Eran las 6 de la tarde, estaba volviendo de Córdoba hacia La Calera. Un amigo porteño me mandó un mensaje avisando que se juntaban en Callao y Santa Fe. Pregunté si el punto cordobés era el Patio Olmos y decidí quedarme en el Centro.
Quería ir; necesitaba participar. Reenvié el mensaje a mis amigas y sólo obtuve excusas, así que fui sola. Como no tenía cacerolas, pasé por un bazar. Contaba sólo con 25 pesos: los productos resultaban inaccesibles para mi bolsillo. Pasé por Edén y compré cascabeles. “Una forma más pacífica de hacer ruido”, pensé, “si lo que quiero es que Cristina nos escuche”. Sonajero en mano, a las 18.30 estaba paradita en el Patio Olmos junto a algunas mujeres de unos 50 años. “Son poquitos”, le dije a mi hermano, desalentándolo de venir.
La gente se fue sumando. Los jóvenes llegaron al final; las familias, también. Sólo veía flashes de teléfonos y cámaras personales; el periodismo brillaba por su ausencia. Al igual que las banderas y los líderes.
Cerca de las 20, aparecieron algunas insignias, pero el mensaje seguía siendo difuso. Voy a usar categorías de Ernesto Laclau: se respiraba un clima de demandas insatisfechas y la necesidad de encadenarlas; había, en el medio de esa plazoleta, un gran significante vacío. Mientras teorizaba, pensé: “¿Qué o quién va a llenarlo? ¿La disconformidad o propuestas concretas, proactivas, constructivas a largo plazo?”. Me acordé de la oposición, me acordé de las excusas que ponemos una y otra vez para participar de manera directa e indirecta. Para tapar la angustia, agité más fuerte mi cascabel.
Al ritmo de ollas, tapas de basureros, latas y alguna bocina, me preguntaba: “¿Por qué estoy acá?”. Me di cuenta de que me impulsaba el rechazo a la soberbia y el ninguneo; la necesidad de transmitirle a nuestra Presidenta que no somos invisibles, que nuestro sonido es el eco de las imperfecciones de su gestión. De decisiones erróneas que generan disonancia, un ruido desagradable que de manera ingenua, demagoga o estratégica es ignorado, al menos al frente de los micrófonos.
Algunos pasaban y se reían, otros aplaudían. Más allá de quienes golpeaban cacerolas, pocos demostraban la necesidad o el compromiso de levantar la voz. De repente, pasó una chica que, uno a uno, repetía gritando: “Caraduras, ¿no les da vergüenza?”. Me hubiera gustado preguntarle a esa chica por que prejuzgaba quién soy y las razones por las que decidí participar. Una joven le respondió con un insulto por lo bajo y se me estrujó el corazón. “Hay prejuicios recíprocos”, me dije, en el único momento de tensión.
“Además de interpretar esas demandas, debería aglutinarnos”. Volví a agitar mi cascabel, esta vez no para los funcionarios K sino para que se despierten aquellos que también sueñan con un país en paz consigo mismo y con el mundo.
Casi al final, aparecieron las banderas, más carteles y los únicos reporteros. Contaba más de 200 personas. El clima se volvió alegre, pero el mensaje seguía difuso. Me di cuenta de que faltaba un proyecto común, más allá del “basta” a tantas cosas del kirchnerismo.
El balance fue positivo: volví contenta de haberme expresado. Interpreté la renuncia de Daniel Reposo como un primer signo de escucha. Sin embargo, bastó con navegar un rato para descubrir que viejas demandas ya fueron significadas simbólicamente en torno de conceptos cargados de connotaciones peyorativas y prejuiciosas: Pando, Clarín, PRO, oligarquía, agrogarcas. Palabras con la fuerza suficiente para aglutinar cosmovisiones.
La realidad que palpé en esa plazoleta fue ajena a Pando, los medios, sectores sociales y productivos o agitadores de opinión. La insatisfacción es real. Las demandas y disrupciones institucionales, también. Pero, tristemente, ese reclamo sigue vacío de contenido. Hasta el momento, nada ni nadie ha sabido llenarlo.
Quería ir; necesitaba participar. Reenvié el mensaje a mis amigas y sólo obtuve excusas, así que fui sola. Como no tenía cacerolas, pasé por un bazar. Contaba sólo con 25 pesos: los productos resultaban inaccesibles para mi bolsillo. Pasé por Edén y compré cascabeles. “Una forma más pacífica de hacer ruido”, pensé, “si lo que quiero es que Cristina nos escuche”. Sonajero en mano, a las 18.30 estaba paradita en el Patio Olmos junto a algunas mujeres de unos 50 años. “Son poquitos”, le dije a mi hermano, desalentándolo de venir.
La gente se fue sumando. Los jóvenes llegaron al final; las familias, también. Sólo veía flashes de teléfonos y cámaras personales; el periodismo brillaba por su ausencia. Al igual que las banderas y los líderes.
Cerca de las 20, aparecieron algunas insignias, pero el mensaje seguía siendo difuso. Voy a usar categorías de Ernesto Laclau: se respiraba un clima de demandas insatisfechas y la necesidad de encadenarlas; había, en el medio de esa plazoleta, un gran significante vacío. Mientras teorizaba, pensé: “¿Qué o quién va a llenarlo? ¿La disconformidad o propuestas concretas, proactivas, constructivas a largo plazo?”. Me acordé de la oposición, me acordé de las excusas que ponemos una y otra vez para participar de manera directa e indirecta. Para tapar la angustia, agité más fuerte mi cascabel.
Al ritmo de ollas, tapas de basureros, latas y alguna bocina, me preguntaba: “¿Por qué estoy acá?”. Me di cuenta de que me impulsaba el rechazo a la soberbia y el ninguneo; la necesidad de transmitirle a nuestra Presidenta que no somos invisibles, que nuestro sonido es el eco de las imperfecciones de su gestión. De decisiones erróneas que generan disonancia, un ruido desagradable que de manera ingenua, demagoga o estratégica es ignorado, al menos al frente de los micrófonos.
Algunos pasaban y se reían, otros aplaudían. Más allá de quienes golpeaban cacerolas, pocos demostraban la necesidad o el compromiso de levantar la voz. De repente, pasó una chica que, uno a uno, repetía gritando: “Caraduras, ¿no les da vergüenza?”. Me hubiera gustado preguntarle a esa chica por que prejuzgaba quién soy y las razones por las que decidí participar. Una joven le respondió con un insulto por lo bajo y se me estrujó el corazón. “Hay prejuicios recíprocos”, me dije, en el único momento de tensión.
“Además de interpretar esas demandas, debería aglutinarnos”. Volví a agitar mi cascabel, esta vez no para los funcionarios K sino para que se despierten aquellos que también sueñan con un país en paz consigo mismo y con el mundo.
Casi al final, aparecieron las banderas, más carteles y los únicos reporteros. Contaba más de 200 personas. El clima se volvió alegre, pero el mensaje seguía difuso. Me di cuenta de que faltaba un proyecto común, más allá del “basta” a tantas cosas del kirchnerismo.
El balance fue positivo: volví contenta de haberme expresado. Interpreté la renuncia de Daniel Reposo como un primer signo de escucha. Sin embargo, bastó con navegar un rato para descubrir que viejas demandas ya fueron significadas simbólicamente en torno de conceptos cargados de connotaciones peyorativas y prejuiciosas: Pando, Clarín, PRO, oligarquía, agrogarcas. Palabras con la fuerza suficiente para aglutinar cosmovisiones.
La realidad que palpé en esa plazoleta fue ajena a Pando, los medios, sectores sociales y productivos o agitadores de opinión. La insatisfacción es real. Las demandas y disrupciones institucionales, también. Pero, tristemente, ese reclamo sigue vacío de contenido. Hasta el momento, nada ni nadie ha sabido llenarlo.
o es mucha ingenuidad o es mucha hipocresía.
se puede hacer un cacerolazo contra el frio?,pero hasta ahora lo que hacen es muy frio…
«Ahora dicen » que decir que la pando apoya a los genocidas es un «prejuicio», o sea.
Me hace acordar un poco a la Mafalda de 1962, según esta historieta.