Muchas revoluciones se iniciaron por calambres en el estómago, pero en este caso el llamado viene de más abajo
Vuelo 1926 de Aerolíneas Argentinas. Nos dirigimos a La Habana, Cuba. Populosos grupos familiares, decenas de iPads, gruesas novelas románticas y desinhibidos que viajan en ojotas. Todo indica que la mayoría de los pasajeros inicia sus vacaciones. Y nada permite sospechar del ensayo revolucionario que se avecina.
El itinerario tiene una misteriosa escala técnica en Caracas a cargar combustible. Raro, pero tantos años parando en Atalaya podrían haber instalado un hábito difícil de quitar. Seguimos en plan recreacional.
Llegamos. Nos avisan de que allí habrá unos 50 minutos de espera. Paciencia. Alguien pretende ir al baño. «No se puede porque están cargando combustible», dice la azafata. De repente, son cinco pasajeros con necesidades urgentes. Al rato, son más de 20.
El personal del avión mantiene la restricción sanitaria. Muchas revoluciones se iniciaron por calambres en el estómago, pero en este caso el llamado viene de más abajo.
Los pasajeros se paran, desde el fondo llegan voces altisonantes que se convierten en un murmullo generalizado.
«Si no podemos usar este baño, que nos dejen pasar al de Primera», grita nuestro improvisado líder
«Nos tienen una hora sin ir al baño», dice un señor que apenas roza los cincuenta años. «Es que están cargando combustible», responde la azafata. La queja ya tiene forma de protesta. «Encima hay un baño clausurado», grita otro exaltado. «Somos 150 personas para un solo baño», se queja otro. «Son 120, pero entiendo el punto», replica la azafata.
«Si no podemos usar este baño, que nos dejen pasar al de Primera», grita nuestro improvisado líder. Y ahí, la tripulación del avión comprende que no se trata de un toilet, sino de la condición humana: la lucha de clases.
Los contracturados de la Turista, la Economy, el pueblo mismo, reclamando compartir las comodidades de la Primera, la Business, los bien sentados.
Rápidamente, el personal de la aeronave se parapeta frente a las cortinas que dividen al mundo de los pasajeros.
Es que ustedes nos violentan, se justifica el pasajero
«El baño de Primera es para la Primera clase; es por protocolo», dice la comisaria de abordo delante de la frontera de tela. La simpleza del argumento parece dejar sin respuesta a los insurgentes, pero la cosa sigue.
Se escuchan modales pesados. «Señor, le estoy hablando bien», reclama una azafata. «Es que ustedes nos violentan», se justifica el pasajero. La gente responde con aplausos. «Se ríen de nosotros», grita una camarada que pispea entre las cortinas. Es una madre de dos críos, que momentáneamente abandona sus tareas familiares para sumarse a la insurgencia.
El aire presurizado se puede cortar con el filo de un cuchillo (de plástico, claro).
La mayoría de los pasajeros sigue de pie, tal vez cargada de ira, tal vez por la urgencia de acudir al baño.
Por el parlante avisan que el toilet no estaba clausurado sino que lo estaban limpiando. Hay confusión entre los turistas revolucionarios.
Rápidamente, otro líder insurgente cambia la consigna para canalizar la bronca: «Es un viaje de 11 horas y no tenemos entretenimiento». «Es que este es un avión de cabotaje», se suma otro y remata: «Yo lo conozco, con este viajamos a Calafate».
Sonamos. Nosotros, que planeábamos desviar el vuelo hacia Sierra Maestra, fuimos víctimas de una maniobra de contraespionaje. Nos llevaron al fin del mundo. Rápidamente nos pegamos a las ventanillas. Falsa alarma. No se observa ninguna construcción faraónica. Debemos estar en Caracas.
La azafata busca dividir nuestra unidad revolucionaria: «Si no se sientan vamos a perder el turno de despegue y será otra hora acá».
Crece la tensión. Sería otro buen rato sin usar los servicios. Es momento de replantear los objetivos. La advertencia surte efecto y los pasajeros poco a poco vuelven a sus asientos. Salvo uno, que camina despacito, como relamiendo su momento.
-¿Dónde puedo hacer una queja?
-En la página web, señor.
-Me refiero a una queja legal.
-Toda queja se inicia en la página web.
Astuta estrategia de la empresa. Es más simple inaugurar un McDonald’s en La Habana que completar un formulario por Internet.
El avión despega y emprende el último tramo hacia la isla. Unos 30 pasajeros hacen cola para ir al baño. A medida que satisfacen sus necesidades primarias, el envión insurgente empieza a sosegarse.
Una cabeza se asoma timorata entre el cortinado: «Si quieren usar el baño, nosotros no tenemos problema». El milagro de la reconciliación de clases. Los pasajeros de la Primera no solo pueden elongar las piernas, sino que ahora estiran su mano solidaria. Conmovidos, agradecemos el gesto, pero seguimos obedientes haciendo cola hacia el fondo de la nave.
Se acerca La Habana. La comisario de abordo toma el micrófono: «En nombre de la tripulación, les agradecemos el haber volado con Aerolíneas Argentinas y esperamos volver a verlos a pesar de los problemas con los baños». Lo dice con gracia y estallan los aplausos en todo el avión.
La revolución es un sueño eterno, pero las vacaciones son tan cortas. Mejor aseguremos la conexión con Varadero..
Vuelo 1926 de Aerolíneas Argentinas. Nos dirigimos a La Habana, Cuba. Populosos grupos familiares, decenas de iPads, gruesas novelas románticas y desinhibidos que viajan en ojotas. Todo indica que la mayoría de los pasajeros inicia sus vacaciones. Y nada permite sospechar del ensayo revolucionario que se avecina.
El itinerario tiene una misteriosa escala técnica en Caracas a cargar combustible. Raro, pero tantos años parando en Atalaya podrían haber instalado un hábito difícil de quitar. Seguimos en plan recreacional.
Llegamos. Nos avisan de que allí habrá unos 50 minutos de espera. Paciencia. Alguien pretende ir al baño. «No se puede porque están cargando combustible», dice la azafata. De repente, son cinco pasajeros con necesidades urgentes. Al rato, son más de 20.
El personal del avión mantiene la restricción sanitaria. Muchas revoluciones se iniciaron por calambres en el estómago, pero en este caso el llamado viene de más abajo.
Los pasajeros se paran, desde el fondo llegan voces altisonantes que se convierten en un murmullo generalizado.
«Si no podemos usar este baño, que nos dejen pasar al de Primera», grita nuestro improvisado líder
«Nos tienen una hora sin ir al baño», dice un señor que apenas roza los cincuenta años. «Es que están cargando combustible», responde la azafata. La queja ya tiene forma de protesta. «Encima hay un baño clausurado», grita otro exaltado. «Somos 150 personas para un solo baño», se queja otro. «Son 120, pero entiendo el punto», replica la azafata.
«Si no podemos usar este baño, que nos dejen pasar al de Primera», grita nuestro improvisado líder. Y ahí, la tripulación del avión comprende que no se trata de un toilet, sino de la condición humana: la lucha de clases.
Los contracturados de la Turista, la Economy, el pueblo mismo, reclamando compartir las comodidades de la Primera, la Business, los bien sentados.
Rápidamente, el personal de la aeronave se parapeta frente a las cortinas que dividen al mundo de los pasajeros.
Es que ustedes nos violentan, se justifica el pasajero
«El baño de Primera es para la Primera clase; es por protocolo», dice la comisaria de abordo delante de la frontera de tela. La simpleza del argumento parece dejar sin respuesta a los insurgentes, pero la cosa sigue.
Se escuchan modales pesados. «Señor, le estoy hablando bien», reclama una azafata. «Es que ustedes nos violentan», se justifica el pasajero. La gente responde con aplausos. «Se ríen de nosotros», grita una camarada que pispea entre las cortinas. Es una madre de dos críos, que momentáneamente abandona sus tareas familiares para sumarse a la insurgencia.
El aire presurizado se puede cortar con el filo de un cuchillo (de plástico, claro).
La mayoría de los pasajeros sigue de pie, tal vez cargada de ira, tal vez por la urgencia de acudir al baño.
Por el parlante avisan que el toilet no estaba clausurado sino que lo estaban limpiando. Hay confusión entre los turistas revolucionarios.
Rápidamente, otro líder insurgente cambia la consigna para canalizar la bronca: «Es un viaje de 11 horas y no tenemos entretenimiento». «Es que este es un avión de cabotaje», se suma otro y remata: «Yo lo conozco, con este viajamos a Calafate».
Sonamos. Nosotros, que planeábamos desviar el vuelo hacia Sierra Maestra, fuimos víctimas de una maniobra de contraespionaje. Nos llevaron al fin del mundo. Rápidamente nos pegamos a las ventanillas. Falsa alarma. No se observa ninguna construcción faraónica. Debemos estar en Caracas.
La azafata busca dividir nuestra unidad revolucionaria: «Si no se sientan vamos a perder el turno de despegue y será otra hora acá».
Crece la tensión. Sería otro buen rato sin usar los servicios. Es momento de replantear los objetivos. La advertencia surte efecto y los pasajeros poco a poco vuelven a sus asientos. Salvo uno, que camina despacito, como relamiendo su momento.
-¿Dónde puedo hacer una queja?
-En la página web, señor.
-Me refiero a una queja legal.
-Toda queja se inicia en la página web.
Astuta estrategia de la empresa. Es más simple inaugurar un McDonald’s en La Habana que completar un formulario por Internet.
El avión despega y emprende el último tramo hacia la isla. Unos 30 pasajeros hacen cola para ir al baño. A medida que satisfacen sus necesidades primarias, el envión insurgente empieza a sosegarse.
Una cabeza se asoma timorata entre el cortinado: «Si quieren usar el baño, nosotros no tenemos problema». El milagro de la reconciliación de clases. Los pasajeros de la Primera no solo pueden elongar las piernas, sino que ahora estiran su mano solidaria. Conmovidos, agradecemos el gesto, pero seguimos obedientes haciendo cola hacia el fondo de la nave.
Se acerca La Habana. La comisario de abordo toma el micrófono: «En nombre de la tripulación, les agradecemos el haber volado con Aerolíneas Argentinas y esperamos volver a verlos a pesar de los problemas con los baños». Lo dice con gracia y estallan los aplausos en todo el avión.
La revolución es un sueño eterno, pero las vacaciones son tan cortas. Mejor aseguremos la conexión con Varadero..