Un rumbo claro para el campo

En 1912 se fundó la Federación Agraria Argentina. Cien años después, los herederos de los fundadores se movilizan con parecido entusiasmo. ¿Se trata de la misma lucha y las mismas circunstancias? Así lo dice el Gobierno, cuando acusa a la Federación Agraria de haber cambiado de bando, entregándose en brazos de sus enemigos de siempre: la «oligarquía».
Pero a comienzos del siglo XXI es difícil reconocer a los «chacareros» o a la «oligarquía» de entonces. Tampoco es fácil reconocer hoy a aquel Estado, tercer participante del conflicto. En 1912 estaba creciendo y afirmándose, y hoy está quebrado, maltrecho y sometido al designio del Gobierno. Los cambios del Estado, antes que los de los actores, son los que permiten advertir mejor el contraste entre la Argentina del Centenario y la actual, y encontrar alguna coherencia en la trayectoria centenaria de la Federación Agraria.
A principios del siglo XX, la «revolución del trigo» estaba en pleno desarrollo. El mundo demandaba cereales, los ferrocarriles expandieron la frontera agraria y miles de inmigrantes venían cada año, dispuestos a trabajar la tierra. La formidable expansión de las exportaciones convirtió al campo en la rueda maestra de la economía.
Muchos inmigrantes llegaron a ser chacareros, esforzados protagonistas de esta revolución. No utilizaron sus modestos capitales para convertirse en propietarios de un terreno pequeño; con buen tino, aceptaron la oferta de arrendar por tres años un campo más grande, apostando a un par de cosechas exitosas, para reiniciar el emprendimiento en otro lugar. Estos especuladores trashumantes debían lidiar con dos jugadores muy fuertes: los comercializadores -una cadena que terminaba en Bunge y Born- y los terratenientes, que ajustaban los alquileres de acuerdo con el precio mundial y con la demanda de tierra de los nuevos inmigrantes.
Para los chacareros era una apuesta riesgosa, que dependía de las cosechas, los precios y los alquileres. En 1912 coincidieron precios en baja y arriendos altos. No era la primera vez, pero en la ocasión los chacareros se organizaron y reclamaron, igual que los trabajadores urbanos. No fueron protestas desmesuradas, pese a que había muchos anarquistas y socialistas entre ellos. Como cualquier otro grupo de interés de entonces, apelaron al Estado, reclamando arbitraje y reglas en los arrendamientos. Fue una demanda enérgica y moderada a la vez, y dejó el saldo de una organización, hoy centenaria, que mantuvo sus reclamos.
Comenzó entonces un largo ciclo de debates en torno a la «cuestión agraria». Todos opinaron: socialistas, patronos, católicos y muchos otros. Paralelamente, el Estado comenzó a crear en el Ministerio de Agricultura una burocracia especializada en estudiar el tema, producir informes y estadísticas. En 1956 el Estado dio un inmenso paso adelante: creó el INTA -uno de los pocos casos de políticas estatales sostenidas-, que desarrolló un vasto proyecto de apoyo a la producción rural.
Desde la crisis de 1930, el Estado comenzó a tomar una parte del ingreso del sector rural. Esta fue otra política sostenida. Los mecanismos fueron variando: el IAPI, los tipos de cambio diferencial, las retenciones a las exportaciones. Pero con un mismo propósito: transferir una parte de la renta agraria a otros sectores de la sociedad. El criterio fue considerado en general legítimo, aunque se discutió el cuánto y el para qué, y en torno a cada decisión estatal -una simple devaluación- se desarrolló una de las mayores pujas por la distribución del ingreso.
Desde los años treinta, la expansión agraria llegó a su límite y la producción se estancó. El gobierno peronista congeló los arriendos y los arrendatarios pudieron comprar sus tierras. Las divisas aportadas por el campo escasearon y pusieron un techo al crecimiento de la industria, que las necesitaba para equipos e insumos. Cada devaluación, acaecida con regularidad, reveló los límites del crecimiento y también la puja entre los sectores, cada vez más violenta.
Más recientemente, una segunda revolución agrícola modificó los datos. Comenzó silenciosamente en los años setenta, se desplegó en los noventa y salió a la luz en este siglo. El crecimiento de la demanda mundial mostró la nueva potencialidad de la producción rural, basada en cambios tecnológicos: semillas híbridas, fertilizantes, pesticidas, siembra directa. Concurrió una modificación en la organización de la producción: técnicos profesionales dirigen las explotaciones, empresas contratistas se hacen cargo del laboreo y los pools de siembra transforman de manera novedosa ahorros sociales en capital de inversión. Una verdadera revolución capitalista, de las que escasean en la Argentina.
En este nuevo ciclo, el campo produce mucho más, emplea menos gente y ha vuelto a tener un lugar decisivo en el conjunto de la economía. Muchas actividades urbanas giran en torno de él. Desapareció el rígido corsé de la escasez de divisas y se alejó la perspectiva del ciclo recesivo. El Estado encontró una sólida fuente de financiamiento. El campo volvió a ser la rueda maestra de la economía.
A diferencia de casi cualquier otro sector empresario, asistido o prebendado, el campo no necesita la asistencia del Estado. Pero sí son necesarias sus funciones de regulación y de arbitraje, entre sus diferentes sectores, desigualmente beneficiados, y entre los productores y los consumidores locales. Desde el clima hasta los precios mundiales fluctuantes, el mundo rural vive en un equilibrio inestable, que históricamente el Estado ha podido manejar razonablemente bien.
Este equilibrio fue afectado por la larga crisis del Estado, iniciada a mediados de los años setenta. Aunque se conservan fragmentos burocráticos excelentes -como el INTA-, en conjunto el Estado ha perdido unidad de acción y de propósito, y capacidad de articulación y regulación. Esto ocurrió por obra de gobiernos discrecionales y decisionistas-casi todos desde 1976- que usualmente lo han manejado a los golpes.
En los años recientes, coincidieron los más altos beneficios agrícolas y el pico del decisionismo. Para el kirchnerismo, gobernar consiste en dar fuertes golpes de mano, realizados con escaso soporte técnico y mínima reflexión sobre sus consecuencias. Tal el caso de la resolución 125 de 2008. El Gobierno se propuso maximizar la tajada fiscal y, secundariamente, controlar la inflación. Al hacerlo, de manera torpe, produjo enormes daños en la producción agraria, sobre todo en sus sectores más débiles, representados por la Federación Agraria.
Eso explica la forma que hoy toma el conflicto del campo. Es diferente a la de 1912, pero en algo se parece. Aquella vez, los chacareros recurrieron al Estado. Desde 2008, unidos o separados, los distintos sectores se enfrentan con el Gobierno y, en el fondo, reclaman que haya más Estado, por paradójico que esto parezca.
Los golpes han polarizado un mundo rural complejo, uniendo a los rivales históricos: la Sociedad Rural y la Federación Agraria. El campo es, de hecho, el único sector empresarial con fuerza y autonomía para enfrentar a un gobierno que disciplina a amigos y enemigos a partir de una «caja», nutrida principalmente de lo que aporta el campo. Con su reclamo corporativo, el campo conjugó a una buena parte de la sociedad que orbita alrededor de la prosperidad rural y no está subvencionada por el Estado. También a una fragmentada oposición política, que pudo en su momento reunirse detrás de los reclamos rurales.
En 1912, la Federación Agraria reclamó al Estado que arbitrara en sus conflictos con los terratenientes. Luego, la «cuestión agraria» se instaló en la agenda, y con el tiempo se estableció una política. Con fluctuaciones y diversidades, se estableció un rumbo, que incluía el derecho de la sociedad a participar de los beneficios del campo. Como habría dicho Durkheim, la sociedad «pensó» con el Estado.
Hoy chacareros, grandes propietarios y cooperativas coinciden en algo: reclamar la presencia del Estado y liberarlo de un gobierno opresor. Un reclamo de debate, de participación y de establecimiento de políticas que se sustenten en el tiempo. En ese sentido, la Federación Agraria de hoy, tan diferente de la de 1912, no está tan lejos de los reclamos de sus fundadores.
© La Nacion.

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