afanoso pronóstico del camporista viceministro de Justicia, Julián Álvarez, se logró en quince días y con la mayoría de un voto, escaso y agónico. La reforma significa, lisa y llanamente, la destitución de la Justicia como un poder independiente dentro del Estado. Si atravesara los filtros judiciales inminentes, esos cambios introducirán una modificación fundamental en el orden político. El autoritarismo prevalecerá sobre el acuerdo; el ciudadano quedará sometido a la arbitraria persecución del Estado, y el gobierno político contará con los jueces para premiar a los amigos y castigar a los enemigos. La democracia argentina, tal como se la conoció desde 1983, habrá desaparecido.
El rol opositor
La oposición política hizo su contribución a la supuesta legalidad de las decisiones de la Cámara de Diputados. Abandonó el recinto cuando estaba en discusión el voto de dos diputados sobre el clave artículo 2 de la ley del Consejo de la Magistratura. Es el artículo que reglamenta su integración y que establece el voto popular para la elección de los consejeros, claramente inconstitucional. El artículo había perdido la votación por dos votos. Dos diputados dijeron luego que sus votos no habían sido registrados . Después de una batahola digna de un final de ópera, la oposición se retiró. El oficialismo tuvo luego la oportunidad de volver a votar ese artículo con el acuerdo de los dos tercios necesarios del cuerpo, mayoría inalcanzable para el cristinismo que la oposición permitió con su ausencia.
La oposición puede reclamar ahora lo que se llama la «sábana» gráfica de la votación. Es el papel que registra con exactitud los votos afirmativos, los negativos y las abstenciones. Es probable que aquellos dos diputados no hayan votado en la primera vuelta convencidos de que el artículo sería aprobado sin ellos. Pero se rectificaron cuando advirtieron que habían producido una derrota. De hecho, el oficialismo mostró sus dudas sobre el recuento de votos por los artículos cuando ordenó, contrariando el reglamento, que se votara dos veces en general todo el paquete, sin detenerse en cada artículo. Un escándalo opositor frenó esa decisión antirreglamentaria. Graciela Camaño le manoteó el micrófono al presidente de la Cámara, Julián Domínguez; Camaño suele usar las manos cuando no le bastan las razones o cuando no se las escuchan.
Pero, ¿es legítimo hablar de una reforma radical del sistema judicial en semejantes condiciones de precariedad o en un contexto de tantos agravios a las leyes y los reglamentos? El Gobierno llegó con la lengua afuera a una votación que venía anunciando ampliamente victoriosa. Una manifestación de ciudadanos comunes se había reunido en la plaza del Congreso. Fue minoritaria si se la mide con la vara de los últimos cacerolazos, pero sería una medición injusta. Lo cierto es que no hubo antes una manifestación voluntaria con ese número de personas por ninguna otra ley. Una ley que se refería a un concepto que podría parecer abstracto, como es el de la independencia de la Justicia. Un amplio sector de la sociedad parece haber reducido el conflicto a una opción: autoritarismo o Poder Judicial. Una buena síntesis del complejo dilema en el que se debate hoy el país.
En su obstinación por terminar con el prestigio de todo lo que no es propio, el Gobierno dejó correr también la versión de un improbable pacto con el presidente de la Corte Suprema de Justicia, Ricardo Lorenzetti. Nunca desmintió ese pacto que no había sucedido y algunos legisladores suyos deslizaron párrafos que lo homologaban. Sucedió otra cosa. La Corte Suprema en pleno había decidido dar pelea contra la reforma que vaciaba al Poder Judicial de sus recursos, que le quitaba a la Corte las oficinas que había creado para llevar adelante políticas públicas, que la dejaba sin personal y que la eliminaba como cabeza de un poder del Estado. La convertía, en verdad, en un tribunal provinciano.
Con los recursos en manos de un órgano político y deliberativo como el Consejo de la Magistratura, el Poder Judicial se encaminaba hacía su parálisis. La Corte decidió un plan de acción: dictaría una acordada anulando esas decisiones sobre sus facultades y la promocionaría ampliamente. Los jueces saldrían a defender públicamente su posición. Lorenzetti ya preparaba sus valijas para viajar el exterior y hacer las correspondientes denuncias en organismos internacionales.
Las alternativas evaluadas
Si todo hubiera fracasado, existía un consenso implícito entre los jueces para presentar la renuncia colectiva de la Corte Suprema. ¿Debían esperar callados el decurso de las cosas? Prevaleció entonces el criterio de que la Corte no es una secta que conspira en la clandestinidad. Es un poder del Estado, forma parte de él. Todos los miembros de la Corte autorizaron a Lorenzetti para que hablara con la Presidenta y le expusiera la situación tal como era. La advertencia fue hecha primero al secretario legal y técnico de la presidencia, Carlos Zannini, y luego fue escrita en un papel enviado al Poder Ejecutivo. Al final, Lorenzetti conversó con Cristina Kirchner.
Lorenzetti tenía en su poder un pedido de todos los presidentes de las cámaras federales del país, que incluía también, además del planteo por los recursos y las atribuciones, un reclamo por la constitucionalidad de otras decisiones de la reforma judicial. La Corte no esconde que ese planteo existió. Pero le pidió al titular de la Junta de Presidentes de las Cámaras Nacionales y Federales, Gustavo Hornos, que enviara una nueva versión excluyendo el párrafo que se refería a la constitucionalidad de la reforma. La decisión última sobre la constitucionalidad de la ley del Consejo de la Magistratura, de la limitación casi absoluta de las medidas cautelares y de la creación de las cámaras de casación es una facultad indelegable de la Corte Suprema. El sólo traslado de una opinión sobre esa constitucionalidad cuestionada podía abrir las puertas de la recusación para todos los jueces supremos del país.
El juez Hornos hizo esos cambios y quedó sometido a la crítica interna de algunos presidentes de las cámaras federales. Tiene un atenuante: debía decidir tales modificaciones el pasado jueves 18, cuando una huelga de personal había paralizado todos los tribunales del país. La nueva versión del planteo de los camaristas, firmada por Hornos, tiene fecha del 18 de abril. Tampoco podía esperar: el debate en Diputados era inminente.
El pacto es imposible cuando se advierte que la Corte está molesta por la reforma a la reforma enviada a último momento por el Gobierno. «Hay cosas positivas, pero también hay cosas que rechazamos de plano», dijo uno de los máximos magistrados. ¿Con qué cosas no están de acuerdo? Son varias. El Tesoro, por ejemplo, podrá meter mano en los fondos judiciales, que es un ahorro de 10 años de 5000 millones de pesos. El Gobierno ha encontrado otra caja para financiar su ahogo de recursos genuinos. Esos fondos podrían servir, por ejemplo, para los aumentos del personal judicial durante los próximos cinco años. Ahora, podrán ser usados por el Tesoro a cambio de bonos que pagará Dios si se acuerda de los argentinos.
Otro asunto conflictivo es el que les sacará a las Cámaras Federales y a la Corte la designación de los jueces subrogantes. El Gobierno ha mantenido históricamente un 30 por ciento de los juzgados sin nombrar titulares. Antes era la Corte o las Cámaras los que designaban a los jueces interinos. En adelante lo hará el Poder Ejecutivo, que previsiblemente enviará a sus amigos a administrar justicia. La Corte hizo lo que debía hacer en un momento extremo y agonizante de la República. ¿Fue suficiente? Seguramente, no. Sólo se preservó como la instancia final de una Justicia que deberá remendar sobre los estragos institucionales del cristinismo..
Esa reforma ya le había costado una seria advertencia de la Corte Suprema de Justicia: sus jueces estaban dispuestos a llegar hasta la renuncia en bloque del tribunal si éste desaparecía como cabeza de un poder del Estado.
Cristina Kirchner consiguió una magra victoria parlamentaria y una derrota política y social . Su «reforma judicial» podrá ser legal en términos parlamentarios (no constitucionales), pero es ilegítima según los imprescindibles ritos democráticos. Ese reforma ya le había costado una seria advertencia de la Corte Suprema de Justicia: sus jueces estaban dispuestos a llegar hasta la renuncia en bloque del tribunal si éste desaparecía como cabeza de un poder del Estado. No desapareció, pero los cambios de último momento no conformaron a los más altos magistrados del país. La judicialización de la reforma cristinista de la Justicia comenzará dentro de pocos días y llevará la batalla parlamentaria al territorio de los jueces.
Una reforma para 100 años, según el afanoso pronóstico del camporista viceministro de Justicia, Julián Álvarez, se logró en quince días y con la mayoría de un voto, escaso y agónico. La reforma significa, lisa y llanamente, la destitución de la Justicia como un poder independiente dentro del Estado. Si atravesara los filtros judiciales inminentes, esos cambios introducirán una modificación fundamental en el orden político. El autoritarismo prevalecerá sobre el acuerdo; el ciudadano quedará sometido a la arbitraria persecución del Estado, y el gobierno político contará con los jueces para premiar a los amigos y castigar a los enemigos. La democracia argentina, tal como se la conoció desde 1983, habrá desaparecido.
El rol opositor
La oposición política hizo su contribución a la supuesta legalidad de las decisiones de la Cámara de Diputados. Abandonó el recinto cuando estaba en discusión el voto de dos diputados sobre el clave artículo 2 de la ley del Consejo de la Magistratura. Es el artículo que reglamenta su integración y que establece el voto popular para la elección de los consejeros, claramente inconstitucional. El artículo había perdido la votación por dos votos. Dos diputados dijeron luego que sus votos no habían sido registrados . Después de una batahola digna de un final de ópera, la oposición se retiró. El oficialismo tuvo luego la oportunidad de volver a votar ese artículo con el acuerdo de los dos tercios necesarios del cuerpo, mayoría inalcanzable para el cristinismo que la oposición permitió con su ausencia.
La oposición puede reclamar ahora lo que se llama la «sábana» gráfica de la votación. Es el papel que registra con exactitud los votos afirmativos, los negativos y las abstenciones. Es probable que aquellos dos diputados no hayan votado en la primera vuelta convencidos de que el artículo sería aprobado sin ellos. Pero se rectificaron cuando advirtieron que habían producido una derrota. De hecho, el oficialismo mostró sus dudas sobre el recuento de votos por los artículos cuando ordenó, contrariando el reglamento, que se votara dos veces en general todo el paquete, sin detenerse en cada artículo. Un escándalo opositor frenó esa decisión antirreglamentaria. Graciela Camaño le manoteó el micrófono al presidente de la Cámara, Julián Domínguez; Camaño suele usar las manos cuando no le bastan las razones o cuando no se las escuchan.
Pero, ¿es legítimo hablar de una reforma radical del sistema judicial en semejantes condiciones de precariedad o en un contexto de tantos agravios a las leyes y los reglamentos? El Gobierno llegó con la lengua afuera a una votación que venía anunciando ampliamente victoriosa. Una manifestación de ciudadanos comunes se había reunido en la plaza del Congreso. Fue minoritaria si se la mide con la vara de los últimos cacerolazos, pero sería una medición injusta. Lo cierto es que no hubo antes una manifestación voluntaria con ese número de personas por ninguna otra ley. Una ley que se refería a un concepto que podría parecer abstracto, como es el de la independencia de la Justicia. Un amplio sector de la sociedad parece haber reducido el conflicto a una opción: autoritarismo o Poder Judicial. Una buena síntesis del complejo dilema en el que se debate hoy el país.
En su obstinación por terminar con el prestigio de todo lo que no es propio, el Gobierno dejó correr también la versión de un improbable pacto con el presidente de la Corte Suprema de Justicia, Ricardo Lorenzetti. Nunca desmintió ese pacto que no había sucedido y algunos legisladores suyos deslizaron párrafos que lo homologaban. Sucedió otra cosa. La Corte Suprema en pleno había decidido dar pelea contra la reforma que vaciaba al Poder Judicial de sus recursos, que le quitaba a la Corte las oficinas que había creado para llevar adelante políticas públicas, que la dejaba sin personal y que la eliminaba como cabeza de un poder del Estado. La convertía, en verdad, en un tribunal provinciano.
Con los recursos en manos de un órgano político y deliberativo como el Consejo de la Magistratura, el Poder Judicial se encaminaba hacía su parálisis. La Corte decidió un plan de acción: dictaría una acordada anulando esas decisiones sobre sus facultades y la promocionaría ampliamente. Los jueces saldrían a defender públicamente su posición. Lorenzetti ya preparaba sus valijas para viajar el exterior y hacer las correspondientes denuncias en organismos internacionales.
Las alternativas evaluadas
Si todo hubiera fracasado, existía un consenso implícito entre los jueces para presentar la renuncia colectiva de la Corte Suprema. ¿Debían esperar callados el decurso de las cosas? Prevaleció entonces el criterio de que la Corte no es una secta que conspira en la clandestinidad. Es un poder del Estado, forma parte de él. Todos los miembros de la Corte autorizaron a Lorenzetti para que hablara con la Presidenta y le expusiera la situación tal como era. La advertencia fue hecha primero al secretario legal y técnico de la presidencia, Carlos Zannini, y luego fue escrita en un papel enviado al Poder Ejecutivo. Al final, Lorenzetti conversó con Cristina Kirchner.
Lorenzetti tenía en su poder un pedido de todos los presidentes de las cámaras federales del país, que incluía también, además del planteo por los recursos y las atribuciones, un reclamo por la constitucionalidad de otras decisiones de la reforma judicial. La Corte no esconde que ese planteo existió. Pero le pidió al titular de la Junta de Presidentes de las Cámaras Nacionales y Federales, Gustavo Hornos, que enviara una nueva versión excluyendo el párrafo que se refería a la constitucionalidad de la reforma. La decisión última sobre la constitucionalidad de la ley del Consejo de la Magistratura, de la limitación casi absoluta de las medidas cautelares y de la creación de las cámaras de casación es una facultad indelegable de la Corte Suprema. El sólo traslado de una opinión sobre esa constitucionalidad cuestionada podía abrir las puertas de la recusación para todos los jueces supremos del país.
El juez Hornos hizo esos cambios y quedó sometido a la crítica interna de algunos presidentes de las cámaras federales. Tiene un atenuante: debía decidir tales modificaciones el pasado jueves 18, cuando una huelga de personal había paralizado todos los tribunales del país. La nueva versión del planteo de los camaristas, firmada por Hornos, tiene fecha del 18 de abril. Tampoco podía esperar: el debate en Diputados era inminente.
El pacto es imposible cuando se advierte que la Corte está molesta por la reforma a la reforma enviada a último momento por el Gobierno. «Hay cosas positivas, pero también hay cosas que rechazamos de plano», dijo uno de los máximos magistrados. ¿Con qué cosas no están de acuerdo? Son varias. El Tesoro, por ejemplo, podrá meter mano en los fondos judiciales, que es un ahorro de 10 años de 5000 millones de pesos. El Gobierno ha encontrado otra caja para financiar su ahogo de recursos genuinos. Esos fondos podrían servir, por ejemplo, para los aumentos del personal judicial durante los próximos cinco años. Ahora, podrán ser usados por el Tesoro a cambio de bonos que pagará Dios si se acuerda de los argentinos.
Otro asunto conflictivo es el que les sacará a las Cámaras Federales y a la Corte la designación de los jueces subrogantes. El Gobierno ha mantenido históricamente un 30 por ciento de los juzgados sin nombrar titulares. Antes era la Corte o las Cámaras los que designaban a los jueces interinos. En adelante lo hará el Poder Ejecutivo, que previsiblemente enviará a sus amigos a administrar justicia. La Corte hizo lo que debía hacer en un momento extremo y agonizante de la República. ¿Fue suficiente? Seguramente, no. Sólo se preservó como la instancia final de una Justicia que deberá remendar sobre los estragos institucionales del cristinismo..
Tiene razón Morales Solá. Salvo en los Estados absolutos o totalitarios, en los cuales el legislador, como dice Ferrajoli, es “legibus solutus” (*), de manera que cualquier norma emanada por los sujetos y en las formas queridas por él es una norma válida, en los modernos estados constitucionales, la validez de la norma no depende sólo de los aspectos formales de la producción normativa que permite afirmar el “ser” o la existencia de las normas, depende igualmente del significado de los enunciados normativos producidos, y más exactamente de la valoración de la conformidad de su contenido con el “deber ser” jurídico establecido por normas superiores. El fundamento político o externo del moderno estado de derecho está en efecto en su función de garantía de los derechos fundamentales mediante la sanción de la anulabilidad de los actos inválidos; de las leyes por violación de las normas constitucionales; de los actos administrativos y decisiones judiciales, por violación de las leyes constitucionalmente válidas. Ferrajoli, Luigi. Derecho y razón. Teoría del garantismo penal. Trotta. Madrid. 2011. páginas 354 y siguientes.
(*) Libre de ataduras legales.