La política se transformó, durante el último año, en un laboratorio de curiosidades. La recuperación del oficialismo fue prodigiosa. No es habitual que un político alcance una victoria contundente como la de Cristina Kirchner dos años después de haber conocido la caída. Es natural que Barack Obama la quiera ver de cerca. El es otro que anda en busca de esa hazaña.
Las fuerzas de la oposición también realizaron una proeza. ¿Cómo llamar si no a la pulverización de las frágiles asociaciones con las que habían alcanzado el éxito en 2009? Tampoco aparece todos los días un elenco semejante de suicidas. De la decantación de esos dos procesos inusuales sólo cabía esperar un diseño muy extraño. Es el que presenta el mapa del poder desde el domingo pasado: la ganadora tiene a quien la secundó a 37 puntos de distancia.
La regeneración del kirchnerismo se debe a varios factores. Uno de ellos comenzó a operar antes de que Néstor Kirchner falleciera. Es la mejora que se registró en la economía. Los indicadores volvieron a mostrarse positivos después de la caída de 2,5 puntos del PBI de 2009. Esa retracción acaso haya sido providencial para el Gobierno. Si los votantes compararan la tasa de inflación, la de creación de empleo y el volumen de ventas de estos días con los de 2007, detectarían un deterioro. Pero el término de comparación imperante fue la crisis de dos años atrás y, en consecuencia, se verifica una reactivación notoria.
Hay otro fenómeno que, cotejado con el clima de la economía local, benefició al oficialismo: la crisis internacional. Es bastante natural que una sociedad acostumbrada a vivir en turbulencia festeje como un milagro que, mientras el mundo se derrumba, en casa las arañas ni se mueven.
La apreciación del bienestar no deriva sólo de las inercias de la economía. También han sido determinantes las medidas del Gobierno. Martín Lousteau publicó algunos números que ilustran cómo, entre la elección legislativa y la presidencial, 17 millones de argentinos mejoraron su nivel de vida por obra de acciones oficiales. Desde mediados de 2009 el poder adquisitivo de los asalariados formales aumentó 40% en dólares. También desde esa fecha comenzó a tener efecto el uso de los fondos estatizados del sistema previsional. El poder adquisitivo de la jubilación mínima aumentó un 8%, evolución que se extendió a 2,5 millones de ancianos incorporados al régimen. La asignación por hijo, decretada en diciembre de 2009, aumentó la capacidad de compra de sectores informales en un 38%.
La muerte de Kirchner contribuyó con la recuperación oficial. Cómo lo hizo es materia de controversia. El kirchnerismo ve la desaparición de su líder como el catalizador de una reconciliación social que ya estaba en curso. Los funerales de Kirchner son, para esta visión, un hito más en la secuencia que se inició con la celebración del Bicentenario y que tuvo su desenlace en la reelección presidencial. Al morir, la figura de Kirchner fue resignificada y se habría convertido, como escribió un vocero oficial, en «el chasquido que despierta a una sociedad hipnotizada». El dolor, según esta tesis, tuvo un efecto de verdad capaz de desbaratar la trampa mediática que impedía la correcta valoración del oficialismo.
Para los que tienen una visión crítica de Kirchner, su muerte tuvo otro significado. Liberó al Gobierno de un enorme pasivo. Con su mala imagen, el ex presidente volvía muy improbable una victoria del peronismo, sobre todo en un sistema de ballottage. Al morir, permitió al oficialismo cambiar de candidato y romper esa barrera.
La Presidenta, convertida en viuda, aprovechó la nueva escena. Hizo del luto una estrategia y modificó su retórica. El discurso del 1º de marzo ante el Congreso inauguró un tipo de explicación que ya no identifica enemigos ni denuncia conspiraciones. Ahora la comunicación oficial se concentra en dar la buena nueva del triunfo del «modelo».
Cristina Kirchner produjo otro pase de magia: cambió de gabinete sin tocar ningún ministro. Amado Boudou, los jóvenes de La Cámpora, Diego Bossio, Mercedes Marcó del Pont o Juan Manuel Abal Medina son los «cuadros técnicos universitarios» que reemplazaron al viejo equipo. Hay que pensar dos veces para no caer en el equívoco de que el 27 de octubre del año pasado comenzó una nueva administración.
Al lifting, destinado a complacer a los sectores medios, se agregó la administración homeopática del conflicto con Hugo Moyano. Insinuaciones, trascendidos, gestos ambiguos, ponen la relación con el sindicalista al borde de una ruptura que, sin embargo, nunca se consuma. Si se observa bien, la única renovación que produjo la Presidenta en los últimos 12 meses se verificó en el campo de la seguridad, al descabezar la Policía Federal y excluir del área a Aníbal Fernández, para ubicar a Nilda Garré al frente de un nuevo ministerio.
Se pueden seguir discutiendo los pros y los contras que tuvo para la competitividad del oficialismo la muerte de Kirchner. En cambio, no caben dudas de que con su desaparición quienes eran sus rivales perdieron a su principal activo. La biología les hizo una jugada que hasta hoy los tiene obnubilados.
A la mujer doliente, que bajo el peso de la adversidad se hace cargo del gobierno y libra la batalla del poder la escenografía de la política le opuso ocho candidatos que comenzaban a bambolearse no bien anunciaban su incorporación a la carrera. Entre marzo y junio, Julio Cobos, Ernesto Sanz, Felipe Solá, Pino Solanas, Mauricio Macri, Mario Das Neves, Eduardo Duhalde y Alberto Rodríguez Saá multiplicaron al infinito la imagen de la impotencia.
Las rudimentarias combinaciones que habían alcanzado en la campaña de 2009 fueron puestas bajo fuego pocos días después de la victoria por los mismos que las habían construido. Elisa Carrió dio los primeros martillazos de la demolición un mes después del triunfo, estigmatizando a sus socios del Acuerdo Cívico y Social por haber aceptado un llamado a dialogar con el Gobierno.
Francisco de Narváez y Ricardo Alfonsín completaron, un año más tarde, la tarea de Carrió. La alianza que sellaron en la provincia de Buenos Aires prestó dos servicios catastróficos a sus propios intereses. Por un lado, dejó al bloque que formaban Macri y Duhalde sin candidato a la gobernación de la provincia. Por otro, dinamitó el frente de centroizquierda que la UCR había formado con Hermes Binner y Margarita Stolbizer. De esa martingala se sirvieron como excusa Macri, para desistir de la carrera presidencial, y Binner, para lanzarse a ella.
Sería un error pensar por separado los dos experimentos que dominaron la vida pública en los últimos 365 días. El florecimiento del Gobierno y la entropía opositora son complementarios. La Presidenta no habría obtenido el 53% de los votos si sus rivales hubieran construido un instrumento capaz de expresar al 30% del electorado. El kirchnerismo y quienes se le oponen son socios en la construcción de algo para cuya designación no sirve la palabra sistema. Un artefacto de poder donde el que manda tiene a 37 puntos de distancia a aquel que debería controlarlo..
Las fuerzas de la oposición también realizaron una proeza. ¿Cómo llamar si no a la pulverización de las frágiles asociaciones con las que habían alcanzado el éxito en 2009? Tampoco aparece todos los días un elenco semejante de suicidas. De la decantación de esos dos procesos inusuales sólo cabía esperar un diseño muy extraño. Es el que presenta el mapa del poder desde el domingo pasado: la ganadora tiene a quien la secundó a 37 puntos de distancia.
La regeneración del kirchnerismo se debe a varios factores. Uno de ellos comenzó a operar antes de que Néstor Kirchner falleciera. Es la mejora que se registró en la economía. Los indicadores volvieron a mostrarse positivos después de la caída de 2,5 puntos del PBI de 2009. Esa retracción acaso haya sido providencial para el Gobierno. Si los votantes compararan la tasa de inflación, la de creación de empleo y el volumen de ventas de estos días con los de 2007, detectarían un deterioro. Pero el término de comparación imperante fue la crisis de dos años atrás y, en consecuencia, se verifica una reactivación notoria.
Hay otro fenómeno que, cotejado con el clima de la economía local, benefició al oficialismo: la crisis internacional. Es bastante natural que una sociedad acostumbrada a vivir en turbulencia festeje como un milagro que, mientras el mundo se derrumba, en casa las arañas ni se mueven.
La apreciación del bienestar no deriva sólo de las inercias de la economía. También han sido determinantes las medidas del Gobierno. Martín Lousteau publicó algunos números que ilustran cómo, entre la elección legislativa y la presidencial, 17 millones de argentinos mejoraron su nivel de vida por obra de acciones oficiales. Desde mediados de 2009 el poder adquisitivo de los asalariados formales aumentó 40% en dólares. También desde esa fecha comenzó a tener efecto el uso de los fondos estatizados del sistema previsional. El poder adquisitivo de la jubilación mínima aumentó un 8%, evolución que se extendió a 2,5 millones de ancianos incorporados al régimen. La asignación por hijo, decretada en diciembre de 2009, aumentó la capacidad de compra de sectores informales en un 38%.
La muerte de Kirchner contribuyó con la recuperación oficial. Cómo lo hizo es materia de controversia. El kirchnerismo ve la desaparición de su líder como el catalizador de una reconciliación social que ya estaba en curso. Los funerales de Kirchner son, para esta visión, un hito más en la secuencia que se inició con la celebración del Bicentenario y que tuvo su desenlace en la reelección presidencial. Al morir, la figura de Kirchner fue resignificada y se habría convertido, como escribió un vocero oficial, en «el chasquido que despierta a una sociedad hipnotizada». El dolor, según esta tesis, tuvo un efecto de verdad capaz de desbaratar la trampa mediática que impedía la correcta valoración del oficialismo.
Para los que tienen una visión crítica de Kirchner, su muerte tuvo otro significado. Liberó al Gobierno de un enorme pasivo. Con su mala imagen, el ex presidente volvía muy improbable una victoria del peronismo, sobre todo en un sistema de ballottage. Al morir, permitió al oficialismo cambiar de candidato y romper esa barrera.
La Presidenta, convertida en viuda, aprovechó la nueva escena. Hizo del luto una estrategia y modificó su retórica. El discurso del 1º de marzo ante el Congreso inauguró un tipo de explicación que ya no identifica enemigos ni denuncia conspiraciones. Ahora la comunicación oficial se concentra en dar la buena nueva del triunfo del «modelo».
Cristina Kirchner produjo otro pase de magia: cambió de gabinete sin tocar ningún ministro. Amado Boudou, los jóvenes de La Cámpora, Diego Bossio, Mercedes Marcó del Pont o Juan Manuel Abal Medina son los «cuadros técnicos universitarios» que reemplazaron al viejo equipo. Hay que pensar dos veces para no caer en el equívoco de que el 27 de octubre del año pasado comenzó una nueva administración.
Al lifting, destinado a complacer a los sectores medios, se agregó la administración homeopática del conflicto con Hugo Moyano. Insinuaciones, trascendidos, gestos ambiguos, ponen la relación con el sindicalista al borde de una ruptura que, sin embargo, nunca se consuma. Si se observa bien, la única renovación que produjo la Presidenta en los últimos 12 meses se verificó en el campo de la seguridad, al descabezar la Policía Federal y excluir del área a Aníbal Fernández, para ubicar a Nilda Garré al frente de un nuevo ministerio.
Se pueden seguir discutiendo los pros y los contras que tuvo para la competitividad del oficialismo la muerte de Kirchner. En cambio, no caben dudas de que con su desaparición quienes eran sus rivales perdieron a su principal activo. La biología les hizo una jugada que hasta hoy los tiene obnubilados.
A la mujer doliente, que bajo el peso de la adversidad se hace cargo del gobierno y libra la batalla del poder la escenografía de la política le opuso ocho candidatos que comenzaban a bambolearse no bien anunciaban su incorporación a la carrera. Entre marzo y junio, Julio Cobos, Ernesto Sanz, Felipe Solá, Pino Solanas, Mauricio Macri, Mario Das Neves, Eduardo Duhalde y Alberto Rodríguez Saá multiplicaron al infinito la imagen de la impotencia.
Las rudimentarias combinaciones que habían alcanzado en la campaña de 2009 fueron puestas bajo fuego pocos días después de la victoria por los mismos que las habían construido. Elisa Carrió dio los primeros martillazos de la demolición un mes después del triunfo, estigmatizando a sus socios del Acuerdo Cívico y Social por haber aceptado un llamado a dialogar con el Gobierno.
Francisco de Narváez y Ricardo Alfonsín completaron, un año más tarde, la tarea de Carrió. La alianza que sellaron en la provincia de Buenos Aires prestó dos servicios catastróficos a sus propios intereses. Por un lado, dejó al bloque que formaban Macri y Duhalde sin candidato a la gobernación de la provincia. Por otro, dinamitó el frente de centroizquierda que la UCR había formado con Hermes Binner y Margarita Stolbizer. De esa martingala se sirvieron como excusa Macri, para desistir de la carrera presidencial, y Binner, para lanzarse a ella.
Sería un error pensar por separado los dos experimentos que dominaron la vida pública en los últimos 365 días. El florecimiento del Gobierno y la entropía opositora son complementarios. La Presidenta no habría obtenido el 53% de los votos si sus rivales hubieran construido un instrumento capaz de expresar al 30% del electorado. El kirchnerismo y quienes se le oponen son socios en la construcción de algo para cuya designación no sirve la palabra sistema. Un artefacto de poder donde el que manda tiene a 37 puntos de distancia a aquel que debería controlarlo..