Dos hechos que remiten a luchas distintas e iguales a la vez. La lucha por los derechos, de cualquier tipo que sea, pero que en el fondo están atravesadas por la misma pelea: la equiparación de derechos ciudadanos, que se conquistan una vez que, a través de la lucha, se pone en evidencia que solamente se trata de reconocer su existencia.
Los seres humanos creemos nacer iguales. Así debería ser, en rigor de verdad. Distintas circunstancias operan en detrimento de ello más que muchas veces. Existen algunos más iguales que otros.
La decisión del Senado va en dirección a reducir dichas desigualdades, y más, porque se ha asestado, también, un duro golpe a determinados corporaciones que se exceden en sus cometidos e intentan que las instituciones satisfagan sus intereses propios, cuando ellas están llamadas a ser el necesario contrapeso que equipare las diferencias a que arriba se hace referencia.
Y nunca estos procesos se dan en calma, paz y tranquilidad. Se interpela al poder fáctico, porque es él quien en su etapa de predominio logra imponer su verdad relativa como verdad absoluta. Es lógico, así las cosas, que salten, y que, conmovidas estructuras sociales presuntamente bien asentadas, intenten sostener su predominio.
Así fue cuando las dos veces que se sancionó el divorcio vincular, cuando se equipararon los derechos de los hijos matrimoniales con los que no lo son, cuando se le dio a la mujer el derecho al voto: siempre el poder fáctico en contra de las masas que clamaban ser incluidas. Y, también siempre, agitando los peores fantasmas, jamás subiéndose a discusión ninguna.
Pioneros, como tantas otras veces, los primeros en Latinoamérica en ampliar este tipo de derechos, esto se trata de que se pudo plasmar lo que tantas veces desde la dialéctica cuesta poner en concreto, como para tener la certeza de que para algo sirve estar movilizado.
Lo más triste de esta historia: la forma en que se intenta atemorizar a quienes apoyan los cambios pero quieren, de buena voluntad, que ello ocurra sin la tan mentada crispación, agitada en este caso por parte de la jerarquía eclesiástica, que no dudó en mover a los suyos a agitar –y por boca propia también- a peleas que se nutrieron de conceptos por demás aberrantes, insustanciados y que traen a lo jurásico.
En definitiva, hoy la democracia es un poco mejor que ayer, porque incluye a mayor cantidad de ciudadanos de lo que lo hacía, y porque ello se dio con instituciones liberándose de presiones inaceptables a esta altura en un estado de derecho.
Y triunfó la democracia porque se dedico a ponerse, con su accionar, del lado y en favor de quienes, se supone, es que ha sido concebida su creación: sus ciudadanos, todos, no solo una parte de ellos.
Bien fue dicho en la sesión de ayer que las diferencias entre las personas no pueden sustentar desigualdades de derecho. Y es por eso que no podía aceptarse nada que no fuese incluir a todos en el mismo instituto, como a nadie se le ocurrió, en su momento, nominar de otro modo al voto femenino a pesar de las diferencias existentes entre un hombre y una mujer.
Todos somos diferentes entre nosotros, pero el estado no puede pretender marcar tendencia en cuestiones que hacen a un plan de vida privado, cuestión alrededor de la cual desde hace bastante existe la certeza de no requerirse más que la voluntad de cada individuo para ser determinado.
Los derechos de cada uno terminan donde empieza el del otro, frase trillada si las hay, en este caso a nadie afecta la ampliación de derechos más que a la muy discutible moral cristiana que no puede ni debe tener más ninguna preponderancia en un estado que es laico y que no debe preferencias a nadie en la sola razón de su credo.
Y uno entiende y respeta que haya personas que estén en contra de lo anoche aprobado. Lo que no se justifica es que senadores que cumplir y hacer cumplir en cuanto de ellos dependa la Constitución Nacional, no hayan sido capaces más que de balbucear dogmatismos o convicciones personales, que no es precisamente a lo que deben fidelidad como funcionarios de la ley que son, y la cual no tienen porque imponer a los demás, sobre quienes tienen la potestad de hacerle nacer o no un derecho, nada menos.
Da cierta bronca como se manejaron los que se oponían a este tema: por la descalificación; por el uso que hicieron de los pibes, por los que poco se preocupan cuando son violados por los tipos a quienes siguieron ciegamente en pos de negarle derechos a sus prójimos; porque son, en gran medida, quienes se llenan la boca con diálogo, amplitud y consenso, para terminar burlando reglamentos, argumentando la nada y descalificando a más no poder.
En aras de saciar su odio irracional contra esto que interpretaron y pretendieron vender como si se tratara del fin del mundo, se agarraron del odio que muchos de aquellos en quienes calan hondo los mensajes eclesiásticos tienen por Kirchner. Esto no fue ninguna ley K, y si lo hubiera sido, de todas formas eso no tiene nada de malo, porque acá lo importante era, es y seguirá siendo la ampliación de derecho.
Si acaso Kirchner llega a capitalizar algo de todo esto, será eso pura y exclusiva culpa de quienes tuvieron la brillante idea de elegir por contrincante a quien esta vez no estaba subido al ring (o no encontraba como hacerlo hasta que le entregaron la oportunidad servida en bandeja). Mientras se ocupaban de pegarle a Kirchner, los verdaderos ganadores de esta contienda –los organismos que, desde abajo, como siempre se hicieron las cosas grandes- se ocuparon de fatigar cuanto espacio pudieron para construir el famoso consenso, y entonces muchos se dieron cuenta de que los argumentos estaban en otro lado.
Lo único que se puede decir del kirchnerismo es que es el movimiento que, bien o mal, guste o no, propició el retorno del debate político. Y que sin eso, no hubiese habido esto. Jamás se dio un cambio en procesos que negasen a la política como instrumento que posibilite el mismo, para resolver los conflictos cuya existencia uno simplemente debe reconocer, porque que existen, existen, no somos todos amigos, no nos queremos todos entre nosotros: los partidarios del fanatismo católico se encargaron de dejar eso bien en claro.
El valor simbólico de lo vivido por estos días abre un espacio enorme para ir a pelear todos los días por más cosas, porque claro que faltan muchas cosas, pero ahora está la cancha abierta, y el camino es salir a jugar el partido.
De cualquier forma, y por lo menos para quien escribe, hay en Argentina, desde ayer, una democracia mejor, fortalecida. Y eso se dio gracias a la lucha –en el buen sentido de la palabra-, y en razón de quienes fueron los que la llevaron adelante. Y sobre todo, por quienes fueron los verdaderos interesados en que nada de esto sucediera: la democracia se liberó de ellos, de sus presiones, que flaco favor le hace a la institucionalidad.
Pablo Daniel Papini cree que desde ayer vive en un país un poco mejor que ayer, y que este proceso marca el camino de cómo hacer que sea mejor mañana.