El filósofo de masas, publica el domingo pasado esta fábula, en la que relata una versión paralela de la historieta Susana Gimenez y la pena de muerte. Excelente nota, describe la creación de una heroína, una mesías popular que cae presa de sus propios dichos y se sacrifica en nombre de la coherencia.
Pero esta es la verdadera crónica de Cecilia Cépeda, la historia en donde el cenicero no se convierte en arma mortal pero la Su termina siendo condenada.
La anécdota es archiconocida: la rubia de los teléfonos, en medio de una pelea con su esposo Huberto, le arroja un cenicero a la cabeza. Detengámosnos aquí, botón de «pausa».
En el presente, Susana Gimenez propone lo que cree que es la solución más efectiva para combatir el delito: la pena de muerte. Dejando a un lado las implicancias éticas, religiosas, técnicas, legales, etc la diva desconoce (y no tiene porque saberlo ya que, recordemos, es una simple conductora televisiva) que su medida únicamente reconoce una forma de imposición de castigo más cruenta que el encierro. Sólo eso. ¿Por qué? Porque los ciudadanos buenos, los que pagamos impuestos, los propietarios, tendríamos que esperar a que el delincuente («el que mata») lleve a cabo su plan hasta las últimas consecuencias, para recién ahí, saciar nuestro anhelo de sangre con la sanción capital («debe morir»), esquivando la culpa colectiva al invisibilizarnos tras una simple mecánica estatal de resolver problemas.
Pero… y ¿mientras tanto? ¿cómo hacemos para que más chorros caigan al sistema penal y que que no lleguen a cometer tales atrocidades? ¿Cómo Su? Pues muy simple, no esperando a ese momento. Existe una corriente filosófica, sí, con libros y todo, que entiende que el resultado (muerte, en este caso) constituye un mero hecho del azar, una consecuencia fortuita (que puede o no suceder) producto de una acción determinada, como disparar con un arma o arrojar un cenicero. Y como el resultado final de muerte es aleatorio ya que la pistola se puede trabar, la bala desviarse, o el cenicero puede no terminar impactando lo suficientemente fuerte en la sien, es que los partidarios de este pensamiento consideran que la manera más efectiva de dividir las aguas entre buenos y malos, es afinando la persecución estatal (encarcelando o,bueno, esta bien Su, dont worry… asesinando) hacia la intención que tuvo el autor*. El que se proponga matar, lo consiga o no, debe morir. Claro que semejante razonamiento cae en absurdos tales como perseguir a quien le dispara a un cadaver, o a un maniquí creyendo que es un ser humano.
*»Autor»: negro chorro con llantas y posiblemente, armado.
Susana no sabe (y está bien, la perdonamos porque sólo es una pésima actriz) que hay soluciones más represivas para combatir la inseguridad que Su tibia cruzada pro pena de muerte. Hay cosas mucho peores. Más bestiales. Tom Cuise lo sabe, tuvo que interpretar al detective de la patrulla del pre-crimen en «Minority Report» (Sentencia Previa), la entretenida película de Spilberg basada en el relato del genio Philip K. Dick. Ahí era todo más fácil Su, existían los precogs (foto), una especie de oráculos que predecían el futuro y así podían cazar a los chorros antes de que se produjera el hecho. Pero al final, parece que el sistema no era infalible y los precogs en la pileta, tenían visiones que quizá no terminaban siendo un futuro crimen, y por eso el capo jefe de esa policía se empeña en perseguir al pobre y lunático de Tom, para no perder su policía, su sistema, su vida y su poder.
Y es éste el dilema fundamental a la hora de castigar las intenciones. Que en definitiva, lo que termina molestando es la maquinación disidente, la operación intelectual que se contrapone al sistema de ideas dominante. Por ello no importa que se produzca el resultado del delito, basta con que exista la intención de desafiar los valores impuestos. Sea con los precogs en Minority Report o la Polícia del Pensamiento en 1984, la persecución se centra en la rebeldía. Y ahí no existe límite que remedie, se lincha al que mata, al que roba, al que lee ciertos libros o escucha determinada música, a aquel «otro» que desafía la autoridad del sistema imperante. Hola Videla. Qué tal Susana.
Volvamos con Cecilia Cepeda, quitemos el botón de «pausa». El cenicero sigue su curso pero, fortuitamente, no produce la muerte del Huber. Sin embargo, luego se supo que ella quería verlo muerto. Por eso, este gran maestro la chicanea así.
Cecilia Cepeda consiguió unificar una lucha realmente masiva hacia un mecanismo de seguridad más eficiente y práctico, hacia un sistema verdaderamente totalitario , que permitió dividir las aguas entre los buenos, los que pagamos impuestos y los chorros y asesinos.
Ella, cenicero en mano, quiso matar a su pareja. Cecilia Cepeda no consiguió un juez Schiavo que le garantice aquello de que las acciones privadas (que engloban los pensamientos) quedan al margen del poder del estado. Cecilia lo tenía bien claro: la Constitución es enemiga de la seguridad.
Cecilia Cepeda permenece en Ezeiza y, aún entre rejas, permanece di-vi-na. Es la diva del penal.
Dios te Salve Cecilia Cepeda, mártir de la vida, heroína de la seguridad.
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