Señales de un incruento final de época

Amplias franjas de la clase media ganaron la calle anteayer a la noche para manifestar su anunciado desencanto con el Gobierno. Miles de personas marcharon tranquilas, conformando una multitud familiar, correcta, ordenada, consciente de sí misma y embelesada por su propia fuerza. Las consignas no desentonaron , girando en torno a un anhelo colectivo: poner límites a la pretensión hegemónica de las autoridades del país. El «basta a.» estructuró los múltiples problemas que preocupan a los manifestantes: la corrupción, la inseguridad, el autoritarismo, la inflación, el afán de perpetuación en el poder, la pérdida de libertad. La concentración fue el resultado de una estructuración novedosa para la política argentina.
Una estudiada e invisible organización convivió con muestras de espontaneidad; modales convencionales, internalizados por la educación, se combinaron con raptos de creatividad y desenfado; un indisimulado ánimo festivo se cruzó con consignas derivadas de la angustia y el miedo. Fue una manifestación política, según el tema y las consignas que la enmarcaron, pero, a la vez, compartió el destino de otras grandes concentraciones apolíticas de la historia reciente: el festejo de las buenas actuaciones deportivas, los festivales musicales, el Bicentenario.
En otro plano, un fuerte componente catártico grupal, el modo desestructurado de la convocatoria, la autoconciencia de los participantes y la preparación de la movilización mostraron afinidades inadvertidas del 8-N con el psicodrama, una de las evoluciones más creativas del psicoanálisis clásico. Esta configuración acaso confirme una hipótesis alentadora: la vida pública argentina dejó de ser trágica a partir de la recuperación de la democracia y devino en una amplia, contradictoria y exasperante representación de pulsiones presidida por una consigna: llevar las acciones y los sentimientos hasta cierto punto; descargar la agresividad en las palabras, no en las acciones físicas; bordear el límite de la violencia, sin caer en ella. Es el teatral «como si» del psicodrama; no el sí rotundo y trágico de la violencia política.
La concomitancia entre psicodrama, literatura y política es fructífera. Jacobo Moreno, el creador de esta técnica terapéutica, escribió que desde el punto de vista de esa terapia, la psiquiatría puede adquirir tres modulaciones: la de la «confesión», la shakespeariana y la maquiavélica. La primera es asimilable al psicoanálisis; la segunda imprime su sello al propio psicodrama, y la tercera es, según Moreno, el fundamento del electroshock y la lobotomía, cuando el fin justifica los medios.
Si, como pienso, el psicodrama reemplazó a la tragedia en la política argentina, se abre la posibilidad de reflexionar sobre un ingrediente indisolublemente ligado al teatro: la sucesión temporal de la acción que define el destino de los protagonistas. Emulando a la vida, el teatro clásico cuenta la historia del ascenso y la caída de los héroes, en torno a cuya conducta se desarrolla el drama. El tiempo, escribe Auden, lo crea el héroe con lo que hace y sufre, es el medio por el que se concreta su potencialidad como personaje.
En esta interpretación, el 8-N implica un punto de inflexión en la biografía del poder kirchnerista, poniendo en escena, como un signo, los límites temporales de su dominación. Se trata de un tema complejo porque ese poder, según su propia interpretación, es omnipotente. La multitud expresa frustración, ensaya una catarsis, exhibe creciente hartazgo y pide rectificaciones. Actúa como un reloj, marcando el devenir normal de las cosas, sus alternativas y límites. A la lógica natural, no dramática, del tiempo, el poder parece oponer su testarudez atemporal, de cuño trágico.
Sin embargo, lo que ocurre es claro como las buenas tramas. Según los analistas que no se pierden en detalles, la protesta es ante todo la expresión del estado de la opinión pública respecto del Gobierno. Es decir, el 8-N confirma lo que muestran los sondeos, ese coro contemporáneo. Se podrá discutir si fue más o menos gente, si predominaba la clase media o había sectores populares, si la manifestación será políticamente eficaz o no. Pero lo que resulta indiscutible es que el Gobierno perdió en un año el apoyo de las mayorías, está en una fase de franca declinación, es responsable de problemas difíciles de resolver y tendría una pobre performance si las elecciones fueran hoy.
Sin embargo, el problema es más hondo. Por debajo de esas adversidades la Presidenta enfrenta un hecho «natural», irreversible a la luz de los acontecimientos: el límite de su mandato constitucional, que no puede exceder los ocho años. Ésta es otra dolorosa evidencia para ella: dos de cada tres argentinos se niegan a una reforma constitucional que habilite una nueva reelección. El desempeño electoral del Gobierno en 2013 debería ser todavía mejor que el de 2011 para acercarse a los dos tercios en Diputados, y aun así quedaría lejos de ese objetivo en el Senado. Además, la oposición encontró un motivo cierto de unidad, que la protesta social comparte y motoriza: poner un término infranqueable a la pretensión de avanzar sobre la Constitución.
Un liderazgo omnipotente y exitoso puede, no obstante, responder ante la adversidad con su propia experiencia, apostando a un eterno retorno del poder. Es el argumento del día, entre bambalinas: perdimos popularidad, una elección de medio término, soportamos manifestaciones adversas, nos repusimos, retuvimos el poder presidencial, siendo consagrados por la mayoría y a gran distancia de nuestros adversarios. El éxito sin noción de la debilidad, sin registro de la castración, como diría el psicoanálisis, entraña el augurio de una frustración imprevisible ante la adversidad.
Sucede que los que marcaron el ritmo del tiempo, imponiendo la agenda; los que reescribieron la historia, fijando los períodos de justicia y oprobio; los que vencieron a todos los rivales o vieron cómo se autodestruían, experimentan un severo revés cuando advierten que otros empiezan a marcar el ritmo, a fijar los plazos, a probarse las ropas del sucesor. No pueden creerlo, lo niegan, descalifican el signo de los tiempos. Creen que el destino siempre jugará a favor de ellos. Cuando Macbeth escuchó a las brujas profetizar que no debía preocuparse hasta que el bosque de Birnam no avanzara hacia su feudo, dijo: «Dulces presagios, ¿quién podría mandar a los árboles a arrancar sus raíces de la tierra?». Pero el bosque al final se movió.
Más allá de las metáforas, el análisis del presente, sin pretensión de infalibilidad, muestra las evidencias que tornan improbable una repetición de la historia. Al menos tres factores avalan este pronóstico. En primer lugar, existe una progresiva erosión del carisma presidencial. La recuperación de la imagen de Cristina Kirchner entre 2008 y 2010 tuvo dos fases bien delimitadas: entre fines de 2009 y septiembre de 2010 respondió a la mejora de la economía; a partir de octubre de ese año se debió a la muerte de Néstor Kirchner. Este corte dramático permitió reconfigurar la deteriorada popularidad en términos de abnegación, coraje e identificación con un legítimo sufrimiento. Hoy el aprecio presidencial retornó al momento previo a la viudez: la soberbia opaca la abnegación; la rigidez ideológica desplaza al coraje; la sospecha de desequilibrios anímicos empalidece la lucidez intelectual.
En segundo lugar, el destino presidencial en la era Kirchner siempre estuvo ligado al consumo. Según el diagnóstico de los economistas independientes, la recuperación ocurrida entre fines de 2009 y 2011 no volverá a repetirse. Si en 2013 hubiera un repunte no estaría acompañado por creación de empleo, disminución de la inflación e inversiones. Es difícil entonces que favorezca al kirchnerismo.
En tercer lugar, aparece el límite de la reforma constitucional. El Gobierno se propone lo más cuando puede ofrecer lo menos. Tal vez estaría en condiciones de ganar como primera minoría las elecciones de 2013 si la oposición no se recuperara. Pero aun así no evitaría el tan temido «pato rengo», síntoma de la vejez de todo proyecto político. De este modo, el tiempo de la sucesión quedaría abierto.
Mi perspectiva es relativamente optimista. Como sostuve, esto es psicodrama, no tragedia militante. Oscilamos, sin sangre, entre Shakespeare y Maquiavelo. El 8-N la democracia dio una muestra de singular vitalidad. El Gobierno es omnipotente, y su retórica, agresiva, pero está autolimitado por la falta de fuerza armada, el discurso de los derechos humanos y la lógica plebiscitaria. Es probable que la clase media permanezca movilizada y vigilante, manifestándose sin violencia. La oposición es aún ineficaz, aunque cierra filas en defensa de la Constitución. Falta mucho para 2015, y el país es imprevisible, pero los actores, por fortuna, parecen más cerca de la catarsis teatral que de las balas.
© LA NACION
Video: Multitudinaria protesta por el 8N (TN)

Acerca de Nicolás Tereschuk (Escriba)

"Escriba" es Nicolás Tereschuk. Politólogo (UBA), Maestría en Sociologìa Económica (IDAES-UNSAM). Me interesa la política y la forma en que la política moldea lo económico (¿o era al revés?).

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