La Argentina se encamina a usar el voto electrónico a partir de las elecciones de 2017. Irá a contramano del mundo: sólo Venezuela, Brasil, Filipinas, la India y Estados Unidos -en parte- lo usan. Alemania lo declaró inconstitucional en 2009; varios otros países probaron y se alejaron luego de la experiencia.
Si se aprueba la ley, en vez de elegir boletas de papel en el cuarto oscuro, elegiremos candidatos en una pantalla; esa computadora imprimirá una boleta especial (que tiene un chip), que habrá que introducir en la urna.
La mejora previsible por el uso de este sistema es la celeridad: el conteo de votos debería ser más veloz que cuando se hace a mano. Pero tener que esperar hasta la madrugada no parece un precio muy caro a pagar para elegir un presidente o un diputado.
La otra ventaja es para los partidos minoritarios: se evita tener que llevar boletas por todo el país o que falten en el cuarto oscuro. Pero eso se resuelve cambiando el diseño de las boletas por una única papeleta.
Con la excusa de que la tecnología siempre mejora las cosas -algo por demás discutible- se transforma un acto que sólo requiere saber leer y contar en una caja negra. Un ciudadano común puede hacer el recuento manual y verificar los números: audita la elección. Una computadora esconde ese proceso detrás de una pantalla y lo transforma en un código: sólo lo entenderá quien hable muy bien ese lenguaje. Si surge un error -una diferencia entre lo que dice la computadora y lo que informa el papel-, no hay cómo resolverlo ni saber si la computadora está diciendo una cosa (el conteo es correcto) pero haciendo otra (contando votos inexistentes y enviándolos al centro de cómputos).
En el método tradicional existe el fraude. El nuevo no lo evita, como han demostrado expertos en informática de todo el mundo. Además, habrá que comprar computadoras y prevenir cualquier daño a éstas; cuidar su utilidad cada cuatro años o reutilizarlas para otra cosa, lo que implica reiterar la inversión en la elección siguiente.
Y tener un mínimo de seguridad de que el sistema usado es confiable requiere mucho tiempo de desarrollo y de análisis (para intentar encontrar puntos débiles); los expertos afirman que es más tiempo que el que estipula el proyecto actual.
Así, el Estado invertirá dinero en cambiar la votación tradicional por otra más compleja, que suma más actores en la cadena de creación de la herramienta electoral (proveedores de computadoras, del software, auditores, etcétera) y que abre la posibilidad a un sabotaje digital.
Si se aprueba la ley, en vez de elegir boletas de papel en el cuarto oscuro, elegiremos candidatos en una pantalla; esa computadora imprimirá una boleta especial (que tiene un chip), que habrá que introducir en la urna.
La mejora previsible por el uso de este sistema es la celeridad: el conteo de votos debería ser más veloz que cuando se hace a mano. Pero tener que esperar hasta la madrugada no parece un precio muy caro a pagar para elegir un presidente o un diputado.
La otra ventaja es para los partidos minoritarios: se evita tener que llevar boletas por todo el país o que falten en el cuarto oscuro. Pero eso se resuelve cambiando el diseño de las boletas por una única papeleta.
Con la excusa de que la tecnología siempre mejora las cosas -algo por demás discutible- se transforma un acto que sólo requiere saber leer y contar en una caja negra. Un ciudadano común puede hacer el recuento manual y verificar los números: audita la elección. Una computadora esconde ese proceso detrás de una pantalla y lo transforma en un código: sólo lo entenderá quien hable muy bien ese lenguaje. Si surge un error -una diferencia entre lo que dice la computadora y lo que informa el papel-, no hay cómo resolverlo ni saber si la computadora está diciendo una cosa (el conteo es correcto) pero haciendo otra (contando votos inexistentes y enviándolos al centro de cómputos).
En el método tradicional existe el fraude. El nuevo no lo evita, como han demostrado expertos en informática de todo el mundo. Además, habrá que comprar computadoras y prevenir cualquier daño a éstas; cuidar su utilidad cada cuatro años o reutilizarlas para otra cosa, lo que implica reiterar la inversión en la elección siguiente.
Y tener un mínimo de seguridad de que el sistema usado es confiable requiere mucho tiempo de desarrollo y de análisis (para intentar encontrar puntos débiles); los expertos afirman que es más tiempo que el que estipula el proyecto actual.
Así, el Estado invertirá dinero en cambiar la votación tradicional por otra más compleja, que suma más actores en la cadena de creación de la herramienta electoral (proveedores de computadoras, del software, auditores, etcétera) y que abre la posibilidad a un sabotaje digital.