¿A partir de qué momento se instaló la solemnidad, se perdió el sentido del humor pero, sobre todo, se impuso el respeto a los abusos de poder varios?
La caza de brujas (histórica y figurativamente) nunca provino de los débiles sino de los poderosos, sus acólitos y sus seguidores. Perseguir disidencias no es un deporte practicado por los disidentes sino por aquellos que se reconocen en espacios de poder ya sea por ejercicio o por admiración lisa y llana.
Inquisidor no es quien pregunta, cuestiona, ironiza, reclama, se molesta con el poder en todas sus formas y representaciones (en cantidad y calidad). Por el contrario quien inquiere, sin lugar a dudas, es aquel que defiende al poder de turno. Ergo: el ejercicio de la disidencia (en todas sus formas: del reclamo fundamentado a la injuria al poderoso) jamás podría ser confundido con el de la caza de brujas. Eso es una típica trampa de la equidistancia.
Hoy en Argentina no necesitamos mecanismos panópticos, pero tampoco precisamos a ningún juez Hawthorne (aunque sobran voluntarios). No necesitamos jueces ni cárceles –materialmente hablando– para perseguir y censurar políticamente. Pero la procesión va por dentro, es netamente mental. La autocensura política es un mecanismo patético, justamente, porque parte del poder y se ramifica y dispersa en las relaciones interpersonales.
Amistades rotas, las relaciones interpersonales lesionadas, la posibilidad de discusión política arruinada por la confrontación dan cuenta de una situación que excede lo político-partidario-gubernamental, pero que tiene allí su origen innegable.
Hace algunos años era impensable la reprimenda por insultar a un político de cualquier tipo que éste sea. Y no hablo de insultarlo cara a cara sino de referirse a él/ella de manera despectiva frente a terceros. Hoy esto provoca censura explícita o autocensura (previa).
Sencillamente era impensable no porque los políticos hayan cambiado tanto (y para bien) en estos diez años sino por un motivo más simple: una década atrás, con el tembladeral de 2001 encima constatamos que la injuria dejaba de ser un mero deporte para convertirse en un actor (al menos potencial) de las preocupaciones de los núcleos de poder (poco importa que podamos constatar si el “que se vayan todos” fue o no equivocado y logró o no un cambio: lo importante es la percepción personal y comunitaria de ese acto político).
Lo novedoso de la instalación del lenguaje de la censura radica en que la censura es previa o implícita, dada por un clima asfixiante, en donde el disenso es despreciado o descalificado. Esto termina siendo la dinámica instalada y triunfante.
Una injuria a alguien con poder es una forma de intervenir en el espacio público: se puede intervenir orgánicamente (hay planificación previa, una orden vertical) o inorgánicamente (no tiene líderes sino adherentes/convocantes, es espontáneo). En esta línea los abucheos hacia Amado Boudou y Axel Kicillof sumados a la sucesión de injurias dirigidas a CFK y sus funcionarios –el 13S y el 8N– son muestras de cómo la injuria funcionó como gesto liberador clave contra la censura y el silencio.
Mientras el humor cínico es aquel que festeja al poder (con y desde el poder), la tradición ironista (Rabelais, Swift, Sterne) reivindica al humanismo: es la tradición que desprecia al poder y a los poderosos, que no los festeja, que no los alaba sino que –ironía mediante– busca mellar esa posición consolidada.
Frente al nuevo estado de situación en donde cada vez resulta más difícil encontrar disidentes que griten en soledad propongo, humildemente, recuperar la tradición ironista del arte de injuriar. La injuria a los poderosos –cuando la opresión sólo permite resistir–, el reclamo que exige que quienes tienen la sartén por el mango detengan sus abusos, quizás sea el último límite que debe defender todo pensamiento crítico cuando debe convivir con las diversas formas de la violencia silenciosa.
*Crítico, docente, realizador y escritor.