La multitudinaria marcha terminó a la noche con incidentes y represión frente a la Catedral. Hay tres fotógrafos heridos. El Encuentro Nacional de Mujeres termina hoy.
Por Marta Dillon
Desde Rosario
La palabra violencia estuvo en disputa en la ciudad de Rosario. Palabra conocida en esta costa del río Paraná, donde se suelen justificar asesinatos de chicos muy jóvenes con la excusa de que son “soldaditos narcos”, o donde se asesinó –y hasta ahora con impunidad– a Sandra Cabrera, una mujer que se reivindicaba trabajadora sexual y que denunció relaciones entre la policía local y los narcos. Pero la semana pasada, antes de que comenzara el Encuentro Nacional de Mujeres más grande en una historia de 31 años, pancartas y gigantografías ubicadas en espacios pagos retrataban a las mujeres que en Mar del Plata habían sido reprimidas frente a la catedral en el Encuentro anterior con la leyenda “Así, no”, para escribir más abajo: Encuentros sin violencia. Y lo cierto es que así fue el Encuentro Nacional de Mujeres, una enorme fiesta colectiva en la que las reflexiones, los debates y también la fiesta tomaron las calles y las plazas, con sus bombos, con guitarras, con festivales al aire libre, con talleres que se escaparon de las aulas porque las aulas ya no tenían espacio para contener a tantas mujeres con la necesidad de poner en común saberes, dolores, experiencias y resistencias. Pero esos carteles ya eran una provocación. Justo a las mujeres, que tuvieron que poner el grito en el cielo para que la violencia machista se hiciera visible. Justo a las mujeres que desde hace tres décadas encontraron en estas reuniones cada vez más multitudinarias una estrategia para resistir la violencia cotidiana: la de la precarización laboral que siempre les pega más fuerte; la del acoso callejero, que nos llena de asco desde niñas; la de la feminización de la pobreza, que es un hecho y las mujeres lo sufren el doble porque en su educación está asumir la responsabilidad por sus familias, la de los celos, la de las humillaciones, la de los golpes; la de la criminalización del aborto que impide diseñar sus propios planes para la vida que quieren –que queremos–. ¿Cuánto hay de violencia en el hecho de que vengan como empujadas por la corrientes de ríos que desembocan en un mismo afluente, decenas de miles de todas las regiones del país, emocionadas, dispuestas a generar palabras y luchas nuevas y que poco y nada se las registre salvo cuando se tiran cascotes sobre la catedral de una u otra ciudad de pura rabia acumulada por tantas normativas que simbolizan esos templos y entonces reciben balas, de goma esta vez, gases, palos, más y más estigmatización. Eso pasó anoche en Rosario. Después de una marcha que tuvo, sin exagerar ni un poquito, más de 90 mil mujeres marchando contra la violencia, por el derecho a decidir, para denunciar cómo sus vidas se denigran el doble en marcos de ajuste y recesión. Una marcha y un Encuentro que apenas tenía una línea en otros diarios o ninguna, que no figuraba en ningún noticiero, de pronto se convirtió en noticia porque frente a la Catedral un grupo de manifestantes expresó su bronca y fueron reprimidas con balas goma y gases.
“Me dispararon para que deje de sacar fotos”, dijo Alberto Granata, reportero gráfico de Télam, con el ruido de las detonaciones todavía atronando frente a la catedral rosarina, mientras mostraba las marcas de tres impactos. Otro periodista más, Alberto Furfari, del Canal 5 de esta ciudad, sangraba por una herida de un proyectil similar que lo había cortado por detrás de la oreja. Otra fotógrafa de este diario recibió tres balazos más después de que la policía local disparara al bulto. A las diez de la noche empezaban los gases y media hora después todo se dispersaba. Las corridas con la policía no fueron únicamente frente al templo católico, también en lugares aledaños las militantes de la agrupación Pan y Rosas fueron corridas y agredidas, y en distintos puntos de esta ciudad que estuvo literalmente tomada por mujeres que ya no quieren pensarse a sí mismas como sumisas, ni pretenden entrar en ninguno de los cánones que la sociedad tiene para ellas, hubo escarceos y corridas. La alegría se empañó, claro. Aunque la policia parecía contenida al principio, una maniobra llamó la atención: frente a la lluvia de objetos que se lanzaban desde las manifestantes, los uniformados más protegidos se pusieron detrás de las mujeres policías que no tenían ni cascos ni escudos para mostrarlas después saliendo en ambulancia. Y sin embargo, la emoción no llegó a disiparse. Porque casi cien mil mujeres haciendo la experiencia de hablar entre ellas y tramar conspiraciones que les permitan creer en la posibilidad del fin de milenios de opresión no se termina con unos gases y unas cuantas balas de goma.
“A pesar de todo les hicimos el Encuentro”, se suele cantar cada año al final porque siempre son muchas las tensiones: los micros que no aparecen al momento de viajar y dejan miles de ilusiones en las rutas, las viandas que se prometen y después son menos de las deseadas, las disputas históricas con los sectores más conservadores. Y es así, a pesar de todo, los encuentros ganan año a año masividad y profundidad política, aunque a veces, como decía una mujer de Berazategui, vestida de bruja igual que unas cincuenta compañeras, “hasta nuestros mismos compañeros en las agrupaciones no toman esto en cuenta”. Como si fuera solamente folclore, como si no salieran ideas y propuestas de organización y tendido de redes solidarias cada año.
Esta vez, Rosario albergó un ENM histórico, como fue en 1989 y en 2003. Por la masividad pero también por la vocación de unidad en la demanda de un espectro político tan amplio como ningún otro movimiento puede dar cuenta. Porque el espacio público fue ocupado, de la manera en que lo hacen las “encuentreras”, para disfrutar de las charlas sin penalizaciones, para bailar al ritmo de bombos, para reconocerse lesbianas, para reconocerse villeras y con derecho a gozar y decidir sobre sus cuerpos y sus modos de vivir. Porque la demanda por el derecho al aborto no tuvo ni una sola oposición en las columnas que ocuparon 45 cuadras completas de manifestantes, aguerridas, hartas de los moldes de belleza que les imponen, de los modos de relacionarse que les imponen. Hartas de contar víctimas entre sus congéneres. Fue un Encuentro histórico y la marcha fue, por encontrar un adjetivo urgente, apoteótica. Y aun cuando todavía quedaban los fuegos de la represión, grupos inmensos de mujeres seguían acampando en plazas y parques, apagándose entre ellas, tratando de metabolizar lo que han vivido, juntando fuerzas para lo que queda, un día más en el lunes feriado en el que se compartirán las conclusiones de los 69 talleres. Esta crónica debe dar cuenta de eso, de ese trabajo gozoso y cómplice que en los cuerpos y palabras tejieron imaginarios nuevos: estrategias contra la violencia cotidiana, maneras de seguir exigiendo la libertad de Milagro Sala, estrategias políticas para defender sus derechos humanos, sociales y económicos. Eso no se termina con unos gases. Eso solo da cuenta de cierta impotencia frente a esa impertinencia de las que ya no se callan más, que se disfrutan en la calle, inventan protestas –como ponerse caperucitas rojas para denunciar el abuso sexual infantil– y se prometen seguir juntas, comunicadas de distintos modos, llevándose reflexiones para seguir profundizando en sus barrios y territorios, hasta que vuelvan a encontrarse. Aunque la mayoría no quiera mirarlas salvo para tenerles miedo, para estigmatizarlas por violentas. Justo a ellas. Justos a nosotras.
Por Marta Dillon
Desde Rosario
La palabra violencia estuvo en disputa en la ciudad de Rosario. Palabra conocida en esta costa del río Paraná, donde se suelen justificar asesinatos de chicos muy jóvenes con la excusa de que son “soldaditos narcos”, o donde se asesinó –y hasta ahora con impunidad– a Sandra Cabrera, una mujer que se reivindicaba trabajadora sexual y que denunció relaciones entre la policía local y los narcos. Pero la semana pasada, antes de que comenzara el Encuentro Nacional de Mujeres más grande en una historia de 31 años, pancartas y gigantografías ubicadas en espacios pagos retrataban a las mujeres que en Mar del Plata habían sido reprimidas frente a la catedral en el Encuentro anterior con la leyenda “Así, no”, para escribir más abajo: Encuentros sin violencia. Y lo cierto es que así fue el Encuentro Nacional de Mujeres, una enorme fiesta colectiva en la que las reflexiones, los debates y también la fiesta tomaron las calles y las plazas, con sus bombos, con guitarras, con festivales al aire libre, con talleres que se escaparon de las aulas porque las aulas ya no tenían espacio para contener a tantas mujeres con la necesidad de poner en común saberes, dolores, experiencias y resistencias. Pero esos carteles ya eran una provocación. Justo a las mujeres, que tuvieron que poner el grito en el cielo para que la violencia machista se hiciera visible. Justo a las mujeres que desde hace tres décadas encontraron en estas reuniones cada vez más multitudinarias una estrategia para resistir la violencia cotidiana: la de la precarización laboral que siempre les pega más fuerte; la del acoso callejero, que nos llena de asco desde niñas; la de la feminización de la pobreza, que es un hecho y las mujeres lo sufren el doble porque en su educación está asumir la responsabilidad por sus familias, la de los celos, la de las humillaciones, la de los golpes; la de la criminalización del aborto que impide diseñar sus propios planes para la vida que quieren –que queremos–. ¿Cuánto hay de violencia en el hecho de que vengan como empujadas por la corrientes de ríos que desembocan en un mismo afluente, decenas de miles de todas las regiones del país, emocionadas, dispuestas a generar palabras y luchas nuevas y que poco y nada se las registre salvo cuando se tiran cascotes sobre la catedral de una u otra ciudad de pura rabia acumulada por tantas normativas que simbolizan esos templos y entonces reciben balas, de goma esta vez, gases, palos, más y más estigmatización. Eso pasó anoche en Rosario. Después de una marcha que tuvo, sin exagerar ni un poquito, más de 90 mil mujeres marchando contra la violencia, por el derecho a decidir, para denunciar cómo sus vidas se denigran el doble en marcos de ajuste y recesión. Una marcha y un Encuentro que apenas tenía una línea en otros diarios o ninguna, que no figuraba en ningún noticiero, de pronto se convirtió en noticia porque frente a la Catedral un grupo de manifestantes expresó su bronca y fueron reprimidas con balas goma y gases.
“Me dispararon para que deje de sacar fotos”, dijo Alberto Granata, reportero gráfico de Télam, con el ruido de las detonaciones todavía atronando frente a la catedral rosarina, mientras mostraba las marcas de tres impactos. Otro periodista más, Alberto Furfari, del Canal 5 de esta ciudad, sangraba por una herida de un proyectil similar que lo había cortado por detrás de la oreja. Otra fotógrafa de este diario recibió tres balazos más después de que la policía local disparara al bulto. A las diez de la noche empezaban los gases y media hora después todo se dispersaba. Las corridas con la policía no fueron únicamente frente al templo católico, también en lugares aledaños las militantes de la agrupación Pan y Rosas fueron corridas y agredidas, y en distintos puntos de esta ciudad que estuvo literalmente tomada por mujeres que ya no quieren pensarse a sí mismas como sumisas, ni pretenden entrar en ninguno de los cánones que la sociedad tiene para ellas, hubo escarceos y corridas. La alegría se empañó, claro. Aunque la policia parecía contenida al principio, una maniobra llamó la atención: frente a la lluvia de objetos que se lanzaban desde las manifestantes, los uniformados más protegidos se pusieron detrás de las mujeres policías que no tenían ni cascos ni escudos para mostrarlas después saliendo en ambulancia. Y sin embargo, la emoción no llegó a disiparse. Porque casi cien mil mujeres haciendo la experiencia de hablar entre ellas y tramar conspiraciones que les permitan creer en la posibilidad del fin de milenios de opresión no se termina con unos gases y unas cuantas balas de goma.
“A pesar de todo les hicimos el Encuentro”, se suele cantar cada año al final porque siempre son muchas las tensiones: los micros que no aparecen al momento de viajar y dejan miles de ilusiones en las rutas, las viandas que se prometen y después son menos de las deseadas, las disputas históricas con los sectores más conservadores. Y es así, a pesar de todo, los encuentros ganan año a año masividad y profundidad política, aunque a veces, como decía una mujer de Berazategui, vestida de bruja igual que unas cincuenta compañeras, “hasta nuestros mismos compañeros en las agrupaciones no toman esto en cuenta”. Como si fuera solamente folclore, como si no salieran ideas y propuestas de organización y tendido de redes solidarias cada año.
Esta vez, Rosario albergó un ENM histórico, como fue en 1989 y en 2003. Por la masividad pero también por la vocación de unidad en la demanda de un espectro político tan amplio como ningún otro movimiento puede dar cuenta. Porque el espacio público fue ocupado, de la manera en que lo hacen las “encuentreras”, para disfrutar de las charlas sin penalizaciones, para bailar al ritmo de bombos, para reconocerse lesbianas, para reconocerse villeras y con derecho a gozar y decidir sobre sus cuerpos y sus modos de vivir. Porque la demanda por el derecho al aborto no tuvo ni una sola oposición en las columnas que ocuparon 45 cuadras completas de manifestantes, aguerridas, hartas de los moldes de belleza que les imponen, de los modos de relacionarse que les imponen. Hartas de contar víctimas entre sus congéneres. Fue un Encuentro histórico y la marcha fue, por encontrar un adjetivo urgente, apoteótica. Y aun cuando todavía quedaban los fuegos de la represión, grupos inmensos de mujeres seguían acampando en plazas y parques, apagándose entre ellas, tratando de metabolizar lo que han vivido, juntando fuerzas para lo que queda, un día más en el lunes feriado en el que se compartirán las conclusiones de los 69 talleres. Esta crónica debe dar cuenta de eso, de ese trabajo gozoso y cómplice que en los cuerpos y palabras tejieron imaginarios nuevos: estrategias contra la violencia cotidiana, maneras de seguir exigiendo la libertad de Milagro Sala, estrategias políticas para defender sus derechos humanos, sociales y económicos. Eso no se termina con unos gases. Eso solo da cuenta de cierta impotencia frente a esa impertinencia de las que ya no se callan más, que se disfrutan en la calle, inventan protestas –como ponerse caperucitas rojas para denunciar el abuso sexual infantil– y se prometen seguir juntas, comunicadas de distintos modos, llevándose reflexiones para seguir profundizando en sus barrios y territorios, hasta que vuelvan a encontrarse. Aunque la mayoría no quiera mirarlas salvo para tenerles miedo, para estigmatizarlas por violentas. Justo a ellas. Justos a nosotras.