La meritocracia, para las mujeres, no funciona

El spot publicitario decía así:
«Imaginate vivir en una meritocracia. Un mundo donde cada persona tiene lo que merece. Donde la gente vive pensando cómo progresar día a día. Todo el día. Donde el que llegó, llegó por su cuenta. Sin que nadie le regale nada. Verdaderos meritócratas. Ese que sabe qué tiene que hacer y lo hace. Sin chamuyo. Que sabe que, cuanto más trabaja, más suerte tiene. Que no quiere tener poder, sino que quiere tener y poder. El meritócrata sabe que pertenece a una minoría que no para de avanzar y que nunca fue reconocida. Hasta ahora».
Las críticas llovieron: que se olvidaba cómo las realidades sociales y económicas inciden en las trayectorias personales; que alentaba el desarrollo individual sin tener en cuenta lo colectivo; que borraba las diferencias entre las personas y que no todo depende de lo que esas personas hagan sino también de los entornos en los que se desarrollan; que el esfuerzo propio no garantiza obtener siempre los resultados esperados; que las oportunidades no son iguales; que el punto de partida de cada uno es diferente. La lista sigue y sigue. Las conversaciones en las redes sociales fueron intensas e incluso circuló un «contra spot». La meritocracia, un concepto asociado a la noción de la cultura del esfuerzo y del trabajo, generó mucho rechazo.
La científica Valeria Edelsztein contó hace un tiempo en su cuenta de Twitter una historia que sirve para repensar la meritocracia. Veamos.
Lise Meitner nació en Austria en 1878. En esa época, las mujeres podían escolarizarse hasta los 14 años, así que cuando llegó a esa edad se truncaron sus estudios. Por más que les interesara, el contexto no permitía a las mujeres continuar con su educación. Esto había sido el núcleo duro de la argumentación de Mary Wollstonecraft en su libro Vindicación de los derechos de las mujeres, publicado en 1792, considerado uno de los primeros escritos feministas de la historia.
Cinco años después de que Lise interrumpiera sus estudios, en 1897, el gobierno austríaco decidió permitir que las mujeres fueran a la universidad, aunque solo en dos carreras: Ciencias y Letras. Lise aprobó el ingreso en 1901 y, después de haber cursado física con Boltzmann, se mudó a Berlín y consiguió ser admitida en las clases de Max Planck. Digamos que, por más esfuerzo y talento que Lise tuviese, el contexto era hostil para las mujeres. Planck sostenía, por ejemplo, que las mujeres no tenían que acceder a la universidad a menos que tuvieran un extraordinario talento. Imagínense ser una mujer con inquietudes intelectuales en esa época.
El talento de Lise era tan grande que comenzó a trabajar en un laboratorio, en el que conoció al que sería su dupla profesional: Otto Hahn. Ambos recibieron en 1912 una oferta para trabajar en el Kaiser-Wilhelm-Institut. Si consideramos que la fuerza de trabajo tiene un valor de mercado, la oferta que les hicieron no se entiende a simple vista: a él le propusieron un puesto de investigador, mientras que para ella la oferta fue una colaboración gratuita. ¿Por qué una mujer no debía cobrar por su trabajo? En esa época se consideraba que las mujeres no debían trabajar afuera de sus hogares porque el sostén económico de las familias eran los varones. ¿Por qué pagar por el trabajo de una mujer si ella ya tenía la subsistencia garantizada por su marido o por su padre?
A pesar de no cobrar, Lise siguió investigando junto a Hahn, dupla a la que luego se sumó Fritz Strassmann. En esa colaboración, los tres científicos le dieron forma a la teoría de la fisión nuclear: el basamento teórico utilizado en el desarrollo de las bombas atómicas. Cuando hicieron ese descubrimiento, Hitler ya gobernaba Alemania y la tensión en Europa iba en aumento. En 1938 Hitler anexa Austria y Lise, de familia judía, se tiene que exiliar en Estocolmo. Podríamos pensar que esto debería haber truncado su carrera profesional, y la respuesta es sí y no al mismo tiempo. Mientras que a nivel teórico continuó aportando sus ideas y cálculos a través de cartas, aportes fundamentales para los desarrollos teóricos del Instituto y sus colegas, Hahn encontró un espacio para borrar el aporte que ella había hecho en las investigaciones.
El punto más alto de esa negación se dio en 1944. En ese año, Otto Hahn recibió el Premio Nobel por haber descubierto la fisión nuclear del uranio y del torio. A pesar de estar en ese momento prisionero de los británicos, Hahn no hizo ninguna mención al trabajo de Lise. Se adueñó de él. Strassman, el tercer integrante del equipo, dijo que ella había liderado las investigaciones a través de cartas desde Estocolmo, pero el comité del Nobel dijo que no tuvo datos suficientes para reconocer a Lise por su trabajo. Hahn recibió su premio y Lise, nada.
¿Y hoy?
La historia de Lise parece lejana, no solo en tiempo sino también porque en la actualidad nos resultaría difícil pensar que es posible este nivel de ninguneo y apropiación del trabajo de otra persona. Pero los datos muestran que, a pesar de tener muchísimos méritos, la trayectoria individual y los esfuerzos personales no son suficientes para las mujeres. Aunque vale la pena reformularlo: la meritocracia no existe para nadie.
A pesar de que en la Argentina la mayoría de los graduados universitarios son mujeres, difícilmente esto se replique en las estructuras jerárquicas en el ámbito público y privado.
Según un informe elaborado por el Ministerio de Trabajo, «en el caso de las ocupaciones de elevada calificación, hay una mayor proporción de mujeres: profesionales científicos e intelectuales (57%), así como también entre los técnicos y profesionales de nivel medio», aunque esto luego no se traduce necesariamente en que las mujeres ocupen las posiciones de toma de decisiones. Ese mismo estudio revela que, entre los trabajadores registrados en el país, solo el 23% de los cargos directivos y gerenciales son ocupados por mujeres.
Y hay muchísimos datos más. Solo por nombrar uno de los últimos difundidos, ayer mismo la Comisión Nacional de Valores publicó un informe que solo 3 de cada 100 empresas del Merval son dirigidas por mujeres.
En el ámbito público pasa algo similar: el cupo femenino del gabinete de Mauricio Macri no llega al 10%.
El concepto que explica esto es conocido como “techo de cristal” que son todas aquellas barreras invisibles a simple vista pero que ofician como verdaderas paredes a la promoción profesional de las mujeres. Esas barreras son múltiples: las oportunidades de crecimiento se juegan en partidos de fútbol, o en reuniones y cenas de trabajo en las que las mujeres quedan excluidas, o en relaciones personales y profesionales de los varones que, de acuerdo a los datos, hoy deciden los destinos de las políticas públicas y de las compañías.
La “ceguera” de género tiene una explicación: el sexismo. Lo que subyace en esa imposibilidad de ver la necesidad de incorporar mujeres en los equipos de trabajo es la consideración de que “no hay mujeres”. No. Los datos muestran que las mujeres están y que hay que aprender a mirarlas y escucharlas.
Este es un desafío que se construye cuestionando nuestra propia educación. Todos nacemos en una sociedad en la que, históricamente, el aporte de las mujeres fue minimizado, borrado y silenciado. ¿Todavía pensamos que si las mujeres hacen méritos la cosa se soluciona sola? De nuevo: hay datos. El Foro Económico Mundial calculó que, a este ritmo, cerrar las brechas de género tomará más de 100 años.

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